por Jesús Mosterín
Aquí no tomamos el adjetivo negro en su sentido cromático habitual (y mucho menos en sentido racial alguno), sino en el significado peyorativo de siniestro con que hablamos de la novela negra o de un negro porvenir y que los autores regeneracionistas usaban para referirse a la España negra como el compendio de nuestras más tenebrosas tradiciones.
De la palabra latina mores (costumbres) procede nuestro término moral. El conjunto de las costumbres y normas de un grupo o una tribu constituye su moral. Cosa muy distinta es la ética, que es el análisis filosófico y racional de las morales. Mientras la moral puede ser provinciana, la ética siempre es universal. Desde un punto de vista ético, lo importante es determinar si una norma es justificable racionalmente o no; su procedencia tribal, nacional o religiosa es irrelevante. La justificación ética de una norma requiere la argumentación en función de principios generales formales, como la consistencia o la universalidad, o materiales, como la evitación del dolor innecesario. Desde luego, lo que no justifica éticamente nada es que algo sea tradicional.
Algunos parecen incapaces de quitarse sus orejeras tribales a la hora de considerar el final del maltrato público de los toros. No les importa la lógica ni la ética, el sufrimiento ni la crueldad, sino sólo el origen de la costumbre. La crueldad procedente de la propia tribu sería aceptable, pero no la ajena. En cualquier caso, y contra lo que algunos suponen, ni las corridas de toros son específicamente españolas ni los correbous (o encierros) son específicamente catalanes. De hecho, ambas salvajadas se practicaban en otros países de Europa, como Inglaterra, antes de que la Ilustración condujera a su abolición a principios del siglo XIX.
Siempre resulta sospechoso que una práctica aborrecida en casi todo el mundo sea defendida en unos pocos países con el único argumento de ser tradicional en ellos. Aparte de España, las corridas se mantienen sobre todo en México y Colombia, dos de los países más violentos del mundo. Otros países más suaves de Latinoamérica, como Chile, Argentina o Brasil, hace tiempo que las abolieron. Las normas más respetables suelen ser universales. Todo el mundo está de acuerdo en que no se debe matar al vecino, ni mutilar a la vecina, ni quemar el bosque, ni asaltar al viajero. Por desgracia, en muchos sitios hay costumbres locales crueles, sangrientas e injustificables, aunque no por ello menos tradicionales. De hecho, todas las salvajadas son tradicionales allí donde se practican.
Los que escribimos y polemizamos contra la práctica abominable de la ablación del clítoris de las adolescentes en variospaíses africanos recibimos con frecuencia la réplica de que nuestra crítica es inadecuada e incluso colonialista, pues no tiene en cuenta que se trata de prácticas tradicionales de esos pueblos y que las tradiciones no se pueden criticar.
Obviamente, las corridas de toros no tienen nada que ver con la ablación del clítoris, ni son comparables con ella; sin embargo, los defensores de ambas prácticas usan de modo similar el argumento de la tradición para justificarlas. La única moraleja es metodológica: la tradición no justifica nada.
Los españoles no tenemos un gen de la crueldad del que carezcan los ingleses; la diferencia es cultural. En España siguen celebrándose encierros y corridas de toros, pero no en Inglaterra (donde hace dos siglos eran frecuentes), pues los ingleses pasaron por el proceso de racionalización de las ideas y suavización de las costumbres conocido como la Ilustración.
Aquí apenas hubo Ilustración ni pensamiento científico, ético y político modernos. Muchos de nuestros actuales déficits culturales proceden de esa carencia.
A los enemigos de los toros, es decir, a los defensores de las corridas, una vez gastados los cartuchos mojados de las excusas analfabetas, como que el toro no sufre, sólo les quedan dos argumentos: que las corridas son tradicionales y que su abolición atentaría contra la libertad.
Ya hemos visto que la tradición no es justificación de nada. La tortura pública y atroz de animales inocentes (y además rumiantes, los más miedosos, huidizos y pacíficos de todos) es una salvajada injustificable, y como tal es tenida por la inmensa mayoría de la gente y de los filósofos, científicos, veterinarios y juristas de todo el mundo.
Cuando, en el Parlamento de Cataluña, Jorge Wagensberg mostraba uno a uno los instrumentos de tortura de la tauromaquia, desde la divisa hasta el estoque, pasando por la garrocha del picador y las banderillas, y preguntaba: «¿Cree usted que esto no duele?», un escalofrío recorría el espinazo de los asistentes.
Queda el argumento de la libertad, basado en la incomprensión del concepto y en la ausencia de cultura liberal. La libertad que han propugnado los pensadores liberales es la de las transacciones voluntarias entre seres humanos adultos: dos humanos adultos pueden interaccionar entre ellos como quieran, mientras la interacción sea voluntaria por ambas partes y no agredan a terceros. Ni la Iglesia ni el Estado ni ninguna otra instancia pueden interferir en dichas transacciones voluntarias.
Ningún liberal ha defendido un presunto derecho a maltratar y torturar a criaturas indefensas. De hecho, los países que más han contribuido a desarrollar la idea de la libertad, como Inglaterra, han sido los primeros que han abolido los encierros y las corridas de toros. Curiosamente, y es un síntoma de nuestro atraso, la misma discusión que estamos teniendo ahora en España y sobre todo en Cataluña ya se tuvo en Gran Bretaña hace 200 años. Los padres del liberalismo tomaron partido inequívoco contra la crueldad. Ya entonces, frente al burdo sofisma de que, puesto que los caballos o los toros no hablan ni piensan en términos abstractos se los puede torturar impunemente, el gran jurista y filósofo liberal Jeremy Bentham señalaba que la pregunta éticamente relevante no es si pueden hablar o pensar, sino si pueden sufrir.
En vez de crear el partido liberal moderno del que carecemos y de formular una política económica alternativa a la del Gobierno, los dirigentes del Partido Popular se ponen a correr hacia atrás, se enfundan la montera y el capote, pontifican que el mal cultural de las corridas de toros es un bien cultural e invocan las esencias de la España negra para tratar de arañar un par de votos, sin darse cuenta de que a la larga pueden perder muchos más con semejante actitud.
Esperanza Aguirre cita a Goya en primer lugar de sus referencias culturales favorables a la tauromaquia. Lo mismo podría haber acusado a Goya de estar a favor de los fusilamientos, pues también los pintaba.
No le vendría mal repasar los grabados de Goya sobre la tauromaquia para encontrar la más demoledora de las críticas a esa práctica. Las series negras de los disparates, los desastres de la guerra y la tauromaquia nos presentan el más crítico y descarnado retrato de la España negra, un mundo sórdido, oscuro e irracional de violencia y crueldad, habitado por chulos, toreros, verdugos, borrachos e inquisidores.
Goya se fue acercando a las posiciones de los ilustrados, como Jovellanos, partidarios de la abolición de los espectáculos taurinos. Y si acabó exiliándose a Francia y viviendo en Burdeos fue por su incompatibilidad con el régimen absolutista («¡vivan las cadenas!») de Fernando VII, enemigo de la inteligencia, restaurador de la censura y la Inquisición, creador de las escuelas taurinas y gran promotor de las corridas de toros.
Jesús Mosterín es profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC
Totalmente de acuerdo.
Aunque, sin los conocimiéntos culturales de este señor.
Comparto totalmente sus argumentos