@RaulSolisEU | Marisa vive en Córdoba y tiene tres hijos, a los que está criando sola tras su divorcio. En el último año ha trabajado tres meses y sobrevive gracias a los cheques de emergencia que le da la trabajadora social del Ayuntamiento. Los cheques no son infinitos, sólo tiene acceso a dos en un año y con el último le ha comprado unos juguetes baratos en el chino del barrio a sus hijos, el mayor de 11 años y la más pequeña de trece meses. Marisa tiene 40 años, pero las bolsas ennegrecidas de las ojeras, las arrugas que le cruzan la cara y la mirada cabizbaja y el semblante de derrota indican que tiene más edad.
Aurora tiene cinco hijos, la mayor de doce y el más pequeño de año y medio. Los hijos de Aurora viven en un barrio en el que las paredes de los edificios se caen a pedazos y donde se ha convertido en norma ir a comprar a la tienda de la esquina el café, el colacao y las pastillas de caldo por unidades, por sobrecitos, como hacían nuestras abuelas en los años más duros del siglo pasado. Los hijos de Rocío nunca comen fruta y pescado en casa porque su madre hay días que tiene cero euros en el monedero.
El marido de Aurora estuvo trabajando en la recogida de la fresa en Huelva esta primavera, pero ya se quedó en el paro y no sale nada. Sólo estuvo dos meses, durmiendo en pisos patera y cobrando 36 euros por días de trabajo de diez horas. Hacía años que en esta casa no entraban ingresos que no fueran los 25 euros que el Gobierno de España da al mes por cada niño en situación de exclusión social, cantidad que las onegés recomiendan subir a 100 euros al mes, para luchar contra la pobreza infantil, pero PP y Ciudadanos, que son muy moderados, sensatos y constitucionalistas, no lo ven bien y han votado en contra de una propuesta de Unidos Podemos en el Congreso de los Diputados.
Encarna, que tiene en el cuello una cicatriz del navajazo que le dio su exmarido, que a punto estuvo de costarle la vida, vive en un barrio a media hora del centro de Sevilla, pero con paisajes arquitectónicos y humanos de posguerra. En el pisito de 45 metros cuadrados de Encarna, que lo calienta con un calefactor de un bazar chino que cuesta 10 euros y en el que las humedades pegan muerdos a las paredes, vive también Darío, el niño que tiene miedo a que su padre se acerque por el barrio.
Darío tiene 12 años y no sabe lo que es estrenar ropa y zapatillas porque con los 450 euros que gana su madre limpiando casas no hay posibilidad de mucho más después de pagar luz, agua y los 250 euros de alquiler de un piso que mucha gente no querría ni regalado. El barrio de Darío forma parte del ranking de los diez barrios más empobrecidos de España, de los cuales nueve son andaluces.
Los hijos de Aurora, Marisa y Encarni tienen en común que nunca comen pescado y fruta en casa, que no estrenan ropa y calzado, que se traen la merienda y la cena del cole y que su dieta de fines de semana y días de vacaciones es pasta con tomate, refrita con ajo, con cebolla o sin ajo y sin cebolla. Son los niños y niñas que no forman parte de las preocupaciones de quienes nos tratan de convencer que proteger a la infancia es negar que una drag queen participe en la cabalgata de Reyes Magos de Vallecas.
Según la ONG de protección a la infancia Save the Children, 1 de cada 4 niños andaluces (25,7%) y 2 de cada 10 niños y niñas españoles (16,7%) no recibirán esta noche más reyes que el arropo de su madre y algún muñeco que generosamente recogen las entidades vecinales por estas fechas para amortiguar el golpe inhumano de un país que en diez años ha alcanzando niveles de empobrecimiento y desigualdad impensables para la cuarta economía de la Eurozona.
Mientras nos entretenemos en polémicas absurdas, como si las cabalgatas tienen que salir antes para evitar la lluvia o sobre si es bueno para los niños ver a una drag en la cabalgata, estamos olvidando lo importante: la ilusión rota de casi millón y medio de niños y niñas que viven en España y que han sido empobrecidos por los mismos que ponen el grito en el cielo de que los niños y niñas vean con sus ojos a una drag queen.
Sería de risa si no fuera porque los tres hijos de Marisa, los cinco de Rocío y Darío tienen rostro, sonrisas insatisfechas, ilusiones rotas, vidas truncadas por la pobreza y oportunidades que nunca les llegarán por haber tenido la mala suerte de nacer en un país en el que a nadie le parece relevante destacar por estas fechas que millón y medio de criaturas inocentes no comen nunca pescado, ni fruta, que se calientan con calefactores de diez euros, que muchas noches se acuestan con cuatro galletitas maría, migadas en la leche que su madre ha recogido en Cáritas o en cualquier otra ONG de emergencia social, y que esta noche se acostarán sin ilusión de Reyes Magos porque saben que si su madre no tiene trabajo la magia no existe.