Esteban de Manuel Jerez
¿Qué lecciones podemos extraer de la crisis? Y sobre todo, ¿cómo salir de ella? ¿hacia dónde dirigirnos? ¿Qué podemos hacer si es que podemos hacer algo? Creo que estas preguntas nos las estamos haciendo la mayoría de los ciudadanos en España y en gran parte de Europa y Estados Unidos. En toda situación de dificultad y de amenaza es fundamental comprender por qué nos hemos visto abocados a ella, aprender de los errores que nos hayan podido conducir a esta situación y tener una estrategia que nos permita salir, cuanto antes, y con paso firme. Nos hace falta una correcta visión e interpretación y un buen plan de acción. Las gafas con las que miramos la realidad condicionan lo que vemos de ella. Y estas gafas son nuestros esquemas mentales, nuestras teorías, nuestra forma de ver la realidad. Aquí, probablemente, radica la principal dificultad. Si las gafas con las que miramos la realidad son defectuosas, son cortas de mira, nos pasará que esta crisis nos habrá pillado por sorpresa, que no entenderemos gran cosa, y que pensaremos que lo mismo que entramos en ella sin hacer nada, fruto de una coyuntura exterior, saldremos automáticamente de ella o aplicando recetas, cuando menos de dudosa eficacia que nos permitan recuperar la confianza de los mercados. En vista de que ni nuestros gobernantes, ni los partidos mayoritarios en la oposición, ni los medios de comunicación, ni los vigilantes de la economía mundial (bancos centrales, Fondo Monetario Internacional, Agencias de Calificación de Riesgos) han sido capaces de ver venir esta crisis y de que están dando palos de ciego para sacarnos de ella, deberíamos sospechar seriamente de las gafas que llevan puestas. ¡Necesitamos mandarlos urgentemente al oculista! En ciencia diríamos que el paradigma de conocimiento con el que se han venido manejando ha demostrado su falsedad y que es preciso cambiarlo rápidamente por otro. Este paradigma de conocimiento es principalmente el paradigma liberal, o neoliberal, de la economía y la política. Parte de la creencia de que los mercados se autorregulan y que el Estado debe cederles toda la iniciativa y privatizar la banca pública, las empresas públicas, los servicios públicos y los sistemas de protección social, los planes de pensiones. La caída del sistema colectivista de organización de la economía pareció dar la razón a esta forma de ver las cosas y en un momento de euforia Fukuyama pudo escribir que ya habíamos llegado al final de la historia, que la forma de organizar la economía y la política, basadas en el libre mercado sin regulaciones por el estado y la democracia liberal representativa, eran el estadio final de la evolución humana, de modo que el futuro ya estaba aquí. Sin embargo tanto el paradigma liberal como el colectivista estatista han ignorado algo tan evidente como que la actividad económica, la producción de bienes y servicios y su distribución se producen en un mundo finito, con materiales finitos, con agua finita, con fuentes de energía finitas (petróleo, carbón, uranio). En este ambiente de euforia el pensamiento neoliberal ha pasado por alto las consecuencias que podría traer la creciente separación y dominio absoluto de la economía financiera, virtual y especulativa, de su base real, la economía productiva. Las consecuencias de este error son dramáticas de modo que cuando el casino financiero pincha arrastra tras de sí la economía de las empresas, las familias y los estados. Y lo que es más perverso, cuando ese sistema financiero es rescatado con fondos públicos, vuelve a coger su dinámica especulativa y encuentra como último filón de negocio la especulación con la deuda pública, con lo que alimenta el círculo vicioso que impide a la economía real salir de la recesión. Todo esto es evidente si nos quitamos las gafas neoliberales pero algunos llevan tanto tiempo usándolas que les da pánico hacerlo.
Pero no sólo nos enfrentamos a una crisis financiera. Simultáneamente nos encontramos con una crisis de escasez de las materias primas (alimentos, minerales estratégicos) y la energía (el petróleo y el gas principalmente), consecuencia de que la demanda de las mismas supera la oferta, algo que va a acarrear consecuencias económicas especialmente dramáticas para una economía global que ha sido subvencionada por un petróleo barato que mueve las mercancías de un lado a otro del mundo, facilitando una deslocalización de la producción de bienes manufacturados y alimentos básicos. Algo que va a ser difícilmente sostenible cuando el petróleo se dispare de precio en breve. Además el propio carácter especulativo de la economía, que busca la ganancia fundamentalmente en los mercados de futuros, encuentra su negocio justamente en los precios futuros de aquello que va a escasear. Ya hemos podido asistir a escaladas especulativas con los precios del trigo y otros alimentos básicos (incrementando el hambre entre la población que vive bajo el umbral de la pobreza) y con el propio petróleo (provocando la duplicación del precio del barril de petróleo en 2009).
Esta segunda dimensión de la crisis, mucho más profunda aunque mucho menos visible en el debate, es tanto más devastadora cuanto que afecta a las propias bases del paradigma dominante en economía y política. Tanto el paradigma, liberal como el colectivista, confunden desarrollo con crecimiento. Ambos son productivistas, su ideal es el crecimiento indefinido del Producto Interior Bruto. Ideal utópico e irrealizable. De modo que hoy, para salir de la crisis, sería preciso según ellos, volver a toda costa a la senda del crecimiento para retornar a la situación anterior a la crisis como si no hubiera pasado nada. Pero, ¿es eso posible? ¿Podemos crecer indefinidamente, ya sea en altura o en anchura? ¿Podemos seguir engordando? ¿Es necesario crecer y engordar para desarrollarnos? Y, más todavía, ¿en qué momento del crecimiento vendrá el reparto, la justa distribución de bienes necesarios para la vida, para una vida buena, entre todos los seres del planeta. Hace varias décadas que convivimos con el hambre de más de mil doscientos millones de habitantes y con tasas de paro que dejan fuera del mercado a buena parte de la población. Hay que crecer para luego repartir, nos dicen unos. O, que cada palo aguante su vela, cada uno tiene lo que se merece, nos dicen otros. Y mientras la ignominia sigue y millones de seres humanos mueren cada año de hambre y enfermedades evitables, en la era de la globalización. Y millones de personas se ven fuera de la sociedad, sin trabajo. ¿cuándo llegará la globalización de la justicia, de los derechos, de la seguridad alimentaria, de los servicios básicos de salud, educación, de agua y techo, para todos? Ni la naturaleza ni la justicia social pueden esperar. Ya hemos superado la capacidad de la Tierra de recuperarse de las consecuencias de su explotación. Nuestra huella ecológica es ya superior al tamaño de nuestro planeta. Y aún hay miles de millones de personas que no tienen lo suficiente para vivir. Ya hemos superados los límites de injusticia social e inequidad aceptables y estos, lejos de disminuir no dejan de aumentar. Necesitamos cambiar de paradigma.
Es falso pensar que primero tengamos que crecer para luego ocuparnos de reparar la naturaleza e introducir equidad social. Tenemos que cuidar de la naturaleza y de los seres humanos en el propio camino del desarrollo. El mito del crecimiento es sólo eso, un mito. Y está fundado en supuestos falsos Pero ¿no tenemos unas gafas mejores que nos permitan ver las cosas de manera más ajustada a la realidad? ¿Y si las tenemos por qué no nos las ponemos? La respuesta afortunadamente es sí. Hace más de cuatro décadas que las estamos fabricando y poniendo a punto. El paradigma ecológico, surgido de la biología, nos permite tener una visión global, contextual, compleja, interrelacionada y sistémica de la realidad. Es aplicable a todas las áreas de conocimiento y esto ha permitido fundamentar un paradigma ecológico de la economía, la ecología social, la agroecología, la arquitectura bioclimática y la bioconstrucción, la ecología política, un nuevo paradigma de salud, de educación, etc. Con esas gafas se han puesto en marcha multitud de experiencias, de brotes verdes esperanzadores.
Este paradigma nos permite recuperar algo que habíamos olvidado, que la actividad económica debe sustentarse en los recursos del territorio próximo, en primera instancia, y del planeta, estableciendo una producción y unas pautas de consumo coherentes con esta evidencia. No podemos gastar más energía de la que somos capaces de producir de forma renovable. Hemos vivido subvencionados con la energía fósil almacenada pero la subvención se está acabando, la demanda creciente de energía ya no va a poder ser satisfecha incrementando la producción. Y de paso hemos encendido la estufa a tal potencia que nos vamos a cocer en nuestro propio jugo con unas consecuencias sociales, económicas y políticas imprevisibles. El productivismo industrial nos ha hecho engordar, nos ha acarreado problemas de salud, y ha devastado la vida del planeta, su biodiversidad, al tiempo que ha generado desigualdades extremas, insoportables. El paradigma ecológico contempla la actividad humana, toda actividad humana, en interacción con la naturaleza. Y de la observación de la naturaleza no extrae el principio de competitividad como la máxima social a seguir sino la cooperación y la fraternidad. El paradigma liberal considera que el hombre es un lobo para el hombre, y aunque una minoría actúa en consecuencia, afortunadamente la mayoría no. Hace tiempo que habríamos desaparecido si todos fuéramos lobos. Cooperamos, nosotros y el resto de los seres vivos, mucho más de lo que competimos, aunque con las gafas que nos han puesto nos cueste verlo. Pero ante el panorama al que nos enfrentamos, o incrementamos la cooperación y la solidaridad para que los famélicos dejen de estarlo y los obesos se pongan a dieta y todos tengamos buena salud, o vamos a un periodo de barbarie, luchando todos contra todos ante unos recursos cada vez más escasos.
Estamos asistiendo al final de la civilización industrial y con dolores de parto entrando en una nueva. Tenemos dos escenarios posibles. O tratar de recuperar la senda que nos ha conducido a esta crisis y seguir negando la evidencia, hasta que nos estrellemos de forma violenta, como les pasó a los confiados tripulantes del Titanic, o cambiar de rumbo, iniciar la gran transición hacia una nueva civilización más sabia, en su relación con la naturaleza y entre los seres humanos. Esta gran transición, como siempre, sólo será posible de abajo a arriba, empujando desde la sociedad. Cada uno puede iniciar su dieta de adelgazamiento saludable para vivir mejor con menos cosas y más tiempo, de más calidad. Necesitamos impulsar y multiplicar los proyectos emprendedores, de forma cooperativa, que pongan en marcha una economía social y ecológica, generando empleos verdes, en energías renovables, agricultura ecológica, bioconstrucción y rehabilitación ecoeficiente, creando redes de comercio justo, de proximidad, potenciando actividades orientadas a los cuidados, creando iniciativas educativas innovadoras que nos ayuden a ver mejor, a comprender mejor, a ser más creativos y emprendedores, potenciando la economía del reciclaje, de la reparación, la restauración, de la cultura, del ocio, creando y apoyando bancos que canalicen nuestros ahorros al impulso de esta nueva economía en lugar de jugárselos en el casino. Las semillas y los brotes verdes ya están surgiendo por todas partes. Pero necesitamos apoyarlos, regarlos y cuidarlos desde las instituciones. Esto nos lleva a repensar el papel del Estado. Hoy necesitamos un estado ni famélico ni obeso, sino fibroso, al lado de los ciudadanos, liderando la gran transición, la modernización de la ecoeficiencia. Impulsando la investigación y la transferencia de conocimiento, la educación orientada a comprender y afrontar los retos del futuro desde una ética cívica republicana actualizada. Cada uno de nosotros puede y tiene que hacer mucho, cada cual desde sus posibilidades y oportunidades, en el plano individual, comunitario y en la vida pública. Para eso la gran transición tendremos que hacerla también en el plano político, hacia una democracia participativa, en la que todos contemos y seamos tenidos en cuenta en la toma de decisiones sobre las cuestiones públicas que nos afectan. No podemos estar a merced de los lobos, de los “mercados financieros”. No podemos resignarnos a eso, no podemos permitírnoslo. La gente de los pueblos lo sabe. El estado hoy debe representarnos frente a los intereses del capital especulativo, no claudicar ante él. Y para ello habrá que repensar y reconstruir las instituciones mundiales para gestionar de forma democrática esta gran transición que será mundial o no será.