Reproducimos a continuación una entrevista oralmente registrada que el pasado 12 de diciembre de 2012 realizaron en la ciudad de La Habana Abel Sánchez y Jesús Adonis Martínez a Antoni Domènech para la revista cubana La Jiribilla. La entrevista se publicó efectivamente en La Jiribilla, sin que el entrevistado, como estaba en cambio previsto, tuviera ocasión de revisarla para corregir errores, redundancias o malentendidos. Ahora se publica en SinPermiso con las respuestas mínima pero debidamente revisadas. SP.
La lucidez incisiva del filósofo Antoni Domènech, así como su humor punzante y espejuelillos redondos, hacen recordar, por un momento, a Pío Baroja. Pero Baroja era vasco y anarquista, mientras Domenech es marxista y catalán. De hecho, se considera un socialista sin partido y su principal clásico político es Karl Marx. De joven militó en la resistencia antifranquista, estudió Filosofía y derecho en la Universidad de Barcelona, es autor de numerosos libros sobre ciencias sociales y políticas, así como editor general de la revista de política internacional Sin Permiso. Domenech se considera socialista y partidario de la democracia a todos los niveles: ¿qué es el socialismo sino democracia económica?, se pregunta. Tal vez por eso fue invitado a venir a La Habana para participar en un debate sobre la libertad convocado por Alfredo Guevara como actividad colateral del 34 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Allí lo entrevistamos Abel Sánchez y Jesús Adonis Martínez, para La Jiribilla:
Al hablar del devenir del socialismo originario de finales del siglo XIX y principios del XX, se plantean dos tendencias: una que derivó en la socialdemocracia, con un carácter más reformista, y por el otro, un socialismo revolucionario con una actitud más drástica en lo concerniente al cambio social y que luego se coaguló en lo que hoy se conoce como el «socialismo real». ¿Dónde se ubica Ud., en el actual contexto europeo, teniendo en cuenta estos dos caminos que tomó el socialismo? Y más: ¿Desde dónde mira Ud. el mundo?
Empecemos diciendo que Lenin fue socialdemócrata la mayor parte de su vida y Rosa Luxemburgo lo fue hasta su muerte. Lenin, por motivos interesantes y justificados hasta cierto punto, consideró que no valía la pena seguir llamándose socialdemócrata luego de la gran traición probelicista de la socialdemocracia mayoritaria y ortodoxa en 1914-1918. Es interesante percatarse de que, antes de la Primera Guerra Mundial, nadie había concebido la idea de un socialismo estatista. La tradición marxista era profundamente antiestatista. Hubo algo que se llamó «socialismo de Estado» bajo la monarquía Guillermina. Los «socialistas de cátedra» alemanes tenían la idea de hacer una especie de socialismo estatista a partir de lo que Max Weber había considerado –con razón— «la burocracia más eficiente del mundo», o sea, mediante una especie de ejército de funcionarios probos y muy competentes, llegar controlar administrativamente el grueso de los resortes de la vida económica capitalista. La socialdemocracia, particularmente Rosa Luxemburgo, siempre fue especialmente crítica con esta concepción; decía que sería peor que el capitalismo tradicional competitivo, porque significaría la explotación/opresión de los trabajadores por los burgueses y, además, su explotación/opresión por un Estado autoritario.
Todo el mundo pensaba que los socialistas estatistas alemanes estaban locos; nadie creía en el cambio de siglo que fuese posible una intervención burocrático-administrativa a gran escala en los resortes básicos de la asignación de los recursos económicos. La Primera Guerra Mundial fue muy aleccionadora, y las dos personas que sacaron más enseñanzas fueron Lenin y John Maynard Keynes. Este último, era un miembro inteligente del ala izquierda del Partido Liberal británico y Lenin era un marxista socialdemócrata muy ortodoxo que pensaba en la abolición del Estado. Como buen marxista ortodoxo creía que el Estado era un horror y que la dictadura del proletariado sería algo transitorio, a imagen y semejanza de lo que fueron las dictaduras de impronta romana clásica: un dictador republicano que se hace con el control de la situación por unos meses en período de guerra civil y luego devuelve el poder al pueblo (al Senado), con la obligación de rendirle cuentas de lo hecho.
Sin embargo, en la Primera Guerra Mundial pasó algo formidable: una guerra que tenía que haber durado muy poco según los planes del Estado Mayor alemán —que eran magníficos, técnicamente hablando— se prolongó durante casi cuatro años porque el plan falló y, para colmo, terminó perdiéndola Alemania. A pesar de eso, todo el mundo quedó muy sorprendido de que ese país pudiera mantenerse en pie durante cuatro años en los dos frentes de guerra, con voluntad de combate y sin que se hundiese su economía. Durante el conflicto, se puso en práctica por primera vez la teoría de que era posible intervenir administrativa y burocráticamente en la economía a gran escala y sustituir los resortes del mercado en la asignación de recursos básicos. Era verdad, como dijo Weber, que tenían la mejor burocracia del mundo. Eso impresionó a todos, y muchos tomaron nota.
El primero fue Lenin, quien a partir de 1917, cuando ve que tiene alguna posibilidad de subir al poder, no lee otra cosa que a los economistas guillerminos. Keynes hizo lo mismo desde el otro lado del Canal. Ambos estudiaron con detenimiento el caso como uno de los grandes experimentos económicos de la historia, tal vez el mayor experimento económico realizado hasta esa fecha.
Pero después de casi un siglo de aquella Primera Guerra Mundial, las ideas de los dos –Keynes y Lenin– no parecen estar vigentes en el mundo de hoy. Al menos, no como proyectos político-económicos vivos. ¿Qué ha pasado?
Bueno, yo no estaría tan seguro de eso. Cuando Lenin toma el poder, no lo hace pensando que los bolcheviques se van a perpetuar mucho tiempo. Nadie imaginaba en 1917 que los bolcheviques se iban a consolidar en el poder y comenzarían a «construir» (¡horrísona palabra!: Marx y Engels hablaban más propiamente de «realizar») el «socialismo en un solo país». El cálculo de Lenin y Trotsky —los dos grandes dirigentes bolcheviques; Stalin era un oscuro burócrata de provincia con cierto talento para la intriga—, cuando negocian la paz por separado en Brest-Litovsk con los alemanes, era que, inmediatamente después del fin de la guerra, comenzarían revoluciones en cadena en Alemania e Italia, los laboristas tomarían el poder en Gran Bretaña, algo extraordinario ocurriría con la tercera república francesa… Ellos creían haber abierto el paso para la transición y la realización del socialismo en todos los grandes países industriales.
Pero ese cálculo falló. En Italia, lejos de tomar el poder el movimiento obrero, éste fue golpeado por el fascismo y Mussolini accedió al poder en 1922. En Alemania no hubo revolución, sino la República de Weimar, con los dos partidos socialdemócratas, el de derecha y el de izquierda, en el poder, pero sin voluntad –o sin talento— para hacer cambios revolucionarios radicales. En Austria pasó algo parecido. En Hungría hubo contrarrevolución… Cuando muere Lenin (1924), el capitalismo se ha estabilizado.
Por otra parte, aquella idea de Stalin de que se puede «construir el socialismo en un solo país» atrasadísimo industrialmente no es marxista ni leninista. Lo que Stalin puso por obra (a partir de 1928) fue un despotismo expropiador de las masas para industrializar el país y convertir a la URSS en una gran potencia capaz de resistir el bloqueo occidental. Este es el origen del «socialismo real», el cual no tiene nada que ver con el marxismo originario, ni siquiera con Lenin.
Bien; ¿qué queda del «giro estatista» de Lenin y de Keynes? Una cosa que deben tener presente todos los jóvenes anticapitalistas es que no hay que creerse las fábulas neoliberales que tienden a separar, como realidades disjuntas, «Estado» y «mercado». Los mercados –hay que hablar necesariamente en plural— son realidades muy complejas, y desde luego, no hay mercados sin Estado. Todos los mercados son creaciones políticas del Estado, y muy particularmente en el capitalismo. Todos los mercados están regulados por leyes y las leyes dimanan de la soberanía política; no hay mercados no regulados políticamente.
Podemos, además, determinar la cantidad de economía pública que hay en un país. En los tiempos de Lenin y Keynes, la porción de economía pública en relación al PIB en casi todos los países de Europa no llegaba al 15 por ciento. En la Francia capitalista de hoy rondará el 60 por ciento; en los EE.UU., el 40 por ciento; en España, el 45 por ciento. Por razones poderosa que escapan a nuestra conversación actual, el capitalismo ya no puede funcionar como lo hacía en 1914, sin un Estado capaz de intervenir administrativamente a gran escala. Lo contrario son ilusiones «neoliberales», sin la menor tangencia con la realidad.
Todos usamos el término «neoliberalismo», que ha hecho bastante fortuna, pero lo cierto es que se trata de un término más bien confundente. Porque da a entender que el Estado se ha retirado de la economía, y en realidad no ha hecho eso; basta con mirar las cifras para darse cuenta. ¿Cómo funciona, de verdad, una economía capitalista? No como dicen los neoliberales o los seudomarxistas que se tragan estos cuentos. Una economía capitalista es dirigida siempre por la demanda efectiva, no por la oferta; y para que una economía capitalista actual funcione, tiene que haber un estímulo público de esa demanda efectiva agregada.
En el capitalismo socialmente reformado posterior a la II Guerra Mundial, parte de ese estímulo procedía de una constitución social, políticamente blindada, que permitía y aun estimulaba la negociación colectiva sindicatos obreros/patronal y que resultó en el crecimiento paralelo de la productividad y de los salarios reales. En eso anduvo la la socialdemocracia reformada en sentido procapitalista tras la II Guerra Mundial. Y funcionó bien por un tiempo; nunca el capitalismo fue tan estable como entre 1945 y 1980. Pero colapsó en la segunda mitad de los 70. La crisis del petróleo, el auge espectacular de los movimientos populares, de los sindicatos, de las luchas de los trabajadores, del movimiento popular vecinal, del anticolonialismo, del antimperialismo… A fines de los 60, los capitalistas llegaron a temer por la supervivencia del capitalismo, si así puede decirse; fueron grandes momentos. Pero empezaron a reaccionar. El golpe en Chile fue un aviso clave. Tenían que cambiar la situación. La situación económica de fondo, además, se complicó y quedó radicalmente alterada por el hecho de que las potencias vencidas en la II Guerra Mundial, Alemania y Japón, empezaron a convertirse en grandes potencias exportadoras, lo que trajo consigo una reducción de las tasas de beneficios de las empresas norteamericanas. Robert Brenner escribió un gran libro sobre este asunto.
Entonces, a modo de reacción, si así puede decirse, y tras distintos tanteos, vino la innovación para mí crucial del «neoliberalismo»: desacoplar la demanda efectiva agregada de los salarios reales. ¿Cómo? Financiando la demanda efectiva y el consumo popular a partir de un fraude financiero piramidal a gran escala que permitió el crédito barato. O sea, financiar la economía para que, sin aumentar los salarios reales, los trabajadores puedan comprarse coches, casas, etc. El desplome a la mitad de la tasa de afiliación sindical registrado en los países de la OCDE en las tres últimas décadas tiene que ver con eso. Algunos compañeros italianos, más propensos a la hipérbole que nosotros, han hablado de un «cambio antropológico» de la clase obrera, en el sentido de que debilitó extraordinariamente la consciencia colectiva de clase.
Hubo, en Europa y en EEUU políticas de intervención estatal que podríamos llamar de inflación de activos: cuando (casi) todo el mundo puede comprarse una casa con créditos inopinadamente baratos, los precios inmobiliarios suben; una vez que esto ocurre, la capacidad de crédito de cada cual aumenta, poniendo la propia casa revalorizada como colateral del nuevo crédito, etc. . El truco básico del neoliberalismo, en Europa y América del Norte, ha sido sustituir el incremento del salario real por el crédito barato; la inflación de activos inmobiliarios y financieros ha sido el medio. Como dicho, esa política contribuyó a la idiotización (en el sentido clásico de encapsulamiento particularista en lo propio) de la población trabajadora, la hizo más individualista, desbarató a las organizaciones obreras reformistas tradicionales al arrebatarles el propósito central (la lucha por la subida de los salarios reales): hay que recordar que los sindicatos obreros, por reformistas y moderados y «traidores» que sean, son en general instituciones hostiles al espíritu del capitalismo.
¿Financiar la demanda efectiva a partir de un fraude financiero piramidal a gran escala?
También se conoce a veces como un esquema Ponzi, por el caso real de un inmigrante italiano en EE.UU. que hizo fortuna gracias a este procedimiento: vivía en un barrio de trabajadores inmigrantes italianos, y les dijo a sus vecinos sobre poco más o menos, esto: dispongo de una caja fuerte, y si me depositaban el dinero en mi caja, les pagaré un interés mensual extraordinario, muy superior al que puede ofrecerles cualquier banco normal. Así que un montón de gente, fiándose del señor Ponzi, fue dejándole su dinero. Y se convirtió en millonario, porque todo el mundo dejaba el dinero en su caja fuerte y él simplemente pagaba los intereses de los primeros depositantes con el dinero que le iba entrando de los nuevos. Pero esto es una estafa, y siempre termina mal. En el momento en que alguien no se fía o se acaba la base de expansión natural de la base de la pirámide, todo colapsa y todo el mundo encuentra que ha perdido su dinero. Sin embargo, mientras duró, todos los vecinos del señor Ponzi se creyeron ricos, y él mismo era celebrado como un promotor de la inopinada prosperidad de la vecindad. Maddoff repitió ese mismo esquema a lo grande en Wall Street hace poco, como todo el mundo sabe. Pero en un sentido más que metafórico se puede decir quede ese tipo ha sido el esquema de financiación de la economía mundial bajo el «neoliberalismo». Muchos se creyeron ricos a base de una creación de dinero ficticio por parte de las entidades bancarias mal reguladas, y cuando todo colapsó en el 2008, fue la muerte del «neoliberalismo»: lo que queda es sólo un zombi, aunque peligrosísimo.
En un sentido global o planetario, la época «neoliberal» consistió en el paso de EE.UU. de una potencia económica excedentaria, que reciclaba su excedente merced a dos países (militarmente vencidos) pivotes en el Heartland euroasiático —Alemania, en Europa, y Japón, en Asia—, a una potencia deficitaria, consumidora en última instancia de los productos de las grandes potencias exportadoras del mundo, Alemania, Japón, los tigres asiáticos y luego China. Países que con su excedente financiaban a Wall Street y, a su vez, permitían la financiación del consumo norteamericano sobre la base de un endeudamiento gigantesco de las familias y las empresas estadounidenses y europeo-occidentales. Cuando esto colapsó, todo lo demás lo hizo. No creáis a los que os digan: China es el futuro. Tonterías. La China actual forma parte de este invento, y lo va a pasar bastante mal. Quisieron convertirse, y hasta cierto punto lo consiguieron, en la fábrica del mundo. Pero sus principales clientes eran Europa y EE.UU., y los dos se han quedado sin demanda efectiva.
En su artículo «Adam Smith y Karl Marx dialogan sobre el desplome del actual capitalismo financiero» Ud. asegura que el fracaso, tanto del «socialismo real» como del neoliberalismo, se debe a que ambas tendencias constituyeron sendas traiciones al pensamiento original de Marx, por un lado, y de Adam Smith, por el otro. ¿Cómo debería ser el nuevo proyecto de socialismo?
El Estado está aquí para quedarse. Mi clásico moral y político más importante es Marx, junto con Engels por quien siento una gran simpatía; pero es evidente que una economía como la actual no puede hacerse sin un papel muy importante del sector público. Pero si queremos ser fieles al espíritu ético-moral del republicanismo democrático clásico y del socialismo marxista clásico que se deriva de él, nuestra tarea es civilizar al Estado, democratizarlo en serio. El Estado es un monstruo burocrático a medio civilizar, porque las repúblicas democráticas que trajo a Europa el movimiento obrero después del final de la I Guerra Mundial fueron truncadas por el fascismo, por un lado, y el estalinismo, por el otro.
Por otra parte, los estados de bienestar general que se crearon después de la II Guerra Mundial resultan hoy en muchos sentidos bien simpáticos, pero las constituciones políticas que los alumbraron son menos democráticas que las constituciones de entreguerras. Por ejemplo, la Ley Fundamental de la República Federal Alemana es menos democrática que la constitución de la República de Weimar; la de la actual monarquía parlamentaria española, mucho menos democrática que la de la II República. Lo que sucedió es que la dirección principal del proceso constituyente de esas primeras repúblicas de entreguerras la tuvo el movimiento obrero, una socialdemocracia que todavía era anticapitalista, que daba mucha importancia al parlamento, al poder legislativo. Mientras que las constituciones de posguerra, cualesquiera que fueran sus otras virtudes, limitaron la capacidad de los parlamentos para hacer reformas económicas a fondo (así como para desplegar políticas exteriores independientes).
El «neoliberalismo» es también un intento por destruir las conquistas democráticas del movimiento obrero del siglo XX y su obra civilizadora del Estado, del poder público institucionalizado. Un intento desbaratar la soberanía nacional de los pueblos, de echar por tierra las leyes más democráticas, señaladamente el derecho laboral democrático, núcleo articulante de la constitución social y económica. En EE.UU. y Europa estamos viendo intentos no demasiado disimulados de subversión plutocrática y tecnocrática de las repúblicas. La Corte Suprema de los EE.UU. ha autorizado la donación ilimitada de dinero a las campañas políticas, lo que escandalizó hasta a Obama: ya casi lo único que falta es legalizar un mercado de compraventa abierta de votos.
El capitalismo «neoliberal» en estos momentos es un zombi , y no se ve que los capitalistas y sus agentes fiduciarios más autoconscientes dispongan ni remotamente de un plan B (a diferencia de lo que ocurrió en la crisis de los 70). Puede que acaben forjándolo, pero no se ven indicios, y lo cierto es que una nueva oleada de restaurada propseridad capitalista planetaria sería seguramente, en las actuales condiciones sociales y ecológicas del mundo, una catástrofe terrible. Y una posible explicación de la falta de un plan B es quizá que el neoliberalismo no sólo ha corrompido en sentido idiotizador la consciencia de amplios estratos de la población trabajadora, sino también la de las elites dominantes. Porque tradicionalmente hubo unas elites políticas capitalistas con distancia suficiente respecto al mundo de los negocios: verdaderos agentes fiduciarios con altura de miras y visión general. Obseven, en cambio, a las elites políticas generadas por el neoliberaismo y sus características puertas giratorias entre el mundo de los grandes negocios (frecuentemente fraudulentos) y el mundo de la gran política: tipos como Felipe González, Aznar, Schröder, Joschka Fischer, Rodrigo Rato, Strauss-Kahn, Geithner (o cualquier secretario del Tesoro estadounidense de las últimas décadas: todos, todos, hombres de Goldman Sachs, como Draghi, como Trichet). Son gentes no ya moralmente corrompidas; es peor, son gentes de visión corrompida, miopes, idiotas ópticos incapaces de ver más allá de la luz glauca proyectada por la oportunidad inmediata del negocio (fraudulento). Y esto es un drama trágico.
Ud. se enfoca en la cuestión económica, hace la crítica del capitalismo, que es la formación económica-social de lo que se ha dado en llamar la «modernidad». Ahora, desde el punto de vista cultural, ¿cuál sería el enfoque crítico a asumir con respecto a la racionalidad moderna y a esta última fase que muchos denominan postmodernidad?
Es que no estoy de acuerdo con esta formulación, aunque sé que está más o menos de moda. Existe algo que llamamos época moderna, que si queremos caracterizar de una forma que tenga un poco de contenido, más allá de la referencia cronológica, ha de verse como la lucha a muerte entre una cultura económica, social, política y espiritual procapitalista y una cultura económica, social, política y espiritual anticapitalista. Y esta es una lucha que viene de muy lejos, de mucho antes de lo que llamamos «modernidad» en sentido cronológico.
Algunos dicen que, precisamente, esa dinámica convirtió definitivamente al globo entero en un solo mundo, pues antes de la era moderna existían culturas o epistemes más o menos independientes.
Esas son exageraciones o simplificaciones sobre todo de filósofos especulativos, no de historiadores con conocimiento de causa. Responde, en buena medida, a un sesgo que introdujo el pensamiento colonialista británico (y alemán) del siglo XIX: la idea de que Europa es algo único y puro, mientras que el resto son tribus o culturas más o menos cerradas. Esto nunca ha sido así. No existe eso que llaman «pensamiento occidental»: son tonterías de filosofoastros que se ganan la vida diciéndolas porque suenan bien.
Yo empecé en parte como helenista y estudioso del mediterráneo antiguo. La mitad del vocabulario del griego clásico o bien tiene raíces semíticas o bien negroafricanas egipcias. Hasta comienzos del siglo XIX, todo el mundo sabía que la principal deuda cultural de Grecia era con Egipto, y que Egipto era una cultura negroafricana. Eso pareció insoportable para los colonialistas británicos y alemanes del siglo XIX, quienes se inventaron el mito de una Grecia aria y pura, e ignoraron a Egipto y lo blanquearon. En el siglo XX, la gente llegó a creer que los egipcios eran blancos, cuando en realidad había sido una cultura negra. Lo que sucede es que a muchos les resultaba insoportable la idea de que pudiese haber una gran civilización fuera de Europa. Esa idea colonialista decimonónica, que culminó en el nazismo, la han tomado ahora los poscoloniales y los postmodernos, volviéndola al revés (como el guante derecho que, dándole la vuelta, puede vestir la mano izquierda). Nótese que los héroes últimos de muchos de ellos son Martin Heidegger y Carl Schmitt, que eran dos nazis. Para mí, que he vivido el fascismo europeo, es muy triste encontrarme con gente que se dice de izquierda repitiendo ideas de origen nazi.
Lo peor de todo es que ocurre por ignorancia, porque nunca han existido culturas encerradas en sí mismas. No hay inconmensurabilidad entre las culturas, entre otras cosas, porque somos, biológica y cognitivamente, una especie enormemente homomórfica, y es muy fácil la comunicación entre todos los seres humanos. El multiculturalismo y el relativismo prescriptivo sociológico y antropológico (la falacia, esto es de inferir impropiamente que A y no-A valen lo mismo sólo porque hay gente que cree que A y otra gente que cree que no-A) son viejos cuentos de la derecha (tan viejos como Trasímaco) que han cautivado en las últimas décadas a una parte de la izquierda académica tras la derrota post-68, sobre todo en Francia y en los EEUU.
Yo soy español y he conocido el fascismo europeo; sé lo que ha significado la cultura expresamente relativista de la extrema derecha europea en los años 20 y 30. ¿En qué países ha hecho sobre todo mella la ingenua idea de que el guante derecho del revés vale también perfectamente para la mano izquierda? No en países que han conocido en propia carne el fascismo y la cultura irracionalista de extrema derecha, antirrepublicana, antidemocrática y anti-ilustrada; sino en naciones inocentes que nunca conocieron el fascismo en esa forma espiritualmente virulenta, como Francia y los EE.UU.
Pero estará de acuerdo en que existe el eurocentrismo, en que ese concepto no es un capricho.
El eurocentrismo, en efecto, existe. Y nada es más eurocéntrico que los estudios supuestamente antieurocéntricos del postcolonialismo, el multiculturalismo, etc.; porque son hijos directos de la gran fabricación colonialista eurocéntrica decimonónica que abrió el camino intelectual, en el siglo XX, al eurocentrismo genocida nazi. Una vez más, ¿cuáles son sus autores más frecuentemente citados? Heidegger y, en menor medida, Carl Schmitt, quienes fueron nazis de carné.
¿Cuál es su presupuesto? Pues la idea, fabricada en el siglo XIX y totalmente desconocida por la Ilustración del XVIII, de que existe algo así como una Europa pura, un pensamiento occidental puro, una Grecia fundadora del mismo, una Grecia inventada que hablaba supuestamente una lengua puramente indoeuropea (indogermánica, decían los alemanes). Falsedades. Los propios griegos clásicos dejaron dicho lo contrario, una y mil veces. Y ningún ilustrado dieciochesco creyó esto; basta leer a Voltaire para saber que concebía Europa como fruto de un mestizaje. Pensemos en España, allí convivieron, muchas veces pacíficamente, germanos, árabes, bereberes, hebreos, castellanos viejos…: mil «etnias» (como se dice ahora) cruzadas. Y, como España, cualquier otro país.
No hay ni ha habido nunca una Europa pura, ni un «pensamiento occidental». El símbolo del cero lo inventaron los árabes, y el concepto lo trajeron de la India, y esa es la base de las matemáticas que aceptamos ahora. Los mayas, ahora tan de moda por las supuestas profecías asociadas al fin de su calendario, fueron grandes matemáticos que, a diferencia de los romanos y de los árabes, adoptaron un sistema numeral vigesimal, y descubrieron independientemente el cero. No es verdad que exista algo así como una ciencia que haya nacido en Europa. Es todo un gran mestizaje desde hace miles de años.
Sin embargo, los estudios producidos desde América Latina —el modo en que deconstruyen la realidad— juegan necesariamente con la condicionante de una imposición cosmovisiba de matriz exógena. ¿Hasta qué punto la instrumentalización «universal» de un concepto como la libertad, por ejemplo, está condicionada por nociones europeas?
Si lo pensamos bien y vemos la historia como realmente fue, sin la oscuridad del devoto ni la premeditación del ideólogo, comprenderemos que, en realidad, es al revés. ¿Cuándo nace la idea moderna de libertad en sus tres dimensiones: individual, popular –como república libre, como derecho colectivo— y de la humanidad en su conjunto? Nace (o renace) modernamente como reacción a lo que Bartolomé de las Casas llamó conquista y destrucción de las Indias. Nace en la España del primer tercio del siglo XVI como una reacción indignada de las personas decentes a algo que comprendían como una atrocidad. El punto culminante es la controversia de Valladolid de mediados del mismo siglo, y de ahí nace tanto…. Las ideas modernas de libertad, es cierto, se inspiran en elementos del derecho romano, natural y civil, así como en una larga elaboración popular de ideas iusnaturalisas, ligadas en Europa occidental a la lucha contra la servidumbre, que arranca en el siglo XII. Pero el gran arranque moral y político del que nace la izquierda moderna europea es la reacción de indignación contra al genocidio americano.
El partido de la izquierda española del siglo XVI, si lo queremos llamar así para entendernos, es totalmente derrotado, tras la efímera victoria de las Nuevas Leyes de Indias. Es la tragedia de España, y la vuestra también, huelga decirlo. Muchos derrotados marcharon al exilio –inveterado destino de los españoles decentes—, y adonde quiera que fueron los exilados españoles y estallaron revoluciones y revueltas, no dejaron de hacer sentir su influencia. Por ejemplo, en Holanda o Inglaterra, así como en Francia. Así que, la izquierda moderna europea es hija de América, no al revés. Es hija, en un sentido muy preciso, de la lucha de liberación de los pueblos americanos, de la reacción de indignación moral y política frente al atropello y avasallamiento de los pueblos americanos. Cuando la burguesía colonialista girondina insultaba a Robespierre y al Abad Gregoire como «Lascasistas», sabían de lo que hablaban…
Ud. hace la crítica de los estudios postcoloniales, que en gran medida se producen desde centros europeos o norteamericanos. Pero, ¿qué cree de las defensas que hacen de las especificidades culturales intelectuales y proyectos políticos que están posicionados en lo que se ha llamado la «periferia», como los países latinoamericanos?
Repito: no existe ni ha existido nunca algo llamado modernidad eurocéntrica capitalista. Existe algo que llamamos la Modernidad, que es una lucha feroz de clases, social, económica y política, así como ideológico-espiritual, desde el siglo XIII hasta hoy, en Europa occidental, y específicamente a escala planetaria desde el siglo XVI. Esa lucha tuvo básicamente dos bandos y sigue teniéndolos: están Bartolomé de las Casas, por un lado, y Sepúlveda, por el otro; Locke y su enemigo Hobbes; Kant, Robespierre, Marx y Rosa Luxemburgo frente a sus enemigos de derecha partidarios del colonialismo y de la dominación de clase…
Ahora bien, una vez que América ha sido anexada y «destruida», se dieron dos tipos de colonialismo muy distintos. Uno es un colonialismo típicamente capitalista, el inglés, que hizo un primer experimento en Irlanda, y consiste en el exterminio directo de la población indígena y la traslación de colonos a ese sitio. Por su parte, el modelo colonialista español es totalmente distinto, no se trata de un colonialismo de tipo capitalista (si «capitalismo» y «capitalista» han de tener un sentido preciso), sino de otro estilo, caracterizado además por un marcado mestizaje. Luego, América del Norte se convierte en una provincia más de Europa. Pero en la América portuguesa y española no es así, y se puede ver que los mismos debates que se producen entre izquierda y derecha en Europa, se reproducen allí junto con un intento de los herederos de los encomenderos españoles de exclusión política de lo que Mariátegui llamaba la población amerindia.
Hubo grandes rebeliones e insurrecciones indígenas que pasaron completamente desapercibidas a los investigadores europeos, la más importante de todas fue la gran insurrección aymará en el Virreinato del Perú, que abarcó a millones de personas y estuvo a punto de acabar con el imperio español en 1781. Si uno lee el mejor libro que se ha escrito sobre eso, escrito por el investigador norteamericano James Sinclair, quien pasó cerca de 20 años en Bolivia investigando en archivos esta insurrección, llama la atención que los indígenas fueron capaces de entender las categorías del derecho romano de los colonialistas españoles, asimilarlas y jugar políticamente con ellas. Además de la insurrección armada, saben pleitear legalmente. Lo que quiero señalar es algo bastante sencillo: no hay culturas cerradas, ese fue un invento de los colonialistas victorianos del XIX. En el fondo, los postcolonialistas son los herederos del peor colonialismo de los victorianos. No existen culturas cerradas, entre otras razones, porque los humanos estamos cognitivamente programados para entendernos muy fácilmente, como tantas veces ha repetido el más grande de los intelectuales públicos pro-ilustrados de nuestro tiempo, el científico y humanista Noam Chomsky..
En estos momentos, se dice que las múltiples etiquetas identitarias pueden coincidir en un mismo individuo: una identidad de género, otra cultural, otra de clase. Algunos hablan de hibridez. En ese escenario, algunos estudiosos coinciden en que para oponerse a una dominación que es sistémica, habría que hacer una especie de «traducción» de todas esas identidades. ¿Cuál es su criterio al respecto?
En una época contrarrevolucionaria brutal que empezó con la ruptura de Breton-Woods por Nixon en 1971 y con el derrocamiento de Allende en 1973 –por poner dos hitos emblemáticos—, resulta cuando menos sorprendente que, de pronto, tantos intelectuales supuestamente de izquierda se empezaran a interesar por el eurocentrismo, por el micropoder, la psicología interpersonal, la identidad, etc., etc., y dejaran simultáneamente de interesarse por los mercados financieros, los mercados de trabajo, los salarios reales, la demanda efectiva, la tasa de filiación sindical, la calidad de la democracia, la financiación de las campañas electorales, el acelerado cambio climático, el agotamiento de los combustibles fósiles, por cómo viven los ricos, por las estructuras de poder dentro de las grandes empresas transnacionales, por la industria armamentística, por el crecimiento del narcotráfico… En todos esos apartados se han registrado grandes cambios que explican mucho de lo que ha pasado en el mundo políticamente en los últimos 30 años. Sin embargo, estos caballeretes se lo pasan muy bien y cobran sueldos en universidades norteamericanas por «deconstruir» al colega, por hablar de la identidad, de si alguien es un poco homosexual y un poco heterosexual, un poco árabe y un poco judío, ese tipo de asuntos… Eso no está del todo mal, pero me niego a decir que es política, la política es lo de siempre desde Aristóteles y la gran Aspasia: lucha de clases, organización de la consciencia colectiva, democracia, economía, distribución del producto social, economía política crítica. Y contra todo eso, en la vida académica de los EE.UU., Europa occidental y América Latina, ha habido en las tres últimas décadas un ataque oscurantista tan pertinaz como brutal, un ataque frente al cual estos señores, lejos de protestar, han colaborado por la vía de allanarse cambiando de tema…
Cuando yo me dedicaba más profesionalmente a la filosofía, dediqué un buen tiempo de estudio al problema de la identidad personal, que es un asunto filosófico-teórico muy complicado. Hume, por ejemplo, fue un gran filósofo de la identidad personal, y planteó el problema con un nivel de sofisticación no tan fácil de entender hoy, salvo por filósofos profesionalmente entrenados, porque es una cuestión metafísica muy compleja: ¿en qué sentido puedo decir que soy la misma persona de hace 30 años? Locke había dado un conjunto de criterios para poder responder afirmativamente a eso. Hume destruyó filosóficamente con gran inteligencia e ingenio conceptual esos criterios, y negó que pudiera afirmarse la identidad personal sobre bases de continuidad de tipo lockeano. Muy bien, es una gran discusión filosófica. Filosófico-teórica, para ser precisos. Pero la filosofía política es otra cosa. Hume tiene una historia de Inglaterra y una filosofía política y económica fabulosas, y en todas esas obras suyas de filosofía práctica no mezcla las cosas boba y confundentemente, y no pierde una sola palabra sobre el problema de la «identidad»…
¿Cuán útil ha sido o es, ahora mismo, un debate sobre la libertad dentro del marco del 34 Festival Internacional de Cine de La Habana?
Me pareció muy bien. Tomé notas de todas las intervenciones y, en especial, de la de Alfredo Guevara, que para mí es alguien entrañable y a quien tengo mucho respeto por su biografía de revolucionario. Me gustó mucho oírle expresar la idea de que no quiere morirse sin ver cómo Cuba se convierte en un laboratorio para experimentar políticas de izquierda alternativas en libertad y democracia, en un sentido serio y no falsario o puramente propagandístico. El mundo y Cuba lo necesitan. Acabo de salir de una charla con historiadores económicos y sociales en la que se ha hablado también del futuro económico de Cuba. En el debate ahora vivo entre «cuentapropistas» y «cooperativistas», como formas alternativas de desestatizar buena parte de la economía cubana, por ejemplo, yo soy claramente partidario de la vía de las cooperativas democráticas de trabajadores. Me resulta evidente también que hay que introducir mecanismos de mercado. Pero una vez más, hay que saber que hay muchos tipos de mercados, y muchas constituciones políticas distintas de los diferentes tipos de mercados. Hay que saber qué mercados son muy peligrosos y deben ser regulados democráticamente de forma severa y estricta (el del trabajo, el del dinero y el inmobiliario, sobre todo), y qué mercados, en cambio, tienen menor transcendencia política. Mercado no se opone a plan administrativo público. No hay mercados no regulados y no-planificados, ni siquiera en el capitalismo supuestamente más puro (salvo en los malos libros de texto y en los panfletos ideológicos). El problema es, pues, también, cuáles son los mejores planes para la regulación de los distintos mercados, y a favor de quién se regulan políticamente. Y es también cómo construir una administración pública eficaz, una administración que funcione de verdad, y que no sea una cadena de irresponsabilidades en la que los que más mandan supuestamente son los más impotentes a la hora de lograr poner por obra lo decidido. El capitalismo ha consistido históricamente en un uso particularmente perverso (y cíclicamente catastrófico) de los mercados (particularmente de los tres antes mencionados), y hay que saberlo para enfrentarse a su cultura económica con decisión y con precisión, sin cometer los errores del socialismo real y de la socialdemocracia tradicional. El siglo XX no ha pasado en vano, el fracaso espantoso del socialismo real y la tragicómica capitulación de la vieja socialdemocracia ante el neoliberalismo nos han enseñado algunas cosas…
Antoni Domènech es el editor general de SinPermiso