Estas reformas se guían por el “modelo de éxito”: las universidades estadounidenses. Y como la regla de oro de la comunicación es simplificar, cuando la discusión entra por la puerta la complejidad salta por la ventana. Todo se reduce al choque entre los defensores de la emulación con los resistentes al “American way of University”. Simplicidad de la que se quejan las autoridades, pero que nada han hecho por evitar.
Las autoridades han elegido gobernar sin deliberar, algo tan poco democrático como estéril. Al demonizar la protesta, olvidan que el nivel de democracia lo marca la tolerancia con el heterodoxo y el crítico. Y al evitar el espacio público ignoran que la crítica puede evitar la reforma, pero que la indiferencia la hace inútil: gobernar a pesar de la sociedad es fracasar. Políticos que como la ministra Garmendia confunden publicidad y propaganda, o que como el consejero Vallejo hacen del silencio su mejor argumento, ya han fracasado. No entienden que la participación no es el argumento de quien no tiene nada que decir, sino de quien sabe que el cambio no surge de los asentimientos pasivos, sino con las implicaciones activas.
Las reformas que miran a la Universidad sólo como organización formadora e investigadora pasan por alto lo que la hace insustituible: frente a las Iglesias que institucionalizan la Verdad, la Universidad institucionaliza la duda. Y dudar es vital en un mundo desbocado (Giddens), donde las amenazas son los frutos de nuestros éxitos: el cambio climático, la crisis económica, la miseria persistente… Esta sociedad del riesgo necesita una nueva división de poderes (Beck) que dé autonomía a la principal fuerza de la modernidad: el conocimiento. Porque no podemos arriesgarnos a que esté sometido al Estado-policía post 11-S o el mercado globalizado. Dudar nos inmuniza del saber sacralizado (saber es poder) y nos devuelve la sabiduría socrática del que cuanto más sabe más consciente es de su ignorancia.
Los gobiernos descalifican el conocimiento autónomo para endosarle su fracaso: universidades como torres de marfil que producen parados. Así justifican que haya que tutelar aquellas desde el “mundo real”. El problema es que hay alternativas para formar profesionales y hacer investigación aplicada, pero nadie puede sustituir a la Universidad como garante del conocimiento autónomo. Cuyos éxitos no se reconocen, y los hay.
La alarma sobre el cambio climático no la dieron los organismos estatales legalmente responsables, sino la feliz coalición entre el debate científico y su publicitación por la sociedad (ecologistas). Y respecto a la actual catástrofe económica, sus causas apuntan al mercado y a los economistas que han hecho de la ciencia una mala técnica. ¿De verdad están el Estado o el mercado en condiciones de tutelar a nadie? Sabemos de otros conocimientos tutelados, tan avanzados técnicamente como fracasados: ahí están la pseudobiología soviética de Lysenko y los planes quinquenales. Podemos discutir si el capitalismo derrotó a la URSS, pero quizás todos terminemos siendo víctimas de ir contra la autonomía que postuló Kant.
Necesitamos cambiar la política universitaria, abrirla al espacio público y poner las bases de un conocimiento autónomo tanto del mercado como de la “innoburocracia” (los apóstoles gubernamentales de la innovación). La pregunta relevante no es por Bolonia: es si la política actual sirve para evitar una Universidad tutelada.
Las autoridades han elegido gobernar sin deliberar, algo tan poco democrático como estéril. Al demonizar la protesta, olvidan que el nivel de democracia lo marca la tolerancia con el heterodoxo y el crítico. Y al evitar el espacio público ignoran que la crítica puede evitar la reforma, pero que la indiferencia la hace inútil: gobernar a pesar de la sociedad es fracasar. Políticos que como la ministra Garmendia confunden publicidad y propaganda, o que como el consejero Vallejo hacen del silencio su mejor argumento, ya han fracasado. No entienden que la participación no es el argumento de quien no tiene nada que decir, sino de quien sabe que el cambio no surge de los asentimientos pasivos, sino con las implicaciones activas.
Las reformas que miran a la Universidad sólo como organización formadora e investigadora pasan por alto lo que la hace insustituible: frente a las Iglesias que institucionalizan la Verdad, la Universidad institucionaliza la duda. Y dudar es vital en un mundo desbocado (Giddens), donde las amenazas son los frutos de nuestros éxitos: el cambio climático, la crisis económica, la miseria persistente… Esta sociedad del riesgo necesita una nueva división de poderes (Beck) que dé autonomía a la principal fuerza de la modernidad: el conocimiento. Porque no podemos arriesgarnos a que esté sometido al Estado-policía post 11-S o el mercado globalizado. Dudar nos inmuniza del saber sacralizado (saber es poder) y nos devuelve la sabiduría socrática del que cuanto más sabe más consciente es de su ignorancia.
Los gobiernos descalifican el conocimiento autónomo para endosarle su fracaso: universidades como torres de marfil que producen parados. Así justifican que haya que tutelar aquellas desde el “mundo real”. El problema es que hay alternativas para formar profesionales y hacer investigación aplicada, pero nadie puede sustituir a la Universidad como garante del conocimiento autónomo. Cuyos éxitos no se reconocen, y los hay.
La alarma sobre el cambio climático no la dieron los organismos estatales legalmente responsables, sino la feliz coalición entre el debate científico y su publicitación por la sociedad (ecologistas). Y respecto a la actual catástrofe económica, sus causas apuntan al mercado y a los economistas que han hecho de la ciencia una mala técnica. ¿De verdad están el Estado o el mercado en condiciones de tutelar a nadie? Sabemos de otros conocimientos tutelados, tan avanzados técnicamente como fracasados: ahí están la pseudobiología soviética de Lysenko y los planes quinquenales. Podemos discutir si el capitalismo derrotó a la URSS, pero quizás todos terminemos siendo víctimas de ir contra la autonomía que postuló Kant.
Necesitamos cambiar la política universitaria, abrirla al espacio público y poner las bases de un conocimiento autónomo tanto del mercado como de la “innoburocracia” (los apóstoles gubernamentales de la innovación). La pregunta relevante no es por Bolonia: es si la política actual sirve para evitar una Universidad tutelada.