Rafa Rodríguez
El COVID-19, que ya ha contagiado en el mundo a más de 21 millones de personas, ha causado la muerte a cerca de 750.000, y sigue haciendo estragos en todo el planeta. Las personas pobres han sufrido con más intensidad los contagios del COVID-19, pasando el confinamiento, muchas veces, en apartamentos pequeños y masificados o incluso en infraviviendas.
Sus efectos han trastocado profundamente la economía y la vida misma, al impedir la movilidad y a los contactos sociales, que han sido sustituidos parcialmente por la conexión virtual. La vuelta a una situación que no esté condicionada por la pandemia se está retrasando más de lo previsto y puede durar hasta bien entrado el próximo año, cuando se pueda disponer de una vacuna.
La pandemia, al interrumpir y desestructurar gran parte de la actividad económica, ha dejado al descubierto la fragilidad de las estructuras de la economía globalizada, al mismo tiempo que ha evidenciado la necesidad de tener un Estado capaz de proporcionar seguridad de forma cotidiana y, sobre todo, ante este tipo de catástrofes.
El virus, pero también las guerras comerciales y las amenazas de shocks climáticos, han mostrado la vulnerabilidad de las estructuras económicas globales, sobre todo de las cadenas globales de valor (CGV), que generan alrededor del 60% del comercio mundial.
Al cuestionamiento de la viabilidad de las CGV se suma la profunda transformación por la que atraviesa el capitalismo tras la primera crisis de la globalización en 2008. El conocimiento y la innovación han ocupado el lugar central de la economía, impulsado por la aceleración de inteligencia artificial, la robotización, la neurotecnología o la economía de las plataformas, pero también el conocimiento se ha convertido en una mercancía ficticia.
Este capitalismo cognitivo está provocando la dualización del mercado de trabajo, con minoría de personas bien remuneradas en torno a la economía del conocimiento, pero con una mayoría de personas en condiciones laborales de precariedad e inseguridad, incluso burlando la legalidad, desde los falsos autónomos hasta nuevas formas de esclavitud laboral, sobre todo con los emigrantes sin papeles, como una prueba más de que la nacionalidad se ha revelado como el principal factor para la desigualdad (1).
La digitalización, y la conciencia social sobre su necesidad, ha dado un salto cualitativo durante la pandemia como alternativa laboral y en la prestación de servicios, resaltando, al mismo tiempo, la importancia de la brecha digital como un factor clave en la desigualdad social.
El capitalismo cognitivo está liderado por las cinco grandes multinacionales tecnológicas de EE.UU. conocidas con el acrónimo GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft), que han formado un monopolio en red. No compiten entre ellas, sino que han logrado complementarse dominando una amplia gama de sectores desde las búsquedas online, las redes sociales, el comercio electrónico o los sistemas operativos móviles. Las GAFAM son las cinco multinacionales más valiosas del mundo porque su poder va mucho más allá de la economía. Su tecnología les da servicio a miles de millones de personas, empresas y organismos, en el mundo, con un coste marginal mínimo. Controlan la información, influyen en las relaciones sociales, se han convertido en instituciones de socialización digital y son el factor clave en la conformación de las mayorías electorales. A diferencia de otros grandes poderes económicos, como el poder financiero que necesita la cobertura del Estado por lo que éste sigue mantenido cierto control, las compañías tecnológicas tienen una clara posición de poder sobre los poderes públicos, salvo EE UU, donde radica Silicon Valley. Los demás Estados ni siquiera tienen poder para hacerlas pagar impuestos como al resto de las empresas.
En este nuevo capitalismo la renta se ha convertido en la herramienta principal para la captación de la plusvalía social, en vez de los beneficios empresariales, los salarios o los impuestos.
El poder público, los Estados y sus extensiones, han conseguido recuperar prestigio al comprobarse que son el único garante de la salud pública y de la economía, rompiendo así el pegajoso marco conceptual neoliberal antiestado, que seguía vivo desde los años ochenta del pasado siglo. Sin embargo, este reconocimiento ha sido posible a costa de elevar peligrosamente el déficit y la deuda pública, en un contexto de endeudamiento generalizado también de empresas y familias. La fortaleza del Estado se ha convertido en el factor clave para amortiguar los efectos destructivos de la pandemia a todos los niveles, y su tamaño y cohesión en las condiciones básicas para esta fortaleza.
Los macroestados como China, India o EE.UU. tienen un tamaño que les permite más autonomía, pero también necesitan un nivel básico de cohesión. La Unión Europea ha avanzado significativamente en una repuesta común. Los masivos estímulos financieros desplegados por la UE. EE.UU. y China han impedido que se disparen las primas de riesgo y los intereses de las deudas. Quienes tienen la nacionalidad de Estados con debilidades en el tamaño y en la cohesión están sufriendo las consecuencias sobre la salud de la pandemia y también por la parálisis económica y los cambios en el capitalismo, sin tener las defensas que puede y debe proporcionar el Estado.
Trump ha contribuido a que estos Estados tengan más debilidad por su ataque al sistema de instituciones internacionales, comenzando por la propia Organización Mundial de la Salud (OMS), pero también internamente ha colaborado decisivamente para que EE.UU. pierda cohesión, como se ha puesto de manifiesto con las movilizaciones contra el racismo impulsadas por el Black Lives Matter.
Una nueva geopolítica está naciendo de la crisis de esta segunda crisis de la globalización que abarca también la pérdida de liderazgo de EE.UU. La previsible victoria del tándem Biden – Harris sobre Trump, en las elecciones del próximo mes de noviembre, puede suponer el inicio de la construcción de una nueva institucionalidad global.
El impacto de los meses de confinamiento ha sido desigual para la población según su nivel de ingresos. La pandemia ha dejado a millones de personas en el mundo sin trabajo y sin recursos, sobre todo a quienes tenían trabajos temporales y precarios. La Organización Mundial del Trabajo (OIT) ha pronosticado para este año la pérdida de millones de empleos, de manera definitiva o temporal, lo que se suma a las personas que trabajan sin un contrato y sin ninguna regulación que les proteja. Se calcula que alrededor de 2.000 millones de personas en el mundo trabajan en el sector informal. Según un informe publicado por el Programa Mundial de Alimentos (OMS) y la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la pandemia provocará niveles devastadores de hambre en cerca de 25 países. La mayoría de los países afectados se encuentran en África, si bien la alerta se extiende igualmente a países de América Latina y el Caribe, Oriente Próximo y Asia. Las personas en situación de inseguridad alimentaria grave en los países en riesgo podrían aumentar de 149 millones a 270 millones antes de que acabe el año. Cerca de 6.000 niños podrían morir al día durante los próximos seis meses a causa de las alteraciones provocadas por la pandemia en los servicios básicos de sanidad y nutrición.
Es importante situar ésta segunda crisis de la globalización en el antropoceno como nueva época geológica caracterizada por la intensa agresión contra los ecosistemas biofísicos a causa del enorme impacto global sobre el planeta que la actividad humana está provocando, desde el comienzo de la Revolución Industrial. Existe la amenaza de alcanzar pronto, si no lo impedimos, un aumento de 1,5 grados sobre la temperatura de aquel momento, que previsiblemente puede desencadenar unos bucles de efectos de retroalimentación desbocados y una secuencia de graves episodios de alteración de los ecosistemas del planeta.
Si hay una frase que pueda resumir la situación actual sería la de “vulnerabilidad conectada a la necesidad de cambio”.
(1) Branko Milanovic “Desigualdad mundial. Un nuevo enfoque para la era de la globalización”. FCE, 2018.
- La imagen representa una obra del artista y activista social Keith Haring