Javier Valenzuela.El País.12/01/2011.
Obsesionados por los árboles del islamismo y el yihadismo que les ocultan el bosque de una región gangrenada por el autoritarismo, la corrupción, el raquítico desarrollo económico y las profundas desigualdades sociales, muchos europeos no aciertan a entender estos días lo que está ocurriendo en el norte de África: espontáneas y virulentas revueltas juveniles en Túnez y Argelia, reprimidas a sangre y fuego por los gobernantes. Y sin embargo, la clave de interpretación es bien es sencilla: la juventud del Magreb y el valle del Nilo tiene sed de libertad, trabajo y dignidad, está más que harta de malvivir.
Desde el Atlántico al mar Rojo, los países norteafricanos tienen una serie de características comunes. Viven allí unos 200 millones de personas, un tercio de ellas menores de quince años y dos tercios menores de cuarenta. Estamos hablando de una población joven y vitalista, que, además, ya no es tan analfabeta. El medio siglo transcurrido desde las independencias de esos países ha hecho que muchos norteafricanos tengan hoy estudios primarios, secundarios o hasta universitarios, y no sólo los varones, también las mujeres.
Ese mayor nivel de educación se corresponde con una menor resignación y unas mayores expectativas de vida, a lo que cabe añadir que los jóvenes norteafricanos saben cómo va el resto del mundo: ven por satélite las cadenas de televisión occidentales, y también la árabe Al Yazira, y, aunque sea en mugrientos cibercafés, son entusiastas de la información y la comunicación a través de Internet.
De raíz derechista, proamericana y liberaloide, como el de Túnez, o de raíz izquierdosa, tercermundista y socialistoide, como el de Argelia, los regímenes norteafricanos llevan lustros sin satisfacer las más mínimas expectativas de sus juventudes. Ni dan empleo (el paro entre universitarios puede llegar al 40%), ni garantizan libertades y derechos, ni tan siquiera ofrecen ocio y entretenimiento. Ni pan ni circo.
Entretanto, los gobiernos, y las sociedades civiles, de Europa sostienen hipócritamente a esos regímenes so pretexto de que son muros de contención del islamismo político. Mientras detengan (y, si es menester, torturen y ejecuten) a los barbudos, la cosa va bien. Pero esta actitud tiene dos serios problemas. Uno, político y moral: la evidencia del doble rasero de un Occidente que dice defender la universalidad de la democracia y los derechos humanos. El otro, de mera eficacia: estos regímenes son bomberos pirómanos en relación al islamismo; su despotismo y su corrupción son los principales argumentos de los propagandistas de los partidos de Dios, su incapacidad de ofrecer nada a la juventud la convierte en una cantera de reclutamiento para los barbudos.
Y lo mismo puede decirse respecto a la inmigración. Europa apoya a estos regímenes para que pongan barreras que impidan o dificulten la travesía clandestina del Mediterráneo. Pero es su incapacidad para generar riqueza suficiente y, sobre todo, para distribuirla con un mínimo de equidad lo que constituye una fuente permanente de creación de candidatos a la inmigración.
Lo de Túnez es particularmente escandaloso. Como ese país está abierto al turismo occidental, al que garantiza confort y seguridad, y es durísimo con los islamistas, el régimen de Ben Alí lleva lustros gozando de carta blanca. Así que en la práctica, el supuestamente modélico Túnez ha ofrecido en las últimas dos décadas menores niveles de libertad que Argelia y Marruecos, lo que ya es decir.
Túnez está regido por Ben Alí, un militar de 74 años de edad que lleva ya 23 en el poder. Se trata de un fenómeno común en el norte de África, donde el gobernante más joven es el marroquí Mohamed VI, con una década en el trono. El egipcio Mubarak, el libio Gadaffi, el argelino Buteflika ya detentaban el poder desde antes de que nacieran la mayoría de sus, llamémosles así, súbditos. Hagan ustedes el contraste entre la juventud de las poblaciones y la decrepitud de los gobernantes, y tendrán otro elemento de explicación para lo que está ocurriendo.
¿Qué podría hacer Europa? Para empezar, darle la voz y la palabra a los reformistas y demócratas del Magreb y el valle del Nilo. En estos tiempos de la información convertida en espectáculo, el exabrupto de cualquier loco yihadista da grandes titulares en nuestros medios, mientras no se les da el menor cuartelillo a los que luchan por un norte de África que evolucione política, social y culturalmente hacia la convergencia con Europa. Y luego cabría darles un apoyo real a esos reformistas. La formula no es tan complicada: cualquier ayuda a los países del sur del Mediterráneo debería estar vinculada a progresos reales en el camino hacia la democracia, los derechos humanos, la igualdad de la mujer y la corrección de las desigualdades sociales.
Pero difícilmente va a ser así. Los demócratas del norte de África comparten el sentimiento lúcido y amargo expresado hoy en EL PAÍS por Mustafá Benjaafar, un opositor tunecino entrevistado por Juan Miguel Muñoz: «No tengo ninguna esperanza en que Europa nos ayude». La salvación tendrá que venir de ellos mismos. Y eso es lo que empuja a los miles de jóvenes tunecinos y argelinos que, en contra de los topicazos, no se manifiestan estos días para pedir la prohibición del alcohol y la obligatoriedad del hiyab, sino para reclamar trabajo y libertad.
Esta semana andamos estudiando en Conceptos y enfoques los modelos de democracia (en términos burgueses, es decir las democracias capitalistas, ambos términos antagónicos). Para ello, ponemos ejemplos de cada uno de los modelos (liberal, democrático-participativo, pluralista-competitivo y sucedáneos) para luego compararlos entre ellos, con autoritarismos y totalitarismos. La profe distinguió entre totalitarismo, autoritarismo y democracia, definiendo al segundo como una mezcla “híbrida” entre el primero y el tercero, producida por un período de transición de totalitarismo a democracia truncado o no desarrollado. Automáticamente uno realiza un esquema mental e identifica al franquismo como totalitarismo, a la transición como proceso truncado por el gatopardismo y, como resultado, al actual régimen español con el autoritarismo: un régimen con las mismas instituciones obsoletas (y cargos, véase el actual Jefe de Estado o ex-ministros franquistas como Manuel Fraga) del totalitarismo franquista, y con algunas de las características de la democracia pluralista-competitiva, como por ejemplo elecciones libres y plurales.
La profe, con su particular halitosis a socialdemocracia, se ciñó al modelo pluralista-competitivo, es decir, a cualquier democracia occidental como la española, y dados los sucesos actuales tunecinos, puso de ejemplo de autoritarismo a dicha república. Esta comparación le pareció bien al baboso de primera fila que asiente con la cabeza incluso cuando la profe estornuda, por lo que siguió en su desarrollo.
Empezó diciendo que los principales protagonistas de las revueltas tunecinas son los estudiantes, principalmente por dos razones: la primera porque carecen de salida laboral y la segunda porque una de las chispas que prendió la revuelta estudiantil fue la inmolación del graduado y desempleado Muhammad Bouazizi[1]. Mientras la profe describía con ahínco la desastrosa situación laboral de los graduados, yo me preguntaba por qué no hacía lo propio con la desastrosa situación laboral de los graduados aquí en España. Más que nada porque su clase está repleta de jóvenes con la esperanza de trabajar después de estudiar. Ni una palabra, y eso que aquí “los graduados que siguen viviendo con sus padres cinco años después de acabar los estudios superiores representan casi el 40 por ciento”[2] y “sólo el 50 por ciento declara que volvería a estudiar la misma carrera en la misma universidad “[3].
La profe describió la represión policial a dichas revueltas como algo propio de un autoritarismo, y razones no le faltan, pues se cuentan por más de veinte las bochornosas muertes de los manifestantes a manos de las Fuerzas de un Estado legitimado y felicitado por Occidente, sus democracias, su Banco Mundial y su FMI[4]. Automáticamente, pero salvando las distancias y entiendo que el grado de autoritarismo -”fascitización”- es directamente proporcional al del activismo revolucionario, mi mente se fue a Barcelona y visionó a los estudiantes cargados de libros siendo golpeados por los mossos d’esquadra a mamporrazo limpio mientras protestaban por el Plan Bolonia. Por suerte no hubo muertes pero cabe preguntarse de qué sirve manifestarse -pacíficamente- si a lo único que aspiras es a que te llenen el cuerpo de moratones. Que nos digan desde un principio que las leyes y medidas tomadas por los de arriba son inamovibles e incuestionables, que nuestra opinión no cuenta. Claro que eso supondría honestidad y desenmascaramiento, y eso no conviene.
A continuación la profe nos habló de un aspecto clave a la hora de distinguir entre autoritarismo y democracia: la libertad de expresión. Nos dijo que, como otros tantos, también se infringe ese derecho en la República Tunecina[5], aunque nos puso de ejemplo otro autoritarismo más cercano: el marroquí. Nos contó que allí se han detenido a varios jóvenes por cometer delitos tales como llevar banderas en el móvil del Sáhara o hacerse un perfil en Facebook con el nombre del Rey. Puntualizó que eso jamás podría pasar en una democracia como la nuestra. Automáticamente se me viene a la cabeza la portada de El Jueves, que costó a sus dos dibujantes 3.000 € a cada uno por dibujar al Príncipe y su esposa en pleno acto sexual[6], o el rapero que por insultar al Rey y a la Guardia Civil fue condenado a pagar una multa de 1.440 €[7], o el alcalde de Puerto Real, José Antonio Barroso, condenado a pagar una multa de 6.840 € por llamar “corrputo” e “hijo de crápula” al Rey[8]. A continuacion saqué unas cuantas reflexiones sobre esta cuestión: la primera es que algo habrá hecho el Rey para que se metan tanto con él. La segunda es que creo, y digo creo, que si no pagas una multa de más de 3.000 € vas a la cárcel por llamar a las cosas por su nombre, por mucho procedimiento judicial que haya de por medio. La tercera es que la profe debería de haber explicado la bendición occidental y concretamente española hacia el autoritarismo marroquí, cuyo Rey es amigo del nuestro. La cuarta es que podríamos seguir contando denuncias y multas pero está más claro que el agua que aquí hay libertad de expresión para mentir o callar: en el momento en que radicalizas (el término radical, que los burgueses usan despectivamente, significa consecuente) tu discurso estás condenado al ostracismo, a la marginación y criminalización o, en el peor de los casos, a la Audiencia Nacional.
La profe prosiguió en su comparación describiendo los derechos políticos, tan importantes como los derechos civiles, ambos violados en la República Tunecina, a pesar de que, como en las democracias occidentales, hay elecciones, en el caso tunecino cada cinco años[9]. Nos dijo que se están violando especialmente en estos momentos de tensión, en los que hay represaliados políticos. Por ejemplo, el 12 de enero fue detenido el portavoz del Partido Comunista de los Obreros de Túnez, Hamma Hammami[10]. Nos dijo que la diferencia entre un autoritarismo y una democracia es que el primero juzga los ideales, y la segunda juzga los hechos. Rápidamente se me vino a la mente la inmortal imagen en la Audiencia Nacional del Camarada Arenas, cuyos órganos de expresión -y de su partido- han sido prohibidos por el Gobierno[11], igual que el diario Alternatives de Hammami en Túnez. El Camarada, como otros tantos del PCE(r), arrastra una condena bochornosa de años a pesar de que no tiene un sólo delito de sangre. También se me vino a la mente Arnaldo Otegi, que está en la cárcel por dar un mitin, es decir, por hacer política. O las decenas de organizaciones ilegalizadas por hacer política[12], o medios de comunicación ilegalizados por hablar en euskera, como en el caso del Egunkaria, que tras siete años de cárcel, la misma Audiencia Nacional absolvió a sus trabajadores, ya que “las acusaciones no han probado que los procesados tengan la más mínima relación con ETA”[13]. Pero, ¿quién devuelve los años de cárcel y los agravios producidos por una represión política ejercida a todo aquel que se salga del redil establecido? ¿Acaso una democracia, un Estado de Derecho, permitiría la persución y el encarcelimiento de ideas políticas? Llegué a la conclusión de que hay demasiadas cuestiones que toda alma inquieta debería intentar resolver.
Mientras la profe nos contaba las maravillas de nuestra democracia, con el asentimiento del baboso de la primera fila, como la pluralidad y la diversidad política, una joven levantó la mano y dijo: “Pero… Por mucho que yo pueda votar, sólo tengo la oportunidad de escoger PP o PSOE, que a fin de cuentas son prácticamente lo mismo”. La profe, sorprendida ante una cuestión tan fácil y evidente, tuvo que merodear e irse por los cerros de Úbeda para acabar soltando un rollo que no venía al caso para distraer la atención del alumnado y esquivar la cuestión. Pero la cuestión es que el sistema mayoritario español, apoyado en la injusta Ley de Partidos, fomenta y potencia el bipartidismo, perjudicando a la manida pluralidad, a los partidos pequeños, llegando a cometer la tropelía de valorar más un voto a un partido grande que a un partido pequeño. ¿Qué diversidad y pluralidad hay cuando mi voto cuenta menos que el de mi profe? Además, ¿qué diversidad y pluralidad hay cuando los partidos pequeños son condenados al ostracismo, a la marginación, ya que los grandes medios pertenecen a los grandes partidos que a fin de cuentas resultan ser el mismo? ¿Y cuando algunos partidos son ilegalizados, qué diversidad y pluralidad hay? Tener la oportunidad de escoger la salsa con la que seremos engullidos no es ni pluralidad ni diversidad ni democracia, sino legitimar nuestro propio engullimiento.
Gracias a Cronos se acabó el tiempo y terminó la clase. Mi profe debería estar contenta: ahora sé diferenciar entre un autoritarismo y una democracia; ahora sé diferenciar entre una democracia y el régimen español.