Carlos Martínez Alonso y Javier López Facal. El País.25/08/2011.Durante los primeros siglos de la ciencia moderna, su cultivo solía corresponder a caballeros de posibles, bien por su patrimonio familiar o por algún generoso mecenazgo. Ocurría también que el sabio podía obtener alguna sinecura regia, que le permitía dedicarse a su pasión secreta de escudriñar lo desconocido e inexplicado.
A medida que la ciencia se fue desarrollando y empezó a descubrir fenómenos y objetos que podían reportar alguna utilidad e incluso algún beneficio económico, la actividad de los sabios dejó de ser una ocupación de excéntricos visionarios para convertirse en una posible fuente de soluciones a problemas reales y en una herramienta útil a la sociedad y al poder.
Cuando Galileo presentó su recién construido telescopio al senado de la república de Venecia, en 1609, a los senadores les impresionó tanto que desde el campanile de San Marcos se pudiera ver Murano como si estuviese al lado, que lo hicieron fijo en su cátedra de Padua y le doblaron el sueldo. No es que a las autoridades venecianas les interesase mucho el estudio de los planetas del sistema solar, pero aquel artilugio tenía un evidente interés militar para la defensa de la República Serenísima.
Obviamente, el interés de las autoridades fue a más durante aquel siglo, que vio nacer las primeras academias y sociedades científicas, y se fue incrementando a lo largo del siglo XVIII, cuando prácticamente todos los monarcas ilustrados crearon reales gabinetes, jardines botánicos y museos, financiaron expediciones científicas, fundaron academias, observatorios astronómicos y centros de estudios superiores especializados.
Así, cuando Wilhelm von Humboldt creó la Universidad de Berlín en 1810, en un palacio donado por el rey Federico Guillermo III de Prusia, le propuso ya la doble misión de la enseñanza superior y la investigación, e introdujo en el currículo académico materias como la química, la física, las matemáticas o la medicina, además de las materias clásicas, habituales en todas las universidades. Esta universidad habría de servir de modelo a todas las que se irían creando en Europa y en América durante el siglo XIX, y de su eficacia como institución de enseñanza superior e investigación puede dar cuenta el hecho de que entre sus alumnos se encuentran 29 premios Nobel, entre ellos Albert Einstein o Max Planck. El siglo XIX, así pues, vio cómo la actividad de los científicos se convirtió en un asunto de interés general, para los gobernantes y los empresarios, que constataban que de su cultivo se podían obtener ventajas competitivas y negocios saneados.
En ese siglo, la ciencia empezó a llegar incluso al gran público y a los escritores, que crearon un género nuevo, la ciencia ficción. Cuando Mary Shelley publicó en 1818 su Frankenstein o el moderno Prometeo, no solo estaba inaugurando un género literario, sino también sentando las bases para la concepción popular, todavía ampliamente extendida, del científico como persona desequilibrada y potencialmente peligrosa para la sociedad.
El siglo XIX fue testigo de cómo la investigación científica se convertía en una actividad de interés público y, por lo tanto, en una cuestión política. En 1899 escribía Cajal, aludiendo a la derrota española en la guerra de Cuba frente a EE UU: «Bien ajenos estábamos al publicar las páginas precedentes [el opúsculo Reglas y consejos sobre investigación científica], donde nos lamentábamos de nuestro desdén por la ciencia, que habíamos de recoger muy pronto el fruto de nuestra incultura. Una nación rica y poderosa, gracias a su ciencia y laboriosidad, nos ha rendido casi sin combatir… Por ignorar, ignorábamos hasta la fuerza incontrastable del adversario: la ciencia de sus ingenieros y de sus químicos (inventores de bombas incendiarias que barrían la cubierta de nuestros buques e imposibilitaban toda defensa), la superioridad de sus barcos y corazas…».
Estaba, pues, naciendo la política científica que unos años después, ya iniciado el siglo XX, el mismo Cajal formula por primera vez en español: «La posteridad duradera de las naciones es obra de la ciencia y de sus múltiples aplicaciones al fomento de la vida y de los intereses materiales. De esta indiscutible verdad síguese la obligación inexcusable del Estado de estimular y promover la cultura, desarrollando una política científica, encaminada a generalizar la instrucción y a beneficiar en provecho común todos los talentos útiles y fecundos brotados en el seno de la raza».
En tres siglos, la ciencia había pasado de ser una ocupación de caballeros curiosos a un deber inexcusable de los Estados;de afición privada se había convertido en política pública.
En el curso del turbulento siglo XX el cultivo de la ciencia se fue institucionalizando mediante la creación de organismos públicos de investigación. Además, las sucesivas y urgentes demandas de la industria de la guerra conducirían a la puesta en marcha de ambiciosos programas, a los que serían incorporados científicos e ingenieros que trabajaban en la consecución de unos objetivos prefijados. El proyecto Manhattan para producir la bomba atómica que desarrollaron EE UU, Canadá y Reino Unido es el ejemplo arquetípico, pero ni mucho menos el único. Terminada la guerra, se decidió no perder aquella experiencia de trabajo y se empezaron a crear fundaciones nacionales de la ciencia, consejos de investigación y organismos similares, encargados de fomentar y financiar actividades recién definidas como I+D, es decir, investigación más desarrollo, binomio recién inventado, en un principio con modestos fines estadísticos.
El éxito de aquel binomio en las políticas de los países de la OCDE hizo que quienes no habían desarrollado todavía una nueva vía de utilización de los fondos públicos de I+D la incorporaran, con lo que el binomio fue creciendo de varias maneras, siendo la de I+D+i, con la i de innovación, la que acabaría llevándose el gato al agua.
En los años ochenta del siglo la confluencia, esa sí planetaria, del presidente Reagan y la primera ministra Thatcher acabaron imponiendo unos modelos ideológicos y económicos (reaganomics, thatcherismo) que tendrían consecuencias duraderas en las políticas públicas y, por lo tanto, también en las políticas dedicadas a la ciencia: las bajadas de impuestos, los recortes en el gasto público y las desregulaciones – aderezados con dosis de un populismo antiintelectual de los que hace gala, por ejemplo, su digna heredera Sarah Palin- llevaron a cuestionarse la legitimidad de apoyar la investigación científica de carácter básico o fundamental y a considerar aceptable solo la investigación aplicada a las necesidades nacionales, es decir, la investigación considerada inmediatamente útil por los políticos profesionales.
La UE adoptó también este paradigma conservador con la fe del converso. La verdad revelada por la que se rigen los políticos europeos, y fuera de la cual no existiría salvación, se puede formular así: hagamos todos los sacrificios necesarios para aplacar a los mercados, porque ello nos dispensará como recompensa un mayor crecimiento económico que, a su vez, permitirá una mayor riqueza, de la que se deducirá un mayor bienestar. Pues bien, de la misma forma que no le faltaba razón a Borges cuando decía aquello de que «la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante», la ciencia tampoco tiene por qué ser inmediatamente útil; a lo que está obligada es a ensanchar de manera honesta e inteligente el campo del conocimiento humano con lo que, además y en no pocas ocasiones, da pie a que se produzcan notables artilugios y admirables innovaciones, como las vacunas, los antibióticos, el láser, el desarrollo de las comunicaciones o Internet. Lo curioso es que se acepta como única política pública un modelo conservador, de entre los varios modelos posibles que nos ofrece el mercado de las ideologías: la formación, el aprendizaje, la equidad, la transparencia, la capacidad crítica o la mejor distribución de los beneficios de la generación del conocimiento se han perdido por el camino, porque los Gobiernos han abrazado acríticamente el credo conservador.
La ciencia, que desencadenó el proceso de la Modernidad y la Ilustración, ha sido utilizada como coartada y ha acabado siendo instrumentalizada, hasta el punto de que el telescopio de Galileo ya se justifica solo porque sirve para vigilar el movimiento de los barcos en el puerto de Murano.
Carlos Martínez Alonso y Javier López Facal son profesores del CSIC.