Rubén Pérez Trujillano
El principio de las culturas fue desarrollado por Blas Infante en Fundamentos de Andalucía, una obra inacabada escrita entre 1929 y 1936, fecha en que fue fusilado por los fascistas. Para Infante la nación no es un ente ontológico, sino que es el individuo y el pueblo, cuya filiación es tan histórica o material como espiritual, el que debe componer voluntariamente el concepto de su propia liberación. Cree que términos como el de “nación” o “nacionalidad” han sido usados generalmente por las clases dominantes y otros grupos humanos hegemónicos (pueblos, oligarquías, dinastías, etnias…) para domeñar a los pueblos y a las clases, íntimamente entrelazados de esta manera.
El principio de las nacionalidades ha sido demasiado tortuoso para los pueblos, en muchas ocasiones la salvaguarda de la razón de Estado y el exterminio. No procede el axioma “a cada nación, un Estado”, sino el de “a cada pueblo su cultura”. La idea de pueblo es abordada por Infante desde dos enfoques. De una parte, en un sentido voluntarista o subjetivo, se trata de “la voluntad actual que exprese el querer de un grupo humano, relativo a ser distinto o libre”. De otra, en un sentido materialista u objetivo, se trata de “la existencia de un grupo humano que haya sido o sea foco originario de un distinto desarrollo cultural”. Que el pueblo es supone para Infante una realidad histórica de índole cultural. Que el pueblo tiene derecho a querer ser y a seguir siendo pueblo diferenciado y, desde ese presupuesto, un pueblo libre, dota toda su originalidad y vigor al principio de las culturas. El hecho de una cultura propia, cuya labor de recuperación no se puede abandonar, da a los pueblos la posibilidad de autodeterminarse, ya en unos parámetros identitarios, ya en una organización jurídico-política.
Este tipo de consideraciones me parecen extraordinariamente vigentes en la actualidad. Parece que pocos cuestionan que la nacionalidad y la ciudadanía sean instituciones jurídicas funcionalmente necesarias por el momento. Pero ambas categorías encierran poderosos intereses corporativos y de clase. Ello puede observarse en los denominados Acuerdos de Protección Recíproca de Inversiones (APRI), pactos bilaterales entre Estados que persiguen captar inversiones extranjeras al mismo tiempo que otorgar seguridad jurídica a sus accionistas “nacionales”. Seguridad jurídica que, a modo de privilegio ofrecido a cierta clase de individuos, acaba con la idea de justicia perseguida por los derechos sociales. Por eso los APRI suponen la instrumentación por parte de un modelo de Estado subalterno de las políticas que le vienen señaladas por las compañías transnacionales, los conglomerados financieros y ciertas instancias interestatales de dudosa intencionalidad (FMI, Banco Mundial, OCDE, OMC, BCE, etc.). Un Estado así de permeable, así de indolente, trae consigo una consecuencia inadmisible: la conversión de la democracia en oligarquía.
En este tipo de convenios, de los que el “Reino de España” lleva firmados unos cincuenta, suelen fijarse algunas cláusulas irrenunciables. Entre ellas se encuentran: a) el derecho a recibir un tratamiento igual o mejor que los inversores nacionales, b) el derecho a la libre transferencia de rentas y capitales, c) el derecho a recibir el tratamiento dispensado a las inversiones procedentes del Estado que goce de un tratamiento más favorable y -quizá el más significativo- d) el derecho a recibir una indemnización especial en el supuesto de que se lleven a cabo medidas de expropiación. Ante la sacralización de la propiedad privada individual en su concepción más absoluta, los Estados no sólo limitan “voluntariamente” su soberanía sobre los recursos naturales y el mercado laboral, sino que además renuncian a su derecho a establecer y regular la organización económica que considere oportuna para el bienestar de la población.
En otras palabras, los grandes inversores extranjeros merecen la consideración de “nacionales” en el seno de muchos Estados subalternos que, como el español, les otorgan el privilegio para sobredeterminar sus políticas más decisivas. Pretexto: la confianza o desconfianza de los mercados. Quiere esto decir en términos políticos que su estatus sobrepasa al de la ciudadanía común, la de los que poseen la nacionalidad española. Por lo que respecta a materia económica, resulta que los ricos eligen dónde cumplir sus obligaciones fiscales, a lo que hay que unir que recientemente las normativas fiscales experimentan una tendencia a homogeneizarse por lo bajo a causa de una globalización capitalista con estas características.
Asimismo, bajo un prisma emotivo, los APRI dejan entrever que esa pretensión primordial, la de inspirar confianza a los especuladores, sitúa la discusión en el ámbito de la mitificación y la inautenticidad, pues, salvo excepciones, esa confianza es producto de una manipulación cuidadosamente emprendida por los medios de comunicación de masas y, sobre todo, por unas agencias de calificación independientes, precisamente, de toda proyección social. Por último, desde un punto de vista histórico, parece verificada la posición victoriosa del gran empresariado y los especuladores financieros, que prácticamente componen una clase social de base transnacional, difícilmente perseguibles por el Derecho civil, tributario o penal si es que llega el caso.
Sabemos que esto no sucede así con otro tipo de personas, a las que nuestro Estado pone trabas para obtener la nacionalidad y, más aún, para obtener los derechos de participación política propios de la ciudadanía. Ni siquiera los ciudadanos de la UE poseen algo más que el derecho a votar en las elecciones municipales. ¿Acaso existe únicamente una nación accesible para los grandes propietarios? Lo que describo se trata de un ejemplo muy concreto, pero no de una metáfora. El caso de los contratos de Estado, sobre los que no podemos detenernos, supone un contrafuerte a nuestro argumento. Ciertas entidades financieras sin legitimación democrática alguna son hoy, manifiestamente, las usurpadoras de la soberanía política, económica y cultural. Los Estados se han vuelto simples caparazones políticos para sus intereses, y las naciones una sombra chinesca a la medida de sus excesos.
Tenía razón Blas Infante cuando escribía que sin nuestra conciencia de pueblo diferenciado bajo la mácula de la opresión, las andaluzas y andaluces no habremos alcanzado por mérito propio el derecho a autodeterminar una organización política y económica ajustada a nuestras necesidades reales. Así puede entenderse aquella afirmación suya: “en Andalucía no hay extranjeros”. Estoy convencido de que en la ponderación de concretas vías para la democratización integral del Estado español, importan más los ciudadanos de un proyecto común, que los nacionales de una nación excluyente. Y de que existen clases y pueblos de cuya liberación depende la nuestra.