Frente a la imposibilidad de crecer mediante métodos tradicionales, a través de la inversión en capacidad productiva local, ya sea de inspiración keynesiana o bien a través de la iniciativa privada, y para asegurar la paz social (esa que está a punto de irse al garete), se da rienda suelta al crédito. Los avances tecnológicos y el auge manufacturero de Asia provoca paro mediante deslocalización (donde los aumentos del coste de las materias primas y la energía son compensados por la mano de obra barata y la inexistencia de los derechos sociales básicos). Los ingresos de los trabajadores bajan en relación al coste de la vida y la inflación, y ante esto se saca de la chistera el conejo del crédito fácil. El sistema se apoya en una paradoja inestable: la manufactura se va a las maquilas asiáticas que permiten el consumo de productos baratos alimentado por el crédito basura, y a su vez Asia sostiene la deuda occidental.
Al mismo tiempo, unos economistas empachados de matemáticas y con una confianza servil en la eficiencia de los mercados deciden que el crédito fácil no es solamente un instrumento eficaz para compensar la pérdida de poder adquisitivo, y así mantener el consumo y la economía, sino que además se puede hacer negocio con estas deudas, si se empaquetan convenientemente.
Pero las economías recalentadas por el crédito fácil y las burbujas especulativas (de las que participan no pocos hijos de vecino creyendo que la banca no es la única que gana) no tardan en chocar con los límites físicos a la expansión económica, en este caso, un barril de petróleo a 147$ que supone la gota que colma el vaso del desaguisado financiero. Los estados salvan a los bancos quebrados con dinero público, y se escuchan algunas voces que reclaman un cambio, incluso una «refundación del capitalismo» y nuevas varas de medir más allá del PIB. Breve espejismo.
En poco tiempo queda claro quién manda aquí, el «sistema», estúpido y ciego, pero aún poderoso y capaz de infundir el miedo en quien administra el poder democrático, lejos de reformarse, impone a los estados un único camino para salir de la crisis, la austeridad y la disciplina fiscal que ellos nunca supieron aplicarse, y una promesa de crecimiento futuro una vez que la sociedad haya absorbido los daños causados por sus malas prácticas.
El resto será historia. Hasta que no se reconozca que el sistema está podrido, que no hay quién lo salve, y que su software (la teoría económica dominante) ya no sirve en un mundo constreñido por la escasez de recursos y el deterioro medioambiental, no habrá solución posible. ¡Y esto es algo que ni siquiera todos los indignados conocen!
El desafío es enorme, posiblemente el mayor en la historia de la humanidad, reconocer los límites al crecimiento en un planeta plagado de desigualdades, en el que apenas 900 millones de personas dejan sin futuro con su consumo cotidiano a los 6.100 millones restantes no es una tarea fácil. Ni siquiera la mayoría de la izquierda, teóricamente más sensible a las protestas, ha interiorizado la nueva realidad y piensa que aún se puede domar desde dentro al sistema, y que la eficiencia y los mercados volverán a ensanchar los horizontes del crecimiento, y con ellos la esperanza de que el pastel aumente de tamaño y de un respiro a los que menos tienen. El día que la izquierda vuelva a hablar de repartir la riqueza de verdad quizás vuelva a ser digna de ese nombre.
Hace pocos días un presidente hablaba de que un grupo de violentos había cruzado una línea roja, mostraba su indignación y amenazaba con mano dura en el futuro. Lo cierto es que hace décadas que colectivamente hemos cruzado muchas líneas rojas, y de seguir las políticas actuales la situación no hará más que empeorar, puesto que cada vez habrá más personas con menos que perder. Si delante tienen a políticos atemorizados y prestos a enviar a sus esbirros, incapaces de romper la baraja y ponerse de parte del pueblo, el caos inexistente del que hablaba ese presidente será entonces la tónica habitual. Y eso sería un gran fracaso para todos, pues la política perdería el poco crédito que le queda.