ALAIN TOURAINE.
Todos los países situados en la zona de influencia de Wall Street y la City están amenazados. Estados Unidos, endeudado de los pies a la cabeza, desde el Gobierno al particular, se encuentra en una situación que algunos consideran sin salida. La City, que tiene mayor peso en la economía británica que Wall Street en la norteamericana, se ha visto afectada más directamente a causa, en particular, de la importancia de las inversiones internacionales de la antigua potencia imperial.
A su vez, para los países de la zona euro, la voluntad de China y Estados Unidos de mantener sus monedas, el yuan y el dólar, en un nivel bajo, infravalorado, también representa una amenaza directa, pues, inevitablemente, ataca a las exportaciones europeas.
Paralelamente a los problemas de la economía, los de la ecología nos obligan a tomar decisiones muy difíciles. La gran conferencia mundial de Copenhague nos ha dejado una imagen inquietante sobre la dificultad de alcanzar acuerdos. Dado que Estados Unidos se ha mostrado decidido a no hacer sino esfuerzos insuficientes, de nuevo es a Europa a quien se le pide un sacrificio suplementario. Los países pobres, o mucho menos ricos, exigen que los países del Norte paguen su deuda -150.000 millones anuales-, pues, durante años y años, sólo ellos emitieron gases de efecto invernadero. El Norte se ve ahora conminado a cambiar su modo de consumo muy rápidamente. Por otra parte, China le concede poca importancia a los juicios del resto del mundo, pues sigue extrayendo la mayor parte de su energía del carbón. Y el tiempo pasa. De aquí a 2020, habría que reducir las emisiones de CO2, no ya en un 20%, sino en un 30% e incluso un 50%, y Europa tendría que alcanzar el 80% antes de 2050.
Así, en unas pocas líneas, se hace evidente que, en lugar de esperar el final de la crisis financiera y económica, de un mes a otro nos encontramos ante unos problemas económicos y ecológicos fundamentales que exigen de todos un esfuerzo muy difícil de conseguir. Tenemos que reconocer que hemos llegado a los límites de lo posible intentando mantener nuestro modo de vida y nuestros métodos de gestión financiera. La suma de estos dos órdenes de problemas nos sitúa indiscutiblemente ante un peligro de catástrofe mayor.
A esto hay que añadir una tercera crisis, a saber, la de la acción política y, más precisamente, de la expresión política del descontento, las reivindicaciones y las denuncias. ¿Quién es responsable de las crisis? Es seguro que no se trata de una crisis social, es decir, de una crisis que enfrenta a dos categorías o clases sociales, por ejemplo. Unos piden que los países del Norte paguen por el comporta-miento de sus antepasados. Otros quieren defender los intereses y derechos de nuestros sucesores y de aquellos que viven -generalmente muy mal- en regiones del mundo alejadas de la nuestra. Al extenderse a lo largo de un espacio y un tiempo casi ilimitados, los conflictos rebasan el mundo social; sólo pueden comprenderse por su oposición a un sistema financiero y económico que se ha colocado fuera del alcance de todas las intervenciones sociales y políticas.
Una oposición así ya no puede fundamentarse en la defensa de cierta categoría social; debe tener un carácter universalista, ya que se trata de defender al conjunto de la humanidad. Apelamos a los derechos humanos contra la globalización económica. Cada vez hablamos menos de intereses y más de derechos. Tal es la transformación principal de nuestra vida social. Es tan profunda que nos cuesta percibirla y, sobre todo, carecemos de los medios institucionales necesarios para resolver nuestros problemas. ¿Las ONG pueden reemplazar a los partidos y a los sindicatos? Sería paradójico decir que las organizaciones no gubernamentales pueden reemplazar a los Gobiernos. Las ONG desempeñan un papel importante en la concienciación de la población, pero ésta debe dotarse a sí misma de nuevos medios de acción propiamente políticos.
Esta manera de abordar los problemas de nuestro futuro no es la de los economistas; no estoy seguro de que sea la de los políticos, pero debe ser la de los sociólogos, para los cuales una situación es más el resultado de la acción de mujeres y hombres que el efecto de unas fuerzas económicas que le imponen a la sociedad la búsqueda racional del interés como prioridad absoluta. En el presente caso esto es aún más claro que en general. Pues, frente a unas fuerzas económicas no humanas, la resistencia no puede venir de la defensa de intereses específicos; sólo puede venir de la invocación de unos derechos universales que son pisoteados cuando los seres humanos mueren de hambre o se ven privados de trabajo o libertad para que los financieros puedan seguir aumentando sus beneficios.
Ese levantamiento en nombre de la defensa de los derechos más elementales y, por tanto, más universales, es la única manera eficaz de oponerse a los intereses de los financieros puros y duros. Es poco probable que tal levantamiento se produzca, porque la contradicción, en mi opinión real, entre financieros y ciudadanos no parece capaz de proporcionar un objetivo concreto a las protestas populares. Es el pensamiento ecológico el que da a las protestas lo que ellas no consiguen por sí mismas, un objetivo positivo de vital importancia: salvar nuestra atmósfera, impedir o limitar las consecuencias de los cambios climáticos, que pueden ser catastróficas.
Pero todo esto es incierto, en un momento en que acaba de clausurarse lo que ha dado en llamarse la «conferencia de la última oportunidad». En un futuro próximo, en los diez próximos años, corremos el peligro de ser víctimas de nuevas crisis económicas, de un agravamiento del riesgo ecológico y de una confusión política cada vez mayor.
Si tuviéramos que decir hoy cuál es el futuro más probable, el agravamiento de las crisis o la concepción y la construcción de un tipo nuevo de sociedad basada en el respeto de los derechos humanos de la gran mayoría, tendríamos que responder sinceramente que la hipótesis pesimista tiene más posibilidades de realizarse que la optimista, que deposita su confianza en la capacidad de los seres humanos para salvar su propio porvenir.
¿Hay que deducir una implosión de los centros económicos que dominan la vida económica del mundo desde hace varios siglos? Si los europeos se dejan avasallar por el eje chino-estadounidense, que se opone a la reevaluación del yuan y del dólar, este escenario no es imposible.
Y así llegamos a nuestra hipótesis central: la construcción de un nuevo tipo de sociedad, de actores y Gobiernos, depende antes que nada de nuestra conciencia y de nuestra voluntad, o, más sencillamente aún, de nuestra convicción de que el riesgo de que se produzca una catástrofe es real, cercano a nosotros y de que, por tanto, tenemos que actuar necesariamente. Pero esta convicción no se forma por sí misma en cada ser humano. Nuestros representantes políticos, al más alto nivel, discuten sobre ella e imaginan lo que puede pasar en 2020 o en 2050, en un lenguaje que no da suficiente cuenta de la urgencia de las decisiones a tomar.
Nos encontramos ante tres crisis que se refuerzan mutuamente y nada nos garantiza hoy que vayamos a ser capaces de encontrar una solución para cada una de ellas. En otros términos, en vez de soñar de forma irresponsable con una salida a la crisis que suele definirse, demasiado alegremente, en función de la reanudación de los beneficios de los bancos, debemos tomar conciencia de la necesidad de renovar y transformar la vida política para que ésta sea capaz de movilizar todas las energías posibles contra unas amenazas que son mortales.
Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
Publicado en El País. 06-01-2010