Concha Caballero.El País. 23/07/2011.Había en Jaén un personaje conocido como «la mano que aprieta» que poseía cientos de locales y viviendas. Por las mañanas se dedicaba personalmente a cobrar los recibos del alquiler que subía caprichosamente y, al parecer, no tenía miramientos en amenazar a los inquilinos o poner de patitas en la calle a los que no pagaban aunque se tratara de viudas con hijos.
Los niños le teníamos un terrible miedo, parecido al que profesábamos al hombre del saco, el sacamantecas y otras construcciones terroríficas de nuestra infancia. Era chaparro y coloradote. Siempre pensé que su color se debía al esfuerzo al estrangular a las víctimas. El personaje de Jaén, que había acumulado un inmenso capital aunque vivía casi en la pobreza, murió y sus herederos liquidaron en poco tiempo todo su patrimonio. Sin embargo, nunca pudimos imaginar que la figura de «la mano que aprieta» se multiplicaría por nuestras ciudades y que las escenas de las personas arrancadas de sus viviendas con los enseres en la calle podían ser una realidad del siglo XXI
Ya no está de moda escribir a la manera de Charles Dickens. Es una pena. Aunque sería imposible poner cara a los responsables de esta situación que en el siglo XIX tenían rostro y nombre pero que hoy se esconden tras siglas, entidades bancarias y empresas de gestión de riesgos. Una parte importante del esfuerzo civilizatorio de los últimos siglos ha sido la de revestir de asepsia los procedimientos más dolorosos. Los verdugos han conseguido no tener que mirar directamente los ojos de las víctimas e incluso permanecer ajenos al daño que producen.
En España, desde el año 2008, se han decretado 350.000 desahucios de viviendas, cuatro veces más que en los periodos anteriores. La mayor parte de los procedimientos se iniciaron por el impago de las hipotecas contratadas y fueron promovidas por las entidades bancarias. En vez de buscar nuevas soluciones a la actual situación se aplican inmisericordemente los reglamentos y las leyes previstas para los tiempos de bonanza económica y las cláusulas leoninas que aparecían en la letra menuda de los contratos hipotecarios. Ya conocen la historia: los bancos sobrevaloraron el valor de la vivienda como anzuelo para captar a los clientes, e incluso les seducían para que incluyeran otros gastos. Aunque ellos mismos hicieron la tasación del valor del inmueble, ahora recurren a la caída en su valor de mercado para que la diferencia la pague el pobre hipotecado. Así se explica que aunque el desahuciado entregue su vivienda, al ser tasada ahora de forma mucho menor, siga debiendo al banco una cantidad astronómica. Ni la mente malvada de «la mano que aprieta» jiennense pudo imaginar un sistema más cruel de extorsión económica. Legal, por supuesto. Completamente inmoral, sin duda.
Pero nada de esto importa cuando se pone en marcha el infernal mecanismo jurídico: el banco pasa el caso al departamento de impagados, los servicios jurídicos inician el procedimiento, se lleva el caso a los tribunales, se decreta el desahucio y se ejecuta aunque para ello sea necesario llevar más antidisturbios que para una final de la Champions. No suele haber un proceso de negociación, de acuerdo o de revisión de cláusulas. Ninguna institución de las que deberían velar por el derecho constitucional y estatutario a una vivienda digna se persona en el caso y tiende una mano a los ciudadanos afectados. Los derechos, al parecer, se paralizan a la puerta de las instituciones financieras, que argumentan por su parte que si se aprueba el proyecto de dación en pago -o sea suprimir las deudas con la entrega de la vivienda-, arruinarán sus (falsos) activos patrimoniales.
Y para finalizar, un toque absolutamente surrealista: todo esto ocurre en un país que tiene 700.000 viviendas nuevas en stock y varios millones de viviendas vacías. Sucede en un lugar que se proclama una democracia política y social y que escribe en sus textos fundacionales bellas palabras sobre el derecho a una vivienda digna y la protección social.