Artículo enviado a P36 por Vicente Álvarez.
Hoy, más que nunca, en el momento en que la economía especulativa ha salido a la luz y está siendo juzgada y condenada, es necesario reivindicar la tierra. Para el pueblo andaluz la tierra ha sido seña de identidad ancestral, además de elemento de reivindicación y grito de lucha.
Para los antiguos pueblos costeros del mediterráneo, fenicios, griegos, cartagineses, así como para catalanes o también tuaregs del desierto, el comercio fue su salida natural, buscando unos recursos de subsistencia que su territorio no podía ofrecerles suficientemente. Para otros, de carácter montañés y agreste, vascos, balcánicos, andinos, la guerra y su botín constituyeron la fuente de ingresos necesarios. El dinero, las joyas, la hojalata, los objetos de fácil transporte, fueron traficados y comerciados por judíos, gitanos y otros pueblos perseguidos y en exilio permanente. A los andaluces, el Valle del Guadalquivir, las hoyas entre sierras, la montaña suave, las tierras bajas de la costa, la naturaleza, le ofreció fertilidad, para cultivar, para criar, para recolectar, pescar y cazar. La tierra es para Andalucía la madre que provee, el primer valor, junto al de la libertad, según reza en el himno.
Andalucía fue conocida como el granero de la Península por su enorme producción de trigo sobre todo, pero también de cebada, de avena. Alimentó no sólo a su gente sino a la de otros territorios ajenos, haciendo salir por sus puertos y sus rutas terrestres el grano que en forma de harina conformó alimentación básica de mucha mucha gente.
Los andalusíes perfeccionaron las técnicas agrícolas hasta límites desconocidos hasta entonces, y sostenibles como no se han desarrollado hasta hoy. El riego se llevó a lugares lejanos, las sequías cíclicas se paliaron y la escasez de agua de largas temporadas secas se sofocó con canales, represas y un cuidado uso del suelo en función a sus posibilidades reales. Se introdujo el olivo, optimizador de sierras y ondulaciones del terreno, se mantuvo la vid en una muy tolerante época islámica y se potenciaron los regadíos. Pero a la vez las áreas forestales se aprovecharon sin devastar, la encina, el alcornoque, el matorral se hicieron fuente de subsistencia, la costa se apoyó en sus pesquerías, el monte se pobló con cabra bien pastoreada, la marisma se respetó en su biodiversidad, se cazó sin depredar y se recolectaron los frutos que la tierra regalaba sin contraprestación más allá que la del respeto y la prudencia.
“Está queriendo llover” dicen en el pueblo. Parece que la lluvia tuviera voluntad, de caer o de pasar de largo, como si se le atribuyeran cualidades humanas. Igual que se hacen romerías a diferentes lugares del campo. Los sacerdotes construyeron iglesias donde iban de antiguo las gentes a ejercer su espiritualidad, pusieron nombres a sus vírgenes procedentes de la naturaleza, como las del Rocío, el Valle, el águila, la Peña, la Oliva, la Sierra, la Estrella, el Mar.
La tierra es seña de identidad andaluza, por su presencia permanente a lo largo de la historia, por los productos que le regaló y que le permitieron sobrevivir, por el respeto que el pueblo le brindó, por las tradiciones y vivencias de lo trascendente. Y hoy, en un presente capitalista unido a la especulación, materialista asociado al dinero, depredador aliado al productivismo, industrialista alejado de la naturaleza, ¿podremos, el pueblo andaluz, volver los ojos a la Tierra, a nuestra Tierra?