Creo que la peor maldición que hoy puede caer sobre un Pueblo es que la política que se practica en su territorio se convierta en el arte de la simulación permanente, del engaño con mayúsculas o con minúsculas, en vez de ser un instrumento para fortalecer las lealtades públicas. Mentiras y lealtad son fuerzas antagónicas. La mentira destruye la lealtad, la lealtad expulsa la mentira.
La política honesta, la política que sirve al Pueblo, contribuye a enraizar los tres tipos de vínculos públicos que nos unen: la lealtad cultural, como ámbito de la nación o básico, la lealtad democrática, como ámbito de las instituciones y la lealtad a la humanidad, como ámbito universal. Los tres están entrelazados y sus relaciones forjan un complejo relieve que cambia en cada espacio y en cada tiempo.
Cuanto más intensos sean estos lazos mejor puede la política democrática cumplir sus funciones esenciales: que las personas y los Pueblos ocupen el centro de las relaciones sociales de poder; que la cultura gobierne la convivencia; que el sistema productivo satisfaga las necesidades de forma sostenible y que logre generar bienes comunes al margen del mercado que garanticen la subsistencia; que la igualdad esencial regule la sociedad y ofrecer motivaciones comunes que conjuren las frustraciones de una vida limitada.
El último tercio del siglo XX se ha caracterizado por un crecimiento desbocado que ha tapado muchas contradicciones y ha convertido la política en una frivolidad practicada por actores que competían para ejercer un poder realmente inexistente. En estos momentos asistimos al fin de esa época y al nacimiento de otra cargada de incertidumbres donde la función política es más necesaria que nunca. Por eso, la peor maldición que puede caer sobre un Pueblo es que la clase política siga instalada en las viejas prácticas del truco o del engaño como comportamientos socialmente aceptados, porque no sólo es éticamente reprochable sino que funcionalmente es una locura.
La principal responsabilidad de los sujetos políticos hoy es cohesionar la sociedad para poder enfrentarse con éxito a los graves problemas que tenemos y esta responsabilidad es mayor cuanto mayor sea la posición institucional que se ocupe.
Este contexto el truco utilizado por el ex Presidente de la Junta de Andalucía para dimitir es aun más inexplicable. Después de 19 años, ha considerado preferible ser nombrado con rapidez Vicepresidente Tercero del Gobierno que seguir las normas parlamentarias de continuar en funciones hasta que el Parlamento andaluz designe un nuevo Presidente de la Junta, aunque para ello haya forzado los mecanismos institucionales más trascendentes. La confusión calculada entre la dimisión como parlamentario y como Presidente como atajo para incumplir lo previsto en el Estatuto constituye una grave quiebra de legitimidad democrática, un golpe contra nuestra autonomía, comparable al hurto de las elecciones propias, y un descrédito para la política.
Sólo se puede reparar el daño acudiendo a la legitimidad de las urnas, porque se ha roto la continuidad institucional del relevo entre Presidentes. El nuevo Presidente de la Junta de Andalucía debe estar legitimado por unas elecciones propias en las que se discutan de forma específica las alternativas para enfrentarnos a una situación inédita: un 22 % de paro, una economía sin rumbo, una sociedad desarticulada y una autonomía en ruinas. Hoy, la simulación en la política es una maldición pública.
Rafa Rodríguez.