Manuel Bustos Rodríguez .Diario de Sevilla.12.01.2011.
Cada día que pasa comprendo cómo una de las causas de la falta de ilusión, de estímulo y hasta de esperanza que hoy percibimos proviene de la saturación y embotamiento que experimentan los miembros de las sociedades desarrolladas. Los profesores tenemos un observatorio privilegiado para ver este fenómeno, tan preocupante como insólito, en los jóvenes.
A pesar de la idea dominante de que el hombre no tiene naturaleza sino cultura, la realidad nos descubre día a día que las personas, a similitud de los líquidos, poseen también su propio punto de saturación, sus propios límites ecológicos. Cuando el volumen de mensajes o de objetos recibidos desborda los límites de su capacidad para acogerlos, asimilarlos o utilizarlos, se produce la saturación, y un embotamiento que les hace refractarias o despreciativas hacia ellos, al margen de su valor.
De producirse la elección, ésta se hace difícil y no está asegurado que sea la más conveniente. A no ser que se posean unos sólidos criterios, rara vez al alcance de una gran masa de población, capaces de permitir el dosificar, seleccionar o filtrar cabalmente lo recibido. Máxime si, como es el caso, nos hallamos ante una sociedad débil en ese tipo de habilidades. Aunque esta saturación genere dependencia, creando una necesidad permanente de información, no por ello deja de provocar la pérdida de sentido del valor real de las cosas. Se tenderá, pues, a infravalorarlas o despreciarlas, incluso, cuando, por su sofisticación o importancia, merecieran ser tenidas muy en cuenta. E igual sucede con las informaciones.
Otra consecuencia es el consumo compulsivo, y, en definitiva, la mengua de la capacidad de asombro hacia las cosas, otrora suscitadoras del mismo, y que por su belleza o interés debieran seguir estimulándolo. Esta carencia exige que el marketing haya de ser cada vez más agresivo, agudo o tecnológicamente más elaborado, con el objetivo de producir sensaciones nuevas en una mente y un sentimiento humanos cada vez más atrofiados, precisamente por haber alcanzado el referido punto de saturación. Y ya no digamos para mover a un sujeto cuyas emociones dependen cada día más de estímulos artificiales, los mismos que, luego, a duras penas, prolongarán su ilusión. El más difícil todavía constituye, pues, el reto de las empresas y agentes de ventas.
El resultado es que estamos llenos de cosas, de estímulos, de información y de imágenes, a veces contradictorios, que suscitan dependencia, pero apenas asombro, inquietud o curiosidad; con frecuencia, ni siquiera sentimientos profundos y sinceros. De ahí que sea preciso casi siempre disimular el que no se tengan.
Lo que lleva, a fin de cuentas, a la indiferencia. En definitiva, a que lo nuevo apenas obtenga acogida más allá del fugaz momento, y a que, como decimos, haga falta recurrir a métodos cada vez más engañosos o sofisticados para captar la atención del receptor. Obvio es decirlo, la democratización del consumo está, junto a la exagerada potencialidad de los instrumentos y recursos para producir mensajes y objetos, en la base de todo ello.
La educación, según apuntaba, emerge en este escenario como cenicienta. El profesor debe motivar al alumno, pues la base de todo aprendizaje estriba en que se despierte la curiosidad por el mismo, de manera que ella le mueva a buscar lo que ignora y aumentar sus conocimientos. Pero esto es cada día más costoso. En la docencia prevalece así el envoltorio sobre el contenido.
No nos extrañe que, en una sociedad con tantos medios y educación obligatoria, proliferen los analfabetos funcionales. Hay que estimular continuamente al alumno para interesarlo por el saber y desarrollar su capacidad de análisis. No se ahorra toda clase de tecnologías. Antes es preciso impactar y sorprender que enseñar, para ver si, de esta forma, se suscita la atención del estudiante, cuya actitud es, por lo general, de desinterés y pasividad.
Y es que, se diga lo que se diga, el hombre no está programado para tanto chisme e información a gogó como le llega. Ocurre que hacemos de la abundancia y la sofisticación tecnológica virtud, renunciando a la sabiduría que sobre las limitaciones del hombre nos trasmitía la mejor tradición.
Pero, ¿cómo vamos a desmontar ahora todo lo que se ha montado, y con tanta gente viviendo del montaje? De momento, huimos hacia delante, sin coger el toro por los cuernos, aunque embotemos con cosas, reales y virtuales, nuestra sensibilidad, reduciendo a la vez la capacidad de gozo. Sólo un «retroceso» doloroso hacia lo esencial, voluntario u obligado, podrá salvarnos; de lo contrario, la depresión y el vacío crecerán. Se comprende que tantos voluntarios en el Tercer Mundo coincidan en afirmar la frecuente simbiosis allí existente entre falta de recursos y alegría de vivir. O que el peregrino compostelano aprenda con cuán poco bagaje puede llegar a besar el Santo.