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«La humanidad es una sola, no un cúmulo de culturas cerradas». Entrevista a Antoni Domenech

 

Reproducimos a continuación una entrevista oralmente  registrada que el pasado 12 de diciembre de 2012 realizaron en la ciudad de La Habana Abel  Sánchez y Jesús Adonis Martínez a Antoni Domènech para la revista cubana La Jiribilla.  La entrevista se publicó efectivamente en La Jiribilla, sin que el entrevistado,  como estaba en cambio previsto, tuviera ocasión de revisarla para corregir errores,  redundancias o malentendidos. Ahora se publica en SinPermiso con las respuestas mínima pero debidamente  revisadas.  SP.

 

La lucidez incisiva del filósofo Antoni  Domènech, así como su humor punzante y espejuelillos redondos, hacen recordar,  por un momento, a Pío Baroja. Pero Baroja era vasco y anarquista, mientras  Domenech es marxista y catalán. De hecho, se considera un socialista sin  partido y su principal clásico político es Karl Marx. De joven militó en la  resistencia antifranquista, estudió Filosofía y derecho en la Universidad de  Barcelona, es autor de numerosos libros sobre ciencias sociales y políticas,  así como editor general de la revista de política internacional Sin Permiso. Domenech se considera  socialista y partidario de la democracia a todos los niveles: ¿qué es el  socialismo sino democracia económica?, se pregunta. Tal vez por eso fue  invitado a venir a La Habana para  participar en un debate sobre la libertad convocado por Alfredo Guevara como actividad  colateral del 34 Festival Internacional del Nuevo Cine  Latinoamericano. Allí lo entrevistamos Abel Sánchez Jesús Adonis  Martínez, para La Jiribilla:

Al hablar del  devenir del socialismo originario de finales del siglo XIX y principios del XX,  se plantean dos tendencias: una que derivó en la socialdemocracia, con un  carácter más reformista, y por el otro, un socialismo revolucionario con una  actitud más drástica en lo concerniente al cambio social y que luego se coaguló  en lo que hoy se conoce como el «socialismo real». ¿Dónde se ubica Ud., en el  actual contexto europeo, teniendo en cuenta estos dos caminos que tomó el  socialismo? Y más: ¿Desde dónde mira Ud. el mundo?

Empecemos  diciendo que Lenin fue socialdemócrata la mayor parte de su vida y Rosa  Luxemburgo lo fue hasta su muerte. Lenin, por motivos interesantes y  justificados hasta cierto punto, consideró que no valía la pena seguir  llamándose socialdemócrata luego de la gran traición probelicista de la  socialdemocracia mayoritaria y ortodoxa en 1914-1918. Es interesante percatarse  de que, antes de la Primera Guerra Mundial, nadie había concebido la idea de un  socialismo estatista. La tradición marxista era profundamente antiestatista.  Hubo algo que se llamó «socialismo de Estado» bajo la monarquía Guillermina.  Los «socialistas de cátedra» alemanes tenían  la idea de hacer una especie  de socialismo estatista a partir de lo que Max Weber había considerado –con  razón— «la burocracia más eficiente del mundo», o sea, mediante una especie de  ejército de funcionarios probos y muy competentes, llegar controlar  administrativamente el grueso de los resortes de la vida económica capitalista.  La socialdemocracia, particularmente Rosa Luxemburgo, siempre fue especialmente  crítica con esta concepción; decía que sería peor que el capitalismo  tradicional competitivo, porque significaría la explotación/opresión de los  trabajadores por los burgueses y, además, su explotación/opresión por un Estado  autoritario.

Todo  el mundo pensaba que los socialistas estatistas alemanes estaban locos; nadie  creía en el cambio de siglo que fuese posible una intervención  burocrático-administrativa a gran escala en los resortes básicos de la  asignación de los recursos económicos. La Primera Guerra Mundial fue muy  aleccionadora, y las dos personas que sacaron más enseñanzas fueron Lenin y  John Maynard Keynes. Este último, era un miembro inteligente del ala izquierda  del Partido Liberal británico y Lenin era un marxista socialdemócrata muy  ortodoxo que pensaba en la abolición del Estado. Como buen marxista ortodoxo  creía que el Estado era un horror y que la dictadura del proletariado sería  algo transitorio, a imagen y semejanza de lo que fueron las dictaduras de  impronta romana clásica: un dictador republicano que se hace con el control de  la situación por unos meses en período de guerra civil y luego devuelve el  poder al pueblo (al Senado), con la obligación de rendirle cuentas de lo hecho.

Sin  embargo, en la Primera Guerra Mundial pasó algo formidable: una guerra que  tenía que haber durado muy poco según los planes del Estado Mayor alemán —que  eran magníficos, técnicamente hablando— se prolongó durante casi cuatro años  porque el plan falló y, para colmo, terminó perdiéndola Alemania. A pesar de eso, todo el  mundo quedó muy sorprendido de que ese país pudiera mantenerse en pie durante  cuatro años en los dos frentes de guerra, con voluntad de combate y sin que se  hundiese su economía. Durante el conflicto, se puso en práctica por primera vez  la teoría de que era posible intervenir administrativa y burocráticamente en la  economía a gran escala y sustituir los resortes del mercado en la asignación de  recursos básicos. Era verdad, como dijo Weber, que tenían la mejor burocracia  del mundo. Eso impresionó a todos, y muchos tomaron nota.

El  primero fue Lenin, quien a partir de 1917, cuando ve que tiene alguna  posibilidad de subir al poder, no lee otra cosa que a los economistas  guillerminos. Keynes hizo lo mismo desde el otro lado del Canal. Ambos  estudiaron con detenimiento el caso como uno de los grandes experimentos económicos  de la historia, tal vez el mayor experimento económico realizado hasta esa  fecha.

Pero después de  casi un siglo de aquella Primera Guerra Mundial, las ideas de los dos –Keynes y  Lenin– no parecen estar vigentes en el mundo de hoy. Al menos, no como  proyectos político-económicos vivos. ¿Qué ha pasado?

Bueno,  yo no estaría tan seguro de eso. Cuando Lenin toma el poder, no lo hace  pensando que los bolcheviques se van a perpetuar mucho tiempo. Nadie imaginaba  en 1917 que los bolcheviques se iban a consolidar en el poder y comenzarían a «construir»  (¡horrísona palabra!: Marx y Engels hablaban más propiamente de «realizar») el «socialismo  en un solo país». El cálculo de Lenin y Trotsky —los dos grandes dirigentes  bolcheviques; Stalin era un oscuro burócrata de provincia con cierto talento  para la intriga—, cuando negocian la paz por separado en Brest-Litovsk con los  alemanes, era que, inmediatamente después del fin de la guerra, comenzarían revoluciones en cadena en Alemania e Italia, los laboristas tomarían el  poder en Gran Bretaña, algo extraordinario ocurriría con la tercera república  francesa… Ellos creían haber abierto el paso para la transición y la  realización del socialismo en todos los grandes países industriales.

Pero  ese cálculo falló. En Italia, lejos de tomar  el poder el movimiento obrero, éste fue golpeado por el fascismo y Mussolini  accedió al poder en 1922. En Alemania no hubo revolución, sino la  República de Weimar, con los dos partidos socialdemócratas, el de derecha y el  de izquierda, en el poder, pero sin voluntad –o sin talento— para hacer cambios  revolucionarios radicales. En Austria pasó algo parecido. En Hungría hubo  contrarrevolución… Cuando muere Lenin (1924), el capitalismo se ha  estabilizado.

Por  otra parte, aquella idea de Stalin de que se puede «construir el socialismo en  un solo país» atrasadísimo industrialmente no es marxista ni leninista. Lo que  Stalin puso por obra (a partir de 1928) fue un despotismo expropiador de las  masas para industrializar el país y convertir a la URSS en una gran potencia  capaz de resistir el bloqueo occidental. Este es el origen del «socialismo  real», el cual no tiene nada que ver con el marxismo originario, ni siquiera  con Lenin.

Bien;  ¿qué queda del «giro estatista» de Lenin y de Keynes? Una cosa que deben tener  presente todos los jóvenes anticapitalistas es que no hay que creerse las  fábulas neoliberales que tienden a separar, como realidades disjuntas, «Estado»  y «mercado». Los mercados –hay que hablar necesariamente en plural— son  realidades muy complejas, y desde luego, no hay mercados sin Estado. Todos los  mercados son creaciones políticas del Estado, y muy particularmente en el  capitalismo. Todos los mercados están regulados por leyes y las leyes dimanan  de la soberanía política; no hay mercados no regulados políticamente.

Podemos,  además, determinar la cantidad de economía pública que hay en un país. En los  tiempos de Lenin y Keynes, la porción de economía pública en relación al PIB en  casi todos los países de Europa no llegaba al 15 por ciento. En la Francia  capitalista de hoy rondará el 60 por ciento; en los EE.UU., el 40 por ciento; en España,  el 45 por ciento. Por razones poderosa que escapan a nuestra conversación  actual, el capitalismo ya no puede funcionar como lo hacía en 1914, sin un  Estado capaz de intervenir administrativamente a gran escala. Lo contrario son  ilusiones «neoliberales», sin la menor tangencia con la realidad.

Todos  usamos el término «neoliberalismo», que ha hecho bastante fortuna, pero lo  cierto es que se trata de un término más bien confundente. Porque da a entender  que el Estado se ha retirado de la economía, y en realidad no ha hecho eso;  basta con mirar las cifras para darse cuenta. ¿Cómo funciona, de verdad, una  economía capitalista? No como dicen los neoliberales o los seudomarxistas que  se tragan estos cuentos. Una economía capitalista es dirigida siempre por la  demanda efectiva, no por la oferta; y para que una economía capitalista actual funcione,  tiene que haber un estímulo público de esa demanda efectiva agregada.

En  el capitalismo socialmente reformado posterior a la II Guerra Mundial, parte de  ese estímulo procedía de una constitución social, políticamente blindada, que  permitía y aun estimulaba la negociación colectiva sindicatos obreros/patronal  y que resultó en el crecimiento paralelo de la productividad y de los salarios  reales. En eso anduvo la la socialdemocracia reformada en sentido  procapitalista tras la II Guerra Mundial. Y funcionó bien por un tiempo; nunca  el capitalismo fue tan estable como entre 1945 y 1980. Pero colapsó en la  segunda mitad de los 70. La crisis del petróleo, el auge espectacular de los  movimientos populares, de los sindicatos, de las luchas de los trabajadores,  del movimiento popular vecinal, del anticolonialismo, del antimperialismo… A  fines de los 60, los capitalistas llegaron a temer por la supervivencia del  capitalismo, si así puede decirse; fueron grandes momentos. Pero empezaron a  reaccionar. El golpe en Chile fue un aviso  clave. Tenían que cambiar la situación. La situación económica de fondo, además,  se complicó y quedó radicalmente alterada por el hecho de que las potencias  vencidas en la II Guerra Mundial, Alemania y Japón, empezaron a  convertirse en grandes potencias exportadoras, lo que trajo consigo una  reducción de las tasas de beneficios de las empresas norteamericanas. Robert  Brenner escribió un gran libro sobre este asunto.

Entonces,  a modo de reacción, si así puede decirse, y tras distintos tanteos, vino la  innovación para mí crucial del «neoliberalismo»: desacoplar la demanda efectiva  agregada de los salarios reales.  ¿Cómo? Financiando la demanda efectiva y el consumo popular a partir de un  fraude financiero piramidal a gran escala que permitió el crédito barato. O  sea, financiar la economía para que, sin aumentar los salarios reales, los  trabajadores puedan comprarse coches, casas, etc. El desplome a la mitad de la  tasa de afiliación sindical registrado en los países de la OCDE en las tres  últimas décadas tiene que ver con eso. Algunos compañeros italianos, más  propensos a la hipérbole que nosotros, han hablado de un «cambio  antropológico» de la clase obrera, en el sentido de que debilitó  extraordinariamente la consciencia colectiva de clase.

Hubo,  en Europa y en EEUU políticas de intervención estatal que podríamos llamar de  inflación de activos: cuando (casi) todo el mundo puede comprarse una casa con  créditos inopinadamente baratos, los precios inmobiliarios suben; una vez que  esto ocurre, la capacidad de crédito de cada cual aumenta, poniendo la propia  casa revalorizada como colateral del nuevo crédito, etc. . El truco básico del  neoliberalismo, en Europa y América del Norte, ha sido sustituir el incremento  del salario real por el crédito barato; la inflación de activos inmobiliarios y  financieros ha sido el medio.  Como  dicho, esa política contribuyó a la idiotización (en el sentido clásico de  encapsulamiento particularista en lo propio) de la población trabajadora, la  hizo más individualista, desbarató a las organizaciones obreras reformistas tradicionales  al arrebatarles el propósito central (la lucha por la subida de los salarios  reales): hay que recordar que los sindicatos obreros, por reformistas y  moderados y «traidores» que sean, son en general  instituciones hostiles al espíritu del capitalismo.

¿Financiar la demanda efectiva a partir de  un fraude financiero piramidal a gran escala?

También  se conoce a veces como un esquema Ponzi, por el caso real de un inmigrante  italiano en EE.UU. que hizo  fortuna gracias a este procedimiento: vivía en un barrio de trabajadores  inmigrantes italianos, y les dijo a sus vecinos sobre poco más o menos, esto:  dispongo de una caja fuerte, y si me depositaban el dinero en mi caja, les  pagaré un interés mensual extraordinario, muy superior al que puede ofrecerles  cualquier banco normal. Así que un montón de gente, fiándose del señor Ponzi,  fue dejándole su dinero. Y se convirtió en millonario, porque todo el mundo  dejaba el dinero en su caja fuerte y él simplemente pagaba los intereses de los  primeros depositantes con el dinero que le iba entrando de los nuevos. Pero esto  es una estafa, y siempre termina mal. En el momento en que alguien no se fía o  se acaba la base de expansión natural de la base de la pirámide, todo colapsa y  todo el mundo encuentra que ha perdido su dinero. Sin embargo, mientras duró,  todos los vecinos del señor Ponzi se creyeron ricos, y él mismo era celebrado  como un promotor de la inopinada prosperidad de la vecindad. Maddoff repitió  ese mismo esquema a lo grande en Wall Street hace poco, como todo el mundo  sabe. Pero en un sentido más que metafórico se puede decir quede ese tipo ha  sido el esquema de financiación de la economía mundial bajo el «neoliberalismo».  Muchos se creyeron ricos a base de una creación de dinero ficticio por parte de  las entidades bancarias mal reguladas, y cuando todo colapsó en el 2008, fue la  muerte del «neoliberalismo»: lo que queda es sólo un zombi, aunque  peligrosísimo.

En  un sentido global o planetario, la época «neoliberal» consistió en el paso de EE.UU. de una potencia económica  excedentaria, que reciclaba su excedente merced a dos países (militarmente  vencidos) pivotes en el Heartland  euroasiático —Alemania, en Europa, y  Japón, en Asia—, a una potencia deficitaria, consumidora en última instancia de  los productos de las grandes potencias exportadoras del mundo, Alemania, Japón, los tigres asiáticos  y luego China. Países que con su excedente financiaban a Wall Street y, a su  vez, permitían la financiación del consumo norteamericano sobre la base de un  endeudamiento gigantesco de las familias y las empresas estadounidenses y  europeo-occidentales. Cuando esto colapsó, todo lo demás lo hizo. No creáis a  los que os digan: China es el futuro. Tonterías. La China actual forma parte de  este invento, y lo va a pasar bastante mal. Quisieron convertirse, y hasta  cierto punto lo consiguieron, en la fábrica del mundo. Pero sus principales  clientes eran Europa y EE.UU., y los dos se  han quedado sin demanda efectiva.

En su artículo  «Adam Smith y Karl Marx dialogan sobre el desplome del actual capitalismo  financiero» Ud. asegura que el fracaso, tanto del «socialismo real» como del  neoliberalismo, se debe a que ambas tendencias constituyeron sendas traiciones  al pensamiento original de Marx, por un lado, y de Adam Smith, por el otro.  ¿Cómo debería ser el nuevo proyecto de socialismo?

El  Estado está aquí para quedarse. Mi clásico moral y político más importante es  Marx, junto con Engels por quien siento una gran simpatía; pero es evidente que  una economía como la actual no puede hacerse sin un papel muy importante del  sector público. Pero si queremos ser fieles al espíritu ético-moral del  republicanismo democrático clásico y del socialismo marxista clásico que se  deriva de él, nuestra tarea es civilizar al Estado, democratizarlo en serio. El  Estado es un monstruo burocrático a medio civilizar, porque las repúblicas  democráticas que trajo a Europa el movimiento obrero después del final de la I  Guerra Mundial fueron truncadas por el fascismo, por un lado, y el estalinismo,  por el otro.

Por  otra parte, los estados de bienestar general que se crearon después de la II  Guerra Mundial resultan hoy en muchos sentidos bien simpáticos, pero las  constituciones políticas que los alumbraron son menos democráticas que las  constituciones de entreguerras. Por ejemplo, la Ley Fundamental de la República  Federal Alemana es menos democrática que la constitución de la República de  Weimar; la de la actual monarquía parlamentaria española, mucho menos  democrática que la de la II República. Lo que sucedió es que la dirección  principal del proceso constituyente de esas primeras repúblicas de entreguerras  la tuvo el movimiento obrero, una socialdemocracia que todavía era  anticapitalista, que daba mucha importancia al parlamento, al poder  legislativo. Mientras que las constituciones de posguerra, cualesquiera que  fueran sus otras virtudes, limitaron la capacidad de los parlamentos para hacer  reformas económicas a fondo (así como para desplegar políticas exteriores  independientes).

El  «neoliberalismo» es también un intento por destruir las conquistas democráticas  del movimiento obrero del siglo XX y su obra civilizadora del Estado, del poder  público institucionalizado. Un intento desbaratar la soberanía nacional de los  pueblos, de echar por tierra las leyes más democráticas, señaladamente el  derecho laboral democrático, núcleo articulante de la constitución social y  económica. En EE.UU. y Europa  estamos viendo intentos no demasiado disimulados de subversión plutocrática y  tecnocrática de las repúblicas. La Corte Suprema de los EE.UU. ha autorizado la donación  ilimitada de dinero a las campañas políticas, lo que escandalizó hasta a Obama:  ya casi lo único que falta es legalizar un mercado de compraventa abierta de  votos.

El  capitalismo «neoliberal» en estos momentos es un zombi , y no se ve que los  capitalistas y sus agentes fiduciarios más autoconscientes dispongan ni  remotamente de un plan B (a diferencia de lo que ocurrió en la crisis de los  70). Puede que acaben forjándolo, pero no se ven indicios, y lo cierto es que  una nueva oleada de restaurada propseridad capitalista planetaria sería  seguramente, en las actuales condiciones sociales y ecológicas del mundo, una  catástrofe terrible. Y una posible explicación de la falta de un plan B es  quizá que el neoliberalismo no sólo ha corrompido en sentido idiotizador la consciencia  de amplios estratos de la población trabajadora, sino también la de las elites  dominantes. Porque tradicionalmente hubo unas elites políticas capitalistas con  distancia suficiente respecto al mundo de los negocios: verdaderos agentes  fiduciarios con altura de miras y visión general. Obseven, en cambio, a las  elites políticas generadas por el neoliberaismo y sus características puertas  giratorias entre el mundo de los grandes negocios (frecuentemente fraudulentos)  y el mundo de la gran política: tipos como Felipe González, Aznar, Schröder,  Joschka Fischer, Rodrigo Rato, Strauss-Kahn, Geithner (o cualquier secretario  del Tesoro estadounidense de las últimas décadas: todos, todos, hombres de  Goldman Sachs, como Draghi, como Trichet). Son gentes no ya moralmente  corrompidas; es peor, son gentes de visión corrompida, miopes, idiotas ópticos  incapaces de ver más allá de la luz glauca proyectada por la oportunidad inmediata  del negocio (fraudulento). Y esto es un drama trágico.

Ud. se enfoca en  la cuestión económica, hace la crítica del capitalismo, que es la formación  económica-social de lo que se ha dado en llamar la «modernidad». Ahora, desde  el punto de vista cultural, ¿cuál sería el enfoque crítico a asumir con  respecto a la racionalidad moderna y a esta última fase que muchos denominan   postmodernidad?

Es  que no estoy de acuerdo con esta formulación, aunque sé que está más o menos de  moda. Existe algo que llamamos época moderna, que si queremos caracterizar de  una forma que tenga un poco de contenido, más allá de la referencia  cronológica, ha de verse como la lucha a muerte entre una cultura económica,  social, política y espiritual procapitalista y una cultura económica, social,  política y espiritual anticapitalista. Y esta es una lucha que viene de muy  lejos, de mucho antes de lo que llamamos «modernidad» en sentido cronológico.

Algunos dicen  que, precisamente, esa dinámica convirtió definitivamente al globo entero en un  solo mundo, pues antes de la era moderna existían culturas o epistemes más o  menos independientes.

Esas  son exageraciones o simplificaciones sobre todo de filósofos especulativos, no  de historiadores con conocimiento de causa. Responde, en buena medida, a un  sesgo que introdujo el pensamiento colonialista británico (y alemán) del siglo  XIX: la idea de que Europa es algo único y puro, mientras que el resto son  tribus o culturas más o menos cerradas. Esto nunca ha sido así. No existe eso  que llaman «pensamiento occidental»: son tonterías de filosofoastros que se  ganan la vida diciéndolas porque suenan bien.

Yo  empecé en parte como helenista y estudioso del mediterráneo antiguo. La mitad  del vocabulario del griego clásico o bien tiene raíces semíticas o bien negroafricanas  egipcias. Hasta comienzos del siglo XIX, todo el mundo sabía que la principal  deuda cultural de Grecia era con Egipto, y que Egipto era una cultura negroafricana.  Eso pareció insoportable para los colonialistas británicos y alemanes del siglo  XIX, quienes se inventaron el mito de una Grecia aria y pura, e ignoraron a Egipto y lo blanquearon. En el siglo  XX, la gente llegó a creer que los egipcios eran blancos, cuando en realidad  había sido una cultura negra. Lo que sucede es que a muchos les resultaba  insoportable la idea de que pudiese haber una gran civilización fuera de  Europa. Esa idea colonialista decimonónica, que culminó en el nazismo, la han  tomado ahora los poscoloniales y los postmodernos, volviéndola al revés (como  el guante derecho que, dándole la vuelta, puede vestir la mano izquierda).  Nótese que los héroes últimos de muchos de ellos son Martin Heidegger y Carl  Schmitt, que eran dos nazis. Para mí, que he vivido el fascismo europeo, es muy  triste encontrarme con gente que se dice de izquierda repitiendo ideas de  origen nazi.

Lo  peor de todo es que ocurre por ignorancia, porque nunca han existido culturas  encerradas en sí mismas. No hay inconmensurabilidad entre las culturas, entre  otras cosas, porque somos, biológica y cognitivamente, una especie enormemente  homomórfica, y es muy fácil la comunicación entre todos los seres humanos. El  multiculturalismo y el relativismo prescriptivo sociológico y antropológico (la  falacia, esto es de inferir impropiamente que A y no-A valen lo mismo sólo  porque hay gente que cree que A y otra gente que cree que no-A) son viejos  cuentos de la derecha (tan viejos como Trasímaco) que han cautivado en las  últimas décadas a una parte de la izquierda académica tras la derrota post-68,  sobre todo en Francia y en los EEUU.

Yo  soy español y he conocido el fascismo europeo; sé lo que ha significado la  cultura expresamente relativista de la extrema derecha europea en los años 20 y  30. ¿En qué países ha hecho sobre todo mella la ingenua idea de que el guante  derecho del revés vale también perfectamente para la mano izquierda? No en  países que han conocido en propia carne el fascismo y la cultura irracionalista  de extrema derecha, antirrepublicana, antidemocrática y anti-ilustrada; sino en  naciones inocentes que nunca conocieron el fascismo en esa forma  espiritualmente virulenta, como Francia y los EE.UU.

Pero estará de  acuerdo en que existe el eurocentrismo, en que ese concepto no es un capricho.

El  eurocentrismo, en efecto, existe. Y nada es más eurocéntrico que los estudios  supuestamente antieurocéntricos del postcolonialismo, el multiculturalismo, etc.;  porque son hijos directos de la gran fabricación colonialista eurocéntrica  decimonónica que abrió el camino intelectual, en el siglo XX, al eurocentrismo  genocida nazi. Una vez más, ¿cuáles son sus autores más frecuentemente citados?  Heidegger y, en menor medida, Carl Schmitt, quienes fueron nazis de carné.

¿Cuál  es su presupuesto? Pues la idea, fabricada en el siglo XIX y totalmente  desconocida por la Ilustración del XVIII, de que existe algo así como una  Europa pura, un pensamiento occidental puro, una Grecia fundadora del mismo, una Grecia  inventada que hablaba supuestamente una lengua puramente indoeuropea (indogermánica,  decían los alemanes). Falsedades. Los propios griegos clásicos dejaron dicho lo  contrario, una y mil veces. Y ningún ilustrado dieciochesco creyó esto; basta  leer a Voltaire para saber que concebía Europa como fruto de un mestizaje.  Pensemos en España, allí convivieron, muchas veces pacíficamente, germanos, árabes,  bereberes, hebreos, castellanos viejos…: mil «etnias» (como se dice ahora) cruzadas.  Y, como España, cualquier otro país.

No  hay ni ha habido nunca una Europa pura, ni un «pensamiento occidental». El  símbolo del cero lo inventaron los árabes, y el concepto lo trajeron de la  India, y esa es la base de las matemáticas que aceptamos ahora. Los mayas,  ahora tan de moda por las supuestas profecías asociadas al fin de su  calendario, fueron grandes matemáticos que, a diferencia de los romanos y de  los árabes, adoptaron un sistema numeral vigesimal, y descubrieron  independientemente el cero. No es verdad que exista algo así como una ciencia  que haya nacido en Europa. Es todo un gran mestizaje desde hace miles de años.

Sin embargo, los  estudios producidos desde América Latina —el modo en que deconstruyen la  realidad— juegan necesariamente con la condicionante de una imposición  cosmovisiba de matriz exógena. ¿Hasta qué punto la instrumentalización  «universal» de un concepto como la libertad, por ejemplo, está condicionada por  nociones europeas?

Si  lo pensamos bien y vemos la historia como realmente fue, sin la oscuridad del  devoto ni la premeditación del ideólogo, comprenderemos que, en realidad, es al  revés. ¿Cuándo nace la idea moderna de libertad en sus tres dimensiones: individual,  popular –como república libre, como derecho colectivo— y de la humanidad en su  conjunto? Nace (o renace) modernamente como reacción a lo que Bartolomé de las  Casas llamó conquista y destrucción de las Indias. Nace en la España del primer  tercio del siglo XVI como una reacción indignada de las personas decentes a algo  que comprendían como una atrocidad. El punto culminante es la controversia de  Valladolid de mediados del mismo siglo, y de ahí nace tanto…. Las ideas  modernas de libertad, es cierto, se inspiran en elementos del derecho romano,  natural y civil, así como en una larga elaboración popular de ideas  iusnaturalisas, ligadas en Europa occidental a la lucha contra la servidumbre,  que arranca en el siglo XII. Pero el gran arranque moral y político del que nace  la izquierda moderna europea es la reacción de indignación contra al genocidio  americano.

El  partido de la izquierda española del siglo XVI, si lo queremos llamar así para  entendernos, es totalmente derrotado, tras la efímera victoria de las Nuevas  Leyes de Indias. Es la tragedia de España, y la vuestra también, huelga  decirlo. Muchos derrotados marcharon al exilio –inveterado destino de los  españoles decentes—, y adonde quiera que fueron los exilados españoles y  estallaron revoluciones y revueltas, no dejaron de hacer sentir su influencia.  Por ejemplo, en Holanda o Inglaterra, así como en Francia. Así que, la  izquierda moderna europea es hija de América, no al revés. Es hija, en un  sentido muy preciso, de la lucha de liberación de los pueblos americanos, de la  reacción de indignación moral y política frente al atropello y avasallamiento  de los pueblos americanos. Cuando la burguesía colonialista girondina insultaba  a Robespierre y al Abad Gregoire como «Lascasistas», sabían de lo que hablaban…

Ud. hace la  crítica de los estudios postcoloniales, que en gran medida se producen desde  centros europeos o norteamericanos. Pero, ¿qué cree de las defensas que hacen  de las especificidades culturales intelectuales y proyectos políticos que están  posicionados en lo que se ha llamado la «periferia», como los países latinoamericanos?

Repito:  no existe ni ha existido nunca algo llamado modernidad eurocéntrica  capitalista. Existe algo que llamamos la Modernidad, que es una lucha feroz de  clases, social, económica y política, así como ideológico-espiritual, desde el  siglo XIII hasta hoy, en Europa occidental, y específicamente a escala  planetaria desde el siglo XVI. Esa lucha tuvo básicamente dos bandos y sigue  teniéndolos: están Bartolomé de las Casas, por un lado, y Sepúlveda, por el  otro; Locke y su enemigo Hobbes; Kant, Robespierre, Marx y Rosa Luxemburgo frente  a sus enemigos de derecha partidarios del colonialismo y de la dominación de  clase…

Ahora  bien, una vez que América ha sido anexada y «destruida», se dieron dos tipos de  colonialismo muy distintos. Uno es un colonialismo típicamente capitalista, el  inglés, que hizo un primer experimento en Irlanda, y consiste en el exterminio  directo de la población indígena y la traslación de colonos a ese sitio. Por su  parte, el modelo colonialista español es totalmente distinto, no se trata de un  colonialismo de tipo capitalista (si «capitalismo» y «capitalista» han de tener  un sentido preciso), sino de otro estilo, caracterizado además por un marcado  mestizaje. Luego, América del Norte se convierte en una provincia más de  Europa. Pero en la América portuguesa y española no es así, y se puede ver que  los mismos debates que se producen entre izquierda y derecha en Europa, se  reproducen allí junto con un intento de los herederos de los encomenderos  españoles de exclusión política de lo que Mariátegui llamaba la población  amerindia.

Hubo  grandes rebeliones e insurrecciones indígenas que pasaron completamente  desapercibidas a los investigadores europeos, la más importante de todas fue la  gran insurrección aymará en el Virreinato del Perú, que abarcó a  millones de personas y estuvo a punto de acabar con el imperio español en 1781.  Si uno lee el mejor libro que se ha escrito sobre eso, escrito por el investigador  norteamericano James Sinclair, quien pasó cerca de 20 años en Bolivia investigando en archivos esta  insurrección, llama la atención que los indígenas fueron capaces de entender  las categorías del derecho romano de los colonialistas españoles, asimilarlas y  jugar políticamente con ellas. Además de la insurrección armada, saben pleitear  legalmente. Lo que quiero señalar es algo bastante sencillo: no hay culturas  cerradas, ese fue un invento de los colonialistas victorianos del XIX. En el  fondo, los postcolonialistas son los herederos del peor colonialismo de los  victorianos. No existen culturas cerradas, entre otras razones, porque los  humanos estamos cognitivamente programados para entendernos muy fácilmente,  como tantas veces ha repetido el más grande de los intelectuales públicos  pro-ilustrados de nuestro tiempo, el científico y humanista Noam Chomsky..

En estos  momentos, se dice que las múltiples etiquetas identitarias pueden coincidir en  un mismo individuo: una identidad de género, otra cultural, otra de clase.  Algunos hablan de hibridez. En ese escenario, algunos estudiosos coinciden en  que para oponerse a una dominación que es sistémica, habría que hacer una  especie de «traducción» de todas esas identidades. ¿Cuál es su criterio al  respecto?

En  una época contrarrevolucionaria brutal que empezó con la ruptura de  Breton-Woods por Nixon en 1971 y con el derrocamiento de Allende en 1973 –por  poner dos hitos emblemáticos—, resulta cuando menos sorprendente que, de  pronto, tantos intelectuales supuestamente de izquierda se empezaran a  interesar por el eurocentrismo, por el micropoder, la psicología interpersonal,  la identidad, etc., etc., y dejaran simultáneamente de interesarse por los  mercados financieros, los mercados de trabajo, los salarios reales, la demanda  efectiva, la tasa de filiación sindical, la calidad de la democracia, la  financiación de las campañas electorales, el acelerado cambio climático, el  agotamiento de los combustibles fósiles, por cómo viven los ricos, por las  estructuras de poder dentro de las grandes empresas transnacionales, por la  industria armamentística, por el crecimiento del narcotráfico… En todos esos  apartados se han registrado grandes cambios que explican mucho de lo que ha  pasado en el mundo políticamente en los últimos 30 años. Sin embargo, estos caballeretes  se lo pasan muy bien y cobran sueldos en universidades norteamericanas por  «deconstruir» al colega, por hablar de la identidad, de si alguien es un poco  homosexual y un poco heterosexual, un poco árabe y un poco judío, ese tipo de  asuntos… Eso no está del todo mal, pero me niego a decir que es política, la  política es lo de siempre desde Aristóteles y la gran Aspasia: lucha de clases,  organización de la consciencia colectiva, democracia, economía, distribución  del producto social, economía política crítica. Y contra todo eso, en la vida  académica de los EE.UU., Europa  occidental y América Latina, ha habido en las tres últimas décadas un ataque  oscurantista tan pertinaz como brutal, un ataque frente al cual estos señores,  lejos de protestar, han colaborado por la vía de allanarse cambiando de tema…

Cuando  yo me dedicaba más profesionalmente a la filosofía, dediqué un buen tiempo de  estudio al problema de la identidad personal, que es un asunto filosófico-teórico  muy complicado. Hume, por ejemplo, fue un gran filósofo de la identidad  personal, y planteó el problema con un nivel de sofisticación no tan fácil de  entender hoy, salvo por filósofos profesionalmente entrenados, porque es una  cuestión metafísica muy compleja: ¿en qué sentido puedo decir que soy la misma  persona de hace 30 años? Locke había dado un conjunto de criterios para poder  responder afirmativamente a eso. Hume destruyó filosóficamente con gran  inteligencia e ingenio conceptual esos criterios, y negó que pudiera afirmarse  la identidad personal sobre bases de continuidad de tipo lockeano. Muy bien, es  una gran discusión filosófica. Filosófico-teórica, para ser precisos. Pero la  filosofía política es otra cosa. Hume tiene una historia de Inglaterra y una  filosofía política y económica fabulosas, y en todas esas obras suyas de  filosofía práctica no mezcla las cosas boba y confundentemente, y no pierde una  sola palabra sobre el problema de la «identidad»…

¿Cuán útil ha  sido o es, ahora mismo, un debate sobre la libertad dentro del marco del 34  Festival Internacional de Cine de La Habana?

Me pareció muy bien. Tomé notas  de todas las intervenciones y, en especial, de la de Alfredo Guevara, que para mí es alguien  entrañable y a quien tengo mucho respeto por su biografía de revolucionario. Me  gustó mucho oírle expresar la idea de que no quiere morirse sin ver cómo Cuba  se convierte en un laboratorio para experimentar políticas de izquierda  alternativas en libertad y democracia, en un sentido serio y no falsario o  puramente propagandístico. El mundo y Cuba lo necesitan. Acabo de salir de una  charla con historiadores económicos y sociales en la que se ha hablado también  del futuro económico de Cuba. En el debate ahora vivo entre «cuentapropistas» y  «cooperativistas», como formas alternativas de desestatizar buena parte de la  economía cubana, por ejemplo, yo soy claramente partidario de la vía de las  cooperativas democráticas de trabajadores. Me resulta evidente también que hay  que introducir mecanismos de mercado. Pero una vez más, hay que saber que hay  muchos tipos de mercados, y muchas constituciones políticas distintas de los diferentes  tipos de mercados. Hay que saber qué mercados son muy peligrosos y deben ser  regulados democráticamente de forma severa y estricta (el del trabajo, el del  dinero y el inmobiliario, sobre todo), y qué mercados, en cambio, tienen menor  transcendencia política. Mercado no se opone a plan administrativo público. No  hay mercados no regulados y no-planificados, ni siquiera en el capitalismo  supuestamente más puro (salvo en los malos libros de texto y en los panfletos  ideológicos). El problema es, pues, también, cuáles son los mejores planes para  la regulación de los distintos mercados, y a favor de quién se regulan  políticamente. Y es también cómo construir una administración pública eficaz,  una administración que funcione de verdad, y que no sea una cadena de  irresponsabilidades en la que los que más mandan supuestamente son los más  impotentes a la hora de lograr poner por obra lo decidido. El capitalismo ha  consistido históricamente en un uso particularmente perverso (y cíclicamente  catastrófico) de los mercados (particularmente de los tres antes mencionados),  y hay que saberlo para enfrentarse a su cultura económica con decisión y con  precisión, sin cometer los errores del socialismo real y de la socialdemocracia  tradicional. El siglo XX no ha pasado en vano, el fracaso espantoso del  socialismo real y la tragicómica capitulación de la vieja socialdemocracia ante  el neoliberalismo nos han enseñado algunas cosas…

Antoni Domènech es el editor general de SinPermiso

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