Rafael Argullol.EL Pais04/03/2012.
Las palabras, no nos engañemos, son importantes y, a menudo, son más valiosas que mil imágenes. Y cuando las palabras ocupan el escenario público hay que estar muy atento porque pueden representar un espejo de la época en el que, voluntaria o involuntariamente, nos reflejamos todos. Yo, por mi parte, estoy fascinado con esa terminología, cada vez más inevitable, que invita a considerar a la humanidad como una pura mercancía. No es que crea que en otras épocas era diferente, pero religiones, ideologías y doctrinas políticas convertían en brumoso lo que ahora se presenta como nítido y sin tapujos. Las cosas están claras, al menos si atendemos al significado de las palabras.
A este respecto, hace poco, me llamó la atención que el nuevo gobierno del Partido Popular se lanzara en tromba a defender la honorabilidad de los deportistas españoles, frente a los sarcasmos de un programa de la televisión francesa, no apelando a las esencias patrias, como hasta hace poco hubiera correspondido a un gobierno conservador, sino defendiendo la «marca España». Varios ministros, y me parece que también el presidente del gobierno, se mostraron preocupados por las repercusiones que podían tener estas insidias en el aprecio de la «marca España» en el extranjero, y proclamaron la arbitrariedad de los tribunales deportivos internacionales, en los mismos días, todo hay que decirlo, en que se manifestaba el apoyo al criterio de los tribunales nacionales en el asunto Garzón. Gracias a la apología del deporte español nos enteramos que los Contador, Nadal, Gasol, etc., eran los embajadores de la «marca España», y que cualquier atentado a su dignidad se transformaba automáticamente en un desastre para todos los ciudadanos. No sorprendía, por supuesto, la ausencia de científicos o artistas, algo a lo que estamos acostumbrados, sino la insistencia en la marca registrada.
Obviamente esto no es una exclusiva del gobierno conservador. Como barcelonés estoy harto de escuchar hablar del éxito mundial de la «marca Barcelona», algo a lo que se alude con gran complacencia, aunque sea la señal inequívoca de que hemos sustituido la ciudad por un reclamo comercial. A raíz de la nueva singladura olímpica que se pretende, y en medio de la incertidumbre y el escepticismo económicos, he leído repetidamente que el esfuerzo afianzará la «marca Madrid», aunque la ciudad no consiga ser elegida sede de las olimpíadas. En definitiva, no vivimos en países y ciudades sino en el interior de marcas registradas que deben ser potenciadas en el mundo como cualquier negocio. El lenguaje de las naciones ha sido sustituido, ya sin disimulo, por el lenguaje de los negocios.
Esto casa perfectamente con la idea de que el ser humano —e incluso ese ser humano dignificado por la libertad que es el ciudadano— es un mero átomo del universo comercial. En la misma medida en que hablamos del Mercado (así, en mayúsculas) como si habláramos de un dios que todo puede decidirlo o de un ente suprahumano del que todo depende, también hablamos de los seres humanos como criaturas emanadas de aquella instancia todopoderosa. A nadie se le ocurriría en la actualidad algo tan rancio como escribir que China está poblada por 1.200 millones de almas y, no obstante, leemos todos los días, sin inmutarnos, que los chinos son 1.200 millones de eventuales consumidores. Hasta hace poco emigraban personas o, en ocasiones, «cerebros»; la actual sangría de miles de universitarios que buscan trabajo en otros países es calificada, una y otra vez, de pérdida de «capital humano». El lenguaje del negocio ha invadido todas las otras esferas, de modo que la propia humanidad en su conjunto es un mero negocio.
Todo esto carecería de importancia si no fuera porque las palabras siempre son significativas de la existencia que las rodea. En el momento en que aceptamos la reducción del lenguaje al lenguaje comercial se destruye por completo nuestra libertad de crítica y lo que, en circunstancias medianamente serenas, podría parecer alarmante y grotesco se convierte en lógico y natural.
Estos días estamos asistiendo a un espectáculo que demuestra lo anterior hasta límites insospechados. Barcelona y Madrid, o la «marca Barcelona» y la «marca Madrid», se han lanzado a una esperpéntica pugna por conseguir que se instale en sus dominios una suerte de Las Vegas europea. Para conseguir el negocio, que tiene que generar no sé cuantos millones de puestos de trabajo, las autoridades de ambas marcas no dudan en tratar a cuerpo de rey y llenar de deferencias a un tipo que parece salido directamente de las películas de Scorsese, llamado Sheldon Adelson, del que hemos aprendido que es el gran magnate de los casinos. Cuando nos fijamos en la letra pequeña también nos enteramos que el señor Adelson, presidente del conglomerado Las Vegas Sands, es un individuo inquietante, sospechoso de relaciones mafiosas e investigado por las autoridades federales norteamericanas. No se necesita ser un genio de la ética ni haber residido una temporada en Las Vegas ni ser un experto en cine negro para sacar conclusiones sobre el mundo construido por ese personaje que tan bien quedaría en un film de Scorsese o en la trilogía de Coppola.
Sin embargo, nuestras autoridades se niegan a sacar conclusiones y con una demagogia propia de los antiguos tribunos de la plebe, y no de los representantes democráticos de los ciudadanos, apelan únicamente al sinnúmero de puestos de trabajo que nuestra Las Vegas local va a proporcionar. Los argumentos son los mismos que los que se han utilizado para empujar a poblaciones azotadas por el paro para que se sientan satisfechas al lado de cementerios nucleares o escudos antimisiles. Sólo que en este caso todo es más perverso y a lo grande. La «marca Barcelona» y la «marca Madrid», los territorios más potentes de la «marca España», en lugar de afrontar el real desafío de fomentar el trabajo mediante la creatividad y el conocimiento, se deslizan por lo más cómodo, por lo que puede fomentar más fáciles expectativas y, con una ceguera propia de demagogos, por lo inmediatamente más rentable, sin contar para nada la experiencia reciente de nuevoriquismo y corrupción. La orgía de la construcción, por cierto, proporcionó centenares de miles de puestos de trabajo, luego destruidos de manera multiplicada.
Ya hubo un Las Vegas nonato en Los Monegros y otro, fallido, en La Mancha, pero ahora la militancia en el seno del esperpento es tan grande que incluso —se dice— se piensan modificar leyes, o hacer excepciones, para contentar al emperador de las tragaperras, el cual exige, en un gesto muy norteamericano que hubiera encantado a Graham Greene, que las poblaciones muestren entusiasmo hacia su bondadoso proyecto. Y verdaderamente algunos políticos han demostrado tanto entusiasmo que ya no solo ven al personaje de Scorsese como el más imprescindible de los filántropos, creador de innumerables puestos de trabajo, sino un auténtico adalid de los valores tradicionales, algo que se demuestra con la aportación de 10 millones de dólares que el señor Adelson ha realizado para la campaña electoral del reaccionario Newt Gingrish. De acuerdo con estas voces los casinos, como todo el mundo sabe, ya no están vinculados a la mafia, la droga y la prostitución sino a dulces excursiones familiares en la que los niños aprenden a jugar bajo la cómplice mirada de los progenitores. Quizá no tendremos buenos científicos pero tendremos maravillosos crupiers. Hagan juego, señores, hagan juego.
Lo malo de pensar a la yanqui, en su patética versión cañí, es cuando pasan los efectos de las triunfales noches de fulanas y farlopa:
http://www.youtube.com/watch?v=UItTWzXIYrk