Por Raúl Casas
Durante el régimen nazi todas las leyes de segregación racial y las sentencias que ordenaban su ejecución empezaban por la frase “In name des Deutsches folk”. En nombre del pueblo alemán. Se escenificaba de ese modo una de las mayores contradicciones del sistema democrático parlamentario: unos actos de persecución racial que sólo se pueden calificar de como dictatoriales venían aprobados en nombre del pueblo, respetando todas las garantías procedimentales del sistema constitucional.
Tras aquella experiencia a nadie le cabe duda que la esencia de la democracia radica no ya en el imprescindible gobierno de la mayoría sino sobre todo en el respeto de unos derechos y libertades esenciales de todas las personas. A partir de ese momento hay un consenso universal en la idea de que el parlamento, aunque sea el máximo exponente de la soberanía popular, está limitado por la necesidad de respetar los derechos y libertades garantizados en la Constitución.
Para qué sirve un Tribunal constitucional
Cuando hablamos del Tribunal Constitucional de lo que estamos hablando es del único órgano estatal capaz de imponerle al Parlamento el deber de respetar la Constitución. Sólo el Tribunal Constitucional puede anular una ley aprobada por el Parlamento democrático. En definitiva, se trata de la última garantía frente a la dictadura de la mayoría. En estos días en los que cada vez son más las voces que desde la sociedad civil ponen en duda la representatividad real de los políticos electos resulta especialmente necesario recordar la trascendencia del buen funcionamiento de la justicia constitucional; sólo el Tribunal Constitucional puede evitar, sin necesidad de alterar el sistema vigente, que los representantes populares respeten los derechos de los ciudadanos. Si esa garantía no funciona, toda la legitimidad del sistema puede tambalearse.
En este punto conviene detenerse un momento en una cuestión que siempre ha tenido cierta enjundia desde el punto de vista de la democracia más clásica: de dónde le viene la legitimidad a esos doce jueces para imponer sus decisiones por encima de las de los representantes de los ciudadanos elegidos en las urnas. Los magistrados del Tribunal son elegidos por el parlamento, el gobierno y el poder judicial, así que su posición de supremacía no se basa en el modo de elección sino, de una parte, en que la propia Constitución impone que exista un tribunal así y con esos poderes y de otra en la imparcialidad en el desempeño de sus funciones. Es lo que se suele llamar ‘legitimidad de ejercicio’. La imposición de la opinión del Tribunal Constitucional por encima de la del Parlamento sólo se justifica en tanto que se trate de un órgano imparcial, que decida los asuntos conforme a criterios estrictamente técnicos, ajeno a los intereses partidistas o de otro tipo que se hacen valer en la política cotidiana.
Las primeras dos décadas
Durante sus primeras dos décadas de existencia el Tribunal cumplió bastante bien con su tarea. Se trataba de un Tribunal compuesto por los mejores juristas de España, de enorme talla intelectual y con la independencia inherente a ese tipo de personas. Evidentemente, los magistrados del Tribunal siempre han tenido su propia ideología política. Sería absurdo encomendar la defensa de la Constitución a personas sin un alto nivel de compromiso con el Estado y de reflexión sobre la cosa pública. Y quien tiene esas características desarrolla inevitablemente su propia ideología política. Lo importante no es que los magistrados no tengan una concepción propia del Estado y unas ideas propias acerca del modelo ideal de sociedad. Lo importante es que a la hora de decidir sepan equilibrar sus propias creencias con la necesidad de coincidir en un marco general justo y razonable en el que todos se puedan sentir cómodos. El verdadero peligro en un magistrado no es la ideología, sino la integración en una facción partidista que le lleve a anteponer los intereses de su grupo sobre el interés de la Constitución.
Esos primeros años no estuvieron nunca exentos de polémicas públicas. Basta recordar cuando el Tribunal avaló la expropiación de RUMASA, o –con condiciones- la ley del aborto o, años después, cuando excarceló a la cúpula de Batasuna por entender que habían sido detenidos ilegítimamente. Se trató siempre de decisiones difíciles sobre las que en la sociedad misma no había un consenso y que se adoptaron con mayorías exiguas. Provocaron mucha polémica porque era imposible que no hubiera sido así. Pero en esa época las sentencias del tribunal tenían una calidad tal y denotaban tal nivel de compromiso con los derechos fundamentales que socialmente el Tribunal Constitucional disfrutaba de un merecido prestigio. Se extendió la concepción de que se trataba de un grupo de juristas notables, comprometidos con la idea constitucional y dispuestos a pararles los pies al Gobierno y al Parlamento cuando pusieran en riesgo el desarrollo de los derechos fundamentales.
Son innumerables las decisiones, valientes pero técnicamente impecables, que incrementaron durante este periodo la protección de los derechos y libertades. Basta recordar que el Tribunal Constitucional creó el despido nulo por violación de derechos fundamentales, anuló la ley Corcuera por atentar contra la inviolabilidad del domicilio, asentó el derecho de manifestación frente a cualquier obstáculo público, …
Con el tiempo, sin embargo, el Tribunal Constitucional ha ido perdiendo la mayor parte de su prestigio. En gran parte, merecidamente.
El problema de la elección (o no) de los magistrados
El principal problema ha estado en la elección de sus magistrados. Desde un principio los magistrados (salvo los propuestos por el Gobierno) se eligen por un acuerdo entre los dos principales partidos políticos en el que a modo de cuota se reparten el número de magistrados a proponer. En un principio los partidos propusieron a personalidades de la máxima reputación profesional, si bien con ideologías cercanas a los proponentes. En contra de lo que pueda parecer este sistema no era en sí mismo nefasto. El reparto ideológico dotaba al tribunal de un espectro cercano al de la sociedad pero la excelencia técnica era garantía de independencia. Muy pronto los partidos políticos se dieron cuenta de que nombrar a alguien independiente, aunque cercano a su ideología, no les garantizaba en absoluto el control del Tribunal. De una parte resulta que las decisiones de los políticos no son siempre coherentes con la ideología que dicen representar; de otra, los jueces conscientes de su propio nivel intelectual no se sometían a intereses partidistas.
En los últimos años el deseo de teledirigir el Tribunal Constitucional mediante el nombramiento de jueces marioneta ha llevado incluso al despropósito de nombrar a los nuevos magistrados con más de tres años de retraso. Magistrados que fueron elegidos por nueve años han permanecido en el puesto durante más de doce porque los partidos eran incapaces de pactar un nombre, deseosos todos de colar a los suyos a toda costa.
La decadencia del Tribunal Constitucional tiene su origen en la deficiente selección de los candidatos propuestos por los partidos. Con escasas, pero muy honrosas, excepciones hace ya años que los políticos proponen como magistrados a juristas que no destacan ni por su altísima calidad, ni por su compromiso con los derechos fundamentales, ni sobre todo, por su independencia. Los políticos huyen de los intelectuales y de los librepensadores; en su lugar prefieren un perfil más bajo, de burócratas de la justicia acostumbrados a obedecer las leyes más que a juzgarlas. Esta peligrosa deriva tiene graves consecuencias, derivadas de una parte de las carencias intelectuales de los jueces y de otra de su modo de acceso.
Respecto a esto último, los magistrados con frecuencia son conscientes de que quien los ha nombrado les ha hecho un favor. Eso provoca una dependencia y reduce el grado de compromiso con el cargo. Por ello perciben su cargo menos como una responsabilidad que como un privilegio. Los magistrados beneficiados se sienten obligados a devolver el favor. Su fidelidad no es tanto con la Constitución como con el grupo que los elevó hasta esa posición. Están dispuestos a disfrutar al máximo de ella, sin tomarse necesariamente su trabajo con el necesario grado de responsabilidad.
Las carencias intelectuales se suplen de otro modo. Y en este punto es dónde hay que destacar que el propio Tribunal es en gran medida culpable de su actual situación. Y lo es doblemente: por la torpeza de no ser capaz de ofrecer públicamente una imagen de independencia y unidad y por la incapacidad de crear una dinámica interna de trabajo al servicio de la Constitución.
La culpa del TC
La de la imagen parece ser una batalla perdida. En los últimos años el colegio de magistrados ha ofrecido con frecuencia un penosísimo espectáculo, indigno de lo que debería ser la institución. Lo peor no fue que se presentara al Tribunal como un órgano dividido en dos, por mitad, en razón a la obediencia de los jueces a uno u otro de los dos grandes partidos. Más daño hizo la dinámica en la que se entró: una serie de sucias batallas internas en las que los magistrados utilizaron a la prensa para deñarse entre sí. Durante muchos meses los propios jueces filtraron a la prensa el contenido de sus decisiones y otros documentos internos y promovieron la recusación de sus compañeros en un intento de alterar la composición del Tribunal. El Tribunal ha pasado unos años terribles en los que públicamente ha optado por el razonamiento partidista. Con un descaro inédito los magistrados no dudaron en aceptar ante la opinión pública que el resultado de sus decisiones dependía del partido político al que cada uno servía. La ciudadanía percibió que sus decisiones respondían exclusivamente a la obediencia a uno u otro partido y, como en un combate de boxeo televisado, asistió al espectáculo en el que ambos intentaban expulsar a este o aquel magistrado de la deliberación para romper así el empate ideológico y conseguir un fallo adecuado a sus intereses.
Ese espectáculo ha creado en la sociedad la imagen de un Tribunal politizado carente de la mínima independencia. Sin duda no es una imagen real. Entre los centenares de sentencias que se dictan al año la inmensa mayoría lo son por unanimidad y cuando hay magistrados disidentes lo normal es que coincidan magistrados de tendencias políticas distintas. Sin embargo tampoco es exclusivamente una cuestión de mala imagen. El propio Tribunal Constitucional se aleja deliberadamente cada vez más de la tarea para la que fue creado. Gran parte de la culpa, a mi entender, está en el método de trabajo y de argumentación por los que ha optado.
Los magistrados del Tribunal no escriben sus sentencias. Es una afirmación que hay que matizar, pero que es cierta. En el sistema actual los borradores de las sentencias vienen íntegramente redactados, en primera instancia, por un Letrado del Tribunal. Sobre el texto que se le presenta el Magistrado, efectivamente, realiza (o pide al letrado) modificaciones y adaptaciones que hacen que intelectualmente la decisión final sobre el contenido de la sentencia corresponda exclusivamente al magistrado. No se trata de nada escandaloso ni, mucho menos, vetado por la ley o la Constitución. Sin embargo, por la dinámica de las cosas, cuando un juez no construye por sí mismo sus argumentaciones, se coloca a sí mismo en una posición intelectual distinta. Su trabajo ya no es construir argumentos, sino decidir sobre los argumentos que otros crean. En ese contexto el magistrado se aleja intelectualmente de la tarea de crear mediante el razonamiento jurídico y se acerca a la función de votar o decidir sobre construcciones ajenas. La influencia de este modo de trabajo en la perdida de neutralidad de los magistrados y en el descenso de calidad de las sentencias no suele destacarse, pero es innegable.
Un problema colateral al descenso de la calidad técnica de los magistrados es la ‘desconstitucionalización’ del Tribunal Constitucional. Los nuevos magistrados, con un perfil de burócrata del derecho alejado de toda creatividad intelectual, no argumentan con el lenguaje propio de la Constitución, sino con el de los jueces ordinarios. Esto, que a primera vista podría parecer algo positivo en realidad viene a terminar con cualquier esperanza de que el Tribunal recupere nunca su papel.
Los jueces ordinarios aprenden desde sus primeros años a aplicar siempre la ley, sin plantearse si es buena o mala. En sus razonamientos no es necesario entender cuál sea la finalidad de cada ley ni qué papel juegue en la creación de una sociedad democrática. Ellos las aplican o, a lo sumo, juegan a la interpretación bizantina de sus textos, manejando las palabras de la ley como quien rellena un crucigrama. Los jueces se someten a la ley, la obedecen, y a lo sumo la rodean mediante interpretaciones sibilinas.
El Tribunal Constitucional no puede hacer lo mismo. La razón de su existencia está, precisamente, en controlar las leyes. Los magistrados constitucionales deben basar su juicio exclusivamente en la Constitución. Tienen que ser capaces de entender en cada momento cuál es la intención de la Constitución, para qué sirve cada derecho fundamental y, a partir de esa comprensión, deben juzgar si las leyes son correctas o no. Ese tipo de operación se ha vuelto prácticamente imposible en el Tribunal Constitucional actual.
Las consecuencias
Al Tribunal acceden jueces que llevan decenas de años aplicando las leyes. Muchos de ellos se licenciaron antes de que la propia Constitución estuviera en vigor. Y se ven a sí mismos no como un Tribunal exclusivamente constitucional, sino como un segundo Tribunal Supremo. En los últimos años los casos en los que el Tribunal Constitucional se inmiscuye en las competencias de otros tribunales se van multiplicando. El Tribunal se dedica a interpretar cuáles son los plazos de prescripción o qué pruebas han de ser admisibles en vez de aclarar los límites del derecho de huelga o la libertad de expresión. En ese terreno no sólo pierde creatividad sino que, empequeñecido y sin altura de miras, cada vez se parece más a un tribunal ordinario y menos a uno constitucional.
La más terrible consecuencia de esta deriva es que, en estos momentos, el Tribunal Constitucional español cada vez es más cobarde y más inútil. A diario el Tribunal tiene que decidir entre proteger a los ciudadanos independientes o proteger al poder y el orden público. En los últimos años la elección viene casi siempre predeterminada. El Tribunal Constitucional no se atreve a corregir al poder. Los magistrados ni se plantean plantarle cara a los partidos que les han regalado el cargo ni tienen, con frecuencia, la capacidad intelectual para hacerlo. A trompicones se conserva la jurisprudencia garantista de los primeros años, pero en general la tendencia es cada vez a reducir los derechos y a proteger el Estado. Abundan las sentencias en las que la propia corte constitucional se lamenta de la amplitud con la que en otras épocas se reconocieron ciertos derechos fundamentales y los problemas que tanta libertad pueden provocar en el orden establecido.
En esta situación tenemos un Tribunal cobarde, incapaz de defender los derechos fundamentales entendidos como un espacio de libertad frente al poder; con razonamientos propios de cualquier tribunal ordinario y sometido a las leyes que debería controlar; con una penosa imagen pública de entrega total a uno u otro de los dos partidos mayoritarios. No es de extrañar que cada vez más voces pidan la desaparición de la institución.
Eso sería una pena. Si el sistema político no tiene ningún mecanismo que asegure la supremacía de los derechos fundamentales por encima del Parlamento, la democracia está en riesgo. También sus estabilidad, porque entonces la única vía para tutelar los derechos y libertades frente a la imposición de la mayoría parlamentaria estará en la calle.
El futuro
En este terrible panorama también hay buenas noticias. De hecho, la buena noticia es que el Tribunal Constitucional está en estos momentos en una situación inmejorable para enmendar su deriva. La situación política parece más calmada. No hay retos como el del Estatuto de Cataluña, cuando se pretendió que el Tribunal decidiera algo como es el modelo territorial de Estado, sobre lo que ni los políticos ni los ciudadanos habían conseguido ponerse de acuerdo. Tras un retraso record en su renovación nuevos magistrados han entrado, y previsiblemente otros más entraran en breve, todos –teóricamente- con ganas e ilusión y sin la carga de la etapa precedente. El tribunal de un modo u otro ha logrado librarse de lo mas pesado su histórica carga de trabajo y debería poder empezar a acortar el tiempo que tarda en resolver los asuntos. Las condiciones, aparentemente, son óptimas.
El Tribunal tiene ante sí la oportunidad de no aparecer en la prensa a causa de su carnicería interna sino por el valor de sus sentencias. Hay casos pendientes que atraerán atención pública y que darán ocasión de ver si el Tribunal está cambiando su perspectiva: entre ellos la ley de matrimonio homosexual o la nueva ley del aborto. También hay pendientes un numerosos casos relacionados con derechos sociales como el de la vivienda o con otros más tradicionales, como los relacionados con la acumulación de penas o algunos de libertad de expresión con contenido sindical. Es una buena ocasión, si que quiere coger, para demostrar que se vuelve al sendero de la técnica constitucional. A los razonamientos fundados en una interpretación finalista yde los derechos fundamentales y al valor de defender al más débil cuando frente al poderoso pretenda ampararse en las libertades que le da la Constitución.
Por el bien de todos es imprescindible que los magistrados del Tribunal Constitucional recuperen la altura de miras, tomen conciencia de su independencia y de su papel y vuelvan a ser lo que fueron: los garantes de la democracia. Ahora pueden hacerlo, pero no se sabe por cuanto tiempo más.
Tampoco. Es «Im Namen des Deutschen Volkes».
Ya sabemos que las citas en lenguas extranjeras las carga el diablo… y las correcciones más.
Por cierto, el artículo me parece brillante. Gracias!
Tampoco. Es «Im Namen des Deutschen Volkes».
Ya sabemos que las citas extranjeas las carga el diablo, pero las correcciones también…
Por cierto, el artículo me parece brillante. Gracias!
No es “In name des Deutsches folk” sino “In name des Deutsches volk”
Bueno, bueno, bueno¡¡¡¡… simplemente, magistral…la verdad es que es muy importante todo lo que planteas. En mi clase de «Sistema Constitucional de Derechos y Libertades» (asignatura troncal de 2º grado Derecho), cuando explico las instituciones de garantía de los derechos y libertades,… el Defensor del Pueblo, el Tribunal Constitucional (recurso de amparo), el Ministerio Fiscal,,,,en fin, tratamos el asunto desde lo que debe ser, con la letra de la Constitución y de las respectivas normas orgánicas de desarrollo, pero , claro, lo que tú planteas es lo que es, la pura (y cruda realidad). En fin, se lo remitiré a mis alunmo/as por mail, para que conozcan toda la realidad.