Javier Goñi.Babelia.31/12/2011.
La escuela debe de preparar para amar las disciplinas y la Universidad tiene la misión de formar hombres cultos
En Navidad parece obligado asistir a alguna entrañable función de villancicos infantiles y escuchar a esos angelitos cariacontecidos que, con ademán de autómatas alienados, cantan que a san José le han robado los calzones. Con todo, hay otra escena que juzgo aún más desconcertante. Me refiero a la costumbre de amenizar los cumpleaños de nuestros hijos con una piñata. La rompe de un bastonazo el pequeño protagonista de la fiesta, los dulces se derraman y los chavales se arrastran tristemente por el suelo: a la vista de los regocijados padres, culebrean con avidez, luchan a codazo limpio por acumular, empujan y tiran de alguna posesión discutida y al final se retiran a un rincón para el recuento del botín. Una exacta metáfora de la avaricia competitiva del mercado, al cual no tardarán en incorporarse esos rapiñadores de golosinas. A la vista de las recientes reformas educativas, tardarán cada vez menos.
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El mercado tiende a reducir al hombre a servidumbre (léase consumidor acrítico) y, por ello, conviene estar en guardia
Ortega y Gasset dijo que las universidades deben cumplir tres misiones: enseñar una profesión, preparar investigadores y formar hombres cultos. Los bienes involucrados en cada una de ellas son distintos: se aprende una profesión por razones prácticas y en función de su utilidad social; la investigación académica persigue el conocimiento teórico; ser culto es un imperativo emparentado con la propia dignidad de ciudadano. Un buen sistema universitario debería saber conjugar los tres bienes de forma armónica y equilibrada.
Una minoría de estudiantes, tras obtener un título, permanece en la universidad desempeñando funciones académicas de docencia y de investigación. La inmensa mayoría busca colocación en el mercado laboral (empresas o Administraciones públicas). Y todos, idealmente, habrían de ser personas cultivadas. En este punto la Universidad continúa la labor de las escuelas. Sería deseable que éstas cumplieran al menos dos nobles cometidos: inculcar al niño hábitos cívicos de convivencia (el aula como laboratorio de la ciudad) y trasmitirle amor.
Sí, amor: amor por las disciplinas mucho más que conocimiento positivo de ella. Durante los años escolares no hay tiempo para que el pupilo asimile siquiera los rudimentos de literatura, lengua, matemáticas o física, pero si «ha aprendido a aprender» enamorándose de estas asignaturas, dispondrá del resto de su vida, y en particular los años universitarios, para profundizar autonómamente en ellas. Y así, la intimidad desinteresada con estos saberes acabará decantando en esa conciencia una visión del mundo bien articulada a partir de la cual estimar los muchos logros de la sociedad en la que vive y también criticar, cuando procede, sus desviaciones y excesos.
Las actuales reformas «a la boloñesa» de la Universidad española postergan temerariamente la misión de formar hombres cultos en beneficio exclusivo de la preparación de profesionales. Oímos que la Universidad ha estado demasiado alejada del mundo laboral y que lo prioritario ahora es crear puentes con la empresa. Por eso los nuevos planes prevén pocos años de estudio para obtener un título universitario, conocimientos técnicos especializados y aplicados, y muchas prácticas desde el primer curso. Mutilada la Universidad de su misión educativa, el resultado previsible será la producción industrial de una masa abstracta de individuos preordenados para competir y producir, tan hipercompetentes como incultos, autómatas como los niños cantores de villancicos, ávidos consumidores de escasa civilidad como los del cumpleaños. Empezarán a trabajar antes que nunca y se jubilarán más tarde que nunca, lo que, privados de conciencia crítica, romos en su visión del mundo, asegura más de medio siglo de dócil mansedumbre a las leyes del mercado, diciéndose a sí mismos lo que el cínico personaje de Galsworthy en su novela La saga de los Forsyte: «¿De qué le sirve al hombre salvar su alma si pierde sus propiedades?».
Lo más chusco del asunto es que precisamente lo inútil, lo desinteresado, la curiosidad errática y sin objetivo fijo, las horas infinitas aplicadas al cuidado de sí sin mira de rentabilidad, la mocedad extraviada y enamorada, todos esos ingredientes del otium activo contrapuesto al neg-otium tendrán a la postre un efecto positivo en el universitario que busca trabajo porque servirán para distinguirlo, entre aquella masa indistinta, con un perfil individualizado más atractivo para las empresas. De manera que los jóvenes deberían integrarse no antes sino después en la economía productiva, lo más tarde que puedan permitirse, emulando a esos jóvenes ingleses del siglo XVIII que hacían el grand tour durante años por Europa para acumular experiencias y refinar su buen gusto antes de ocupar una posición en el mundo. Claro que el mozo vuelve hecho un espíritu libre y eso comporta riesgos. Lewis Rayce, protagonistas de uno de los relatos de Vieja Nueva York, de Edith Wharton, lo sufrió en sus propias carnes. Cuando mostró la colección de cuadros que había reunido tras errar dos años por Europa, su padre, un autoritario hombre de negocios, lo desheredó. En lugar de comprar un Giulio Romano o un Salvadore Rosa, a la moda en 1840, había reunido pinturas de unos desconocidos Mantegna, Giotto y Piero della Francesca. Su exquisito gusto estético fue una desgracia para él, que murió deprimido, pero, años más tarde, su familia, venida a menos, se hizo inesperadamente rica con su incomparable colección de primitivos italianos.
Hoy que viajamos a lugares remotos del planeta en vuelos low cost y la tecnología nos pone en contacto con todas las tendencias culturales, ese grand tour debería ser un viaje más interior que exterior hacia las profundidades de la propia intimidad destinado a apropiarse del propio yo y hacer de él una materia menos controlable, menos dócil, más resistente a la voz autoritaria. Nada en contra del mercado, ¡faltaría más!, cuando sabe servir al ciudadano: también a mí me gustan las golosinas. Pero como tiende a reducir al hombre a servidumbre (léase consumidor acrítico), conviene estar en guardia.
Protesto contra una universidad que parece haber sustituido aquel antiguo lema de la academia platónica «nadie entre aquí que no sepa geometría» por este otro: «Prepárate para la gran piñata».