Manuel González de Molina
La historia contemporánea de España ha estado marcada por dos grandes problemas que han estado tras la mayoría de los enfrentamientos sociales e incluso bélicos desde inicios del siglo XIX, generando inestabilidad y alternancia entre regímenes dictatoriales y autoritarios y cortos pero intensos periodos de democracia representativa. Me refiero a los problemas provocados por la falta de igualdad tanto social como territorial. Las desigualdades sociales han sido comparativamente más agudas que en otros países del entorno y no han cesado de crecer al compás del desarrollo económico del país. Los problemas de articulación territorial del Estado se tradujeron en reivindicaciones regionalistas o nacionalistas a finales del siglo XIX y han sido protagonistas de la política a lo largo del siglo XX.
La Constitución de 1978 y el régimen surgido de ella pareció que ofrecía un cauce democrático para resolver estas desigualdades. Pero los último años, el régimen ha entrado en una crisis parece que irreversible, que amerita un nuevo cambio de rumbo. La crisis es debida a muchos factores, pero algunos de ellos han tenido un protagonismo destacado en su génesis. La crisis económico-financiera ha agudizado aún más las desigualdades sociales, favorecidas por las políticas de ajuste y desmantelamiento del Estado de bienestar llevado a cabo por los últimos gobiernos y forzado por la Comisión Europea. Los problemas de desigualdad territorial provocados por la misma crisis económico-financiera no han encontrado vías de resolución en el marco de la Constitución 1978 y en los acuerdos interautonómicos de financiación. Las aspiraciones secesionistas de Cataluña han reabierto la cuestión identitaria, fomentada por la recentralización impulsada por los gobiernos del PP. Muchos ciudadanos de Cataluña han visto en la independencia la posibilidad de una salida a 1a crisis que no recaiga sobre sus cabezas. Por otro lado, las políticas de ajuste y disciplina fiscal y el rescate bancario han afianzado el convencimiento entre los ciudadanos de que el sistema protege a los grandes intereses económicos a costa de la mayoría de la población. La percepción de que la corrupción es generalizada y sistémica, especialmente entre la “clase” política se ha añadido a las mencionadas políticas y ha acabado por deslegitimar el marco político establecido en la Constitución de 1978.
El resultado de todo ello ha sido la aparición de nuevas demandas de democratización, de las que el 15 M es un fiel reflejo. Incluso, buena parte de las movilizaciones por el derecho decidir en Cataluña forman parte de esas demandas. La emergencia de nuevas formaciones políticas (Cs y, sobre todo, Podemos) ha significado su politización. Esta nueva oleada de democratización, que podríamos numerar como “la cuarta oleada” si seguimos a John Markoff, no es propiamente española, si bien España ocupa un lugar destacado en su emergencia, es de carácter internacional y en ella se deben incluir fenómenos como las primaveras árabes, los movimientos similares al 15 M como el norteamericano “Occupy Wall Streat”, etc… Las demandas de democratización han tenido, además, una traducción importante en el apoyo recibido por los partidos emergentes en las últimas elecciones generales, creando la expectativa de una Segunda Transición que de nuevo aborde los dos grandes problemas de desigualdad social y territorial.
A la vista de la radicalización política en torno a la cuestión catalana, los partidos políticos tendrán que acometer, con mayor o menor radicalidad, pero de manera urgente una reforma de la constitución de 1978 que busque, o al menos lo intente, una solución a la cuestión territorial. Las soluciones posibles se reducen a tres. Que las cosas sigan más o menos como están, solución esta que tendrá costes muy fuertes y provocará una fuerte inestabilidad política cuyas consecuencias son difíciles de prever. Que se reforme la Constitución para otorgar a Cataluña (y PV, Galicia) un grado relevante de autonomía política y fiscal, volviendo a la propuesta de un Estado asimétrico constitucionalizada en 1978 y que Andalucía desbarató. Finalmente, una solución que implique una nueva estructura federal o confederal de Estado, con mecanismos de solidaridad interterritorial reales.
El riesgo de que finalmente tenga lugar una solución asimétrica es alto. En consecuencia, Andalucía va a tener que luchar de nuevo por el reconocimiento que ya lograra el 28 de Febrero. Lo va a tener que hacer en un contexto de nuevo hostil. En estos últimos meses se suceden las declaraciones anticatalanistas y proespañolistas de dirigentes andaluces, especialmente de la presidente a de la Junta, que con la cortada de la igualdad territorial conseguida el 28F, practican una defensa del unitarismo españolista más evidente. Estas declaraciones, como las de otros dirigentes del PSOE y del PP, recuerdan el coro de voces que alumbró el “regionalismo” castellano del primer tercio del XX, en realidad un movimiento profundamente anticatalanista dirigido contra la posibilidad de constituir Mancomunitat Catalana en 1912. En realidad lo que se está es tratando de utilizar el sentimiento andalucista como arma arrojadiza contra los nacionalismos periféricos. Critican el lema de “Andalucía como la que más”, amparándose en la igualdad entre territorios, pero igualándolos por abajo, esto es sujetándolos al Estado, y no por arriba, equiparando a Andalucía con todas las demás comunidades que quieran tener el máximo autogobierno.
Estas declaraciones dan alas, además, a quienes piensan que en Andalucía no existe un hecho diferencial ni sentimiento más allá de cierto regionalismo folclorista. Las protestas autonomistas de los setenta y el 28 F fueron episódicas y fueron utilizadas para cercenar las aspiraciones de otras nacionalidades, se argumenta. En realidad lo que se está diciendo es que Andalucía no tiene ningún papel que jugar en la nueva articulación territorial del Estado español, ya que no parece tener una identidad diferenciada de la española ni existe en este momento una reivindicación de autogobierno como la que se da en Cataluña, más bien lo contrario. Incluso en medios académicos se ha extendido la idea de que el problema territorial no se pudo resolver en su momento por la irrupción de Andalucía en el debate territorial, propiciando el café para todos. Si se hubiera reconocido los derechos de las comunidades históricas, se dice, el problema estaría resuelto. A ello no es ajena la persistencia en esos ámbitos de las categorías política de análisis de la cuestión nacional propias de una concepción decimonónica del nacionalismo que el Andalucismo Político desmintió hace ya tiempo. Categorías que están obsoletas en la Teoría Política del nacionalismo, pero aún muy vivas en el mundo político y en algunos medios académicos: la asociación entre nación y rasgos étnicos; la asociación nación y Estado; la reificación de los conceptos de soberanía e independencia; la dicotomía entre nación y región; o la asociación entre derechos territoriales e identidad étnica.
No es de extrañar, entonces, que la cuestión se plantee de nuevo como una cuestión de derechos históricos de la nación catalana en confrontación con la nación española, de manera excluyente y con un fuerte tinte identitario. Pero, se debe tener claro que el nacionalismo no es más que un vehículo de comunicación que crea comunidad en torno a un proyecto político e institucional. Tras la cuestión territorial en España subyace, en realidad, el problema de acceso o no a los recursos comunes y el derecho a gestionarlos democráticamente… Es un error caer en las trampas de nacionalismo etnicista (historia inventada, confrontación lingüística, cultural, etc..) si se quiere solventar la cuestión territorial.
Para evitar que Andalucía se vea de nuevo relegada a un papel secundario económica y políticamente y que de paso fracase o sea efímero el arreglo que se le dé a la cuestión territorial es imprescindible desmontar la tesis principal que, se ha puesto de moda de nuevo: Cataluña, País Vasco y Galicia son las únicas nacionalidades históricas que pueden protagonizar y, de hecho lo están intentado hacer, un proceso de autodeterminación. Ello no se deriva de su voluntad de serlo, sino de la posesión de un hecho diferencial concretado en la existencia de una lengua, una cultura e instituciones históricas propias. Este planteamiento es, como hemos dicho, políticamente intencionado y no se corresponden con la realidad. La historia reciente de Andalucía y España muestra al menos tres hechos que sitúan la cuestión territorial en un terreno no sólo más favorable para los intereses de Andalucía sino también para la propia resolución pacífica de este problema secular, la articulación territorial del Estado. Veámoslos.
1. Andalucía es una nacionalidad histórica que ya se autodeterminó.
Las manifestaciones del 4 de diciembre de 1977 y el referéndum del 28 de febrero de 1980 significan indudablemente la reivindicación de la existencia de Andalucía como sujeto político, aunque no se expresara en términos de incompatibilidad con la existencia de España (independentismo o nacionalismo). Hay que recordar que estas movilizaciones tuvieron el suficiente impacto como para alterar el modelo de articulación territorial del Estado diseñado en la constitución de 1978, que en origen consagraba una articulación asimétrica entre autonomías de primera y de segunda. Este es un hecho muy destacable: Andalucía no puede asumir a largo plazo un trato asimétrico sin movilizarse.
Esta voluntad política de autogobierno (similar a la autodeterminación) surgió no de pactos entre élites sino de una movilización popular tan exitosa que sorprendió a sus propios convocantes (las organizaciones políticas de la izquierda) y las obligó a reconceptualizar el significado de la identidad andaluza. La irrupción de Andalucía, con un discurso diferente al nacionalismo tradicional rompió las reglas del juego nacionalista y sigue rompiéndolas. Ningún arreglo territorial tendrá legitimidad sin la movilización activa del pueblo andaluz. El resultado de este proceso de “autodeterminación” fue la aprobación existencia de un Estatuto de Autonomía que en la práctica considera Andalucía como una Nacionalidad Histórica. Reforzado aún más con la reforma estatutaria de 2007, que da rango constitucional a esta consideración.
Este proceso de autodeterminación o de construcción de la identidad política en Andalucía no se hizo sobre la base de rasgos étnicos definidos (lengua, cultura, fueros o especificidades jurídicas) preexistentes, sino exclusivamente sobre la voluntad colectiva de erigirse en sujeto político. El Andalucismo Político desactivó y puso de manifiesto, por tanto, la inconsistencia de los planteamientos tradicionales sobre la cuestión nacional y la identidad política y cultural. Especialmente de la que atribuía a la identidad étnicamente definida derechos colectivos inalienables. Esto tan predicable es para el nacionalismo catalán o vasco como para el nacionalismo español. Estos contenidos rupturistas del Andalucismo Político (en realidad entroncan con el primer nacionalismo clásico, en el que la voluntad democrática del pueblo soberano constituye el elemento decisivo) deberían pasar de nuevo al centro del debate.
En consecuencia, el debate sobre la articulación territorial del Estado debería plantearse en términos de utilidad y conveniencia, dentro de un marco democrático, y no de manera esencialista o identitaria, como de nuevo se plantea. De lo contrario algo tan poco democrático y poco racional como las identidades colectivas ocuparán el centro del debate, dificultando la búsqueda de soluciones. Sólo un debate sobre la articulación territorial del Estado que se base en el reconocimiento de su carácter plurinacional y en la decisión democrática de autogobernarse, y no en derechos históricos o en hechos diferenciales, puede proporcionar una solución estable y duradera.
2. La historia reciente de Andalucía muestra que incomprensión de la naturaleza de la identidad política y cultural de Andalucía puede conducir al fracaso de su movilización popular en un momento crítico en el que se va a redefinir el arreglo territorial del Estado español.
Si seguimos asumiendo las viejas concepciones del nacionalismo etnicista, que vinculan la identidad cultural diferenciada con los derechos políticos, estaremos condenados a jugar un papel subalterno y no seremos protagonistas de la solución. Andalucía es la única capaz de dirigir la búsqueda de una solución federalista, basada en la democracia y en la equidad territorial y, por tanto, estable en el tiempo. La existencia de una nación española históricamente dada (opinión que vuelve a estar bastante extendida entre la clase política española) se vuelve incompatible con la existencia de naciones como la catalana, la vasca o la gallega también históricamente dadas. Y viceversa, el reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado sería en esta concepción incompatible con la existencia de España como nación. No hay soluciones por esta vía.
La identidad política de Andalucía y la manera en que se conformó durante la Transición Política, proporcionan una salida alternativa a la cuestión territorial en España. Efectivamente la identidad política andaluza que emergió en la transición y que aparece como mayoritaria en las encuestas de opinión hasta hoy, entiende la defensa de Andalucía y de la autonomía no como un resultante automático de la existencia de rasgos étnicos diferenciadores (esto es, la existencia de única cultura andaluza definida por rasgos históricos y antropológicos), sino de la idea de la marginación social y económica de Andalucía en el modelo de Estado centralista mayoritario en la España contemporánea. En la conciencia de los andaluces las distintas identidades territoriales (local, regional y estatal) se conformaron como identidades concéntricas y no excluyentes. Una identidad andaluza que es compatible con la pertenencia a España, que expresa un elevado grado de vinculación entre reivindicaciones autonomistas, preferencias por la democracia y solución a los problemas derivados del subdesarrollo.
Efectivamente, los andaluces interpretaron a finales de los años setenta la autonomía política como la oportunidad de ver resueltos los dos problemas más graves que se venían arrastrando desde siglos: las enormes desigualdades sociales y el atraso económico. Esta interpretación sigue hoy plenamente vigente. En realidad, la definición política de la identidad andaluza ha sido y es una cuestión de pragmatismo socioeconómico. Esta identificación entre democracia, autogobierno y resolución de los problemas sociales y económicos constituyó, además, la clave de la movilización popular. Los rasgos esenciales de esa identidad política son, por lo tanto, la equiparación de autogobierno, democracia y reducción de las desigualdades. Digo esto porque en Andalucía no tiene posibilidades de triunfar una movilización que pretenda basarse en rasgos culturales o étnicos. En este sentido, los derechos sociales (consagrados en el Estatuto) forman parte de esta identidad cívica de los andaluces, expresión de un fuerte sentimiento igualitarista.
En este sentido, la reivindicación del máximo nivel de autogobierno para Andalucía, bien ejemplificado en el lema “Andalucía como la que más”, no debe ser entendido como un freno a las reivindicaciones de catalanes, vascos y gallegos, o como el deseo de institucionalizar la desigualdad entre territorios, sino por el contrario como un instrumento político con el que avanzar en la construcción de un modelo territorial verdaderamente plurinacional, de soberanía compartida, compatible con la solidaridad territorial.
3. Los principales rasgos de la “cultura nacional” andaluza (universalidad o cosmopolitismo, mezcla o diversidad étnica, pluralismo cultural, etc.) que cristalizaron a lo largo del siglo XX, especialmente desde 1977, son además de especial utilidad para ordenar el debate territorial en este momento histórico.
Toda identidad política se fundamenta en una identidad cultural y es difícil que ocurra lo contrario. La única manera en que es posible hacer compatible la democracia con la identidad cultural es consiguiendo que la identidad cultural sea un derecho individual y no colectivo y que pueda hacer frente a la diversidad étnica a la que estamos abocados en un mundo globalizado, donde las migraciones se han convertido en un fenómeno estructural. Uno de los principales retos políticos que afrontamos consiste en pasar de un demos culturalmente homogéneo y étnicamente definido a un demos multicultural y multiétnico en del nacionalismo democrático consiste. La realidad europea lo está demandando. Se trata de eliminar en lo posible las adherencias etnicistas de la identidad, fundada en los valores de la diversidad cultural y la democracia
El andalucismo democrático, especialmente en estos mementos en que nos enfrentamos al reto de construir una sociedad multicultural y multiétnica, debe fundamentarse en una identidad construida sobre la pluralidad, el mestizaje, la diversidad, donde la posesión de derechos, valores e instituciones de naturaleza democrática contribuya decisivamente a la cohesión. La cultura andaluza es, pues, una cultura plural y multiétnica o, si se prefiere, basada en una identidad mestiza. Este carácter pluralista y no étnico de la “cultura nacional” andaluza tiene sus antecedentes en las primeras formulaciones de la identidad andaluza, incluso en las primeras definiciones del Andalucismo que hizo en su tiempo Blas Infante.Identidad que, precisamente por ello, no está amenazada y no suele dar lugar a fenómenos nacionalistas reactivos de naturaleza étnica como ocurre en otras comunidades como Cataluña o el País vasco, donde la lengua, las instituciones y algunas manifestaciones culturales están amenazadas por la aculturación que trae consigo el proceso de globalización.
En definitiva, en el debate territorial debería estar impregnado de la filosofía pragmática y antiesencialista, profundamente pluralista del Andalucismo Político, presente ya desde que surgió el Ideal Andaluz de Blas Infante. Una posición dialogante e integradora, más centrada en los aspectos que realmente importan, estos los problemas de naturaleza socioeconómica (el desempleo y la situación de emergencia social, la salida de la crisis económico-financiera, las consecuencias de la crisis ambiental, especialmente del cambio climático y sus consecuencias, nuevo modelo de desarrollo del inmediato futuro, una vez acabado el modelo del ladrillo, el fenómeno de la inmigración, los nuevos derechos sociales, etc.) que de las cuestiones identitarias. Andalucía debe asumir de nuevo el papel de árbitro en la contienda nacionalista……, pero no para acentuar los problemas sino para resolverlos.