Concha Caballero / Dicen que los especialistas en marketing, antes de lanzar un nuevo producto al mercado, emplean cientos de horas en averiguar cuál es la diferencia fundamental con sus competidores, qué novedad ofrece, cuál puede ser el gancho más efectivo para el consumidor. Cuando han completado su tarea intentan asociar esa novedad a algún sentimiento o emoción porque lo que vende no es la razón sino la emoción.
Así, una de las mejores campañas recientes es la de un café, diez veces más caro que el de nuestra cafetera tradicional, que nos vende la ilusión de ser superiores, envidiados por los dioses y tratados como George Clooney en locales de lujo situados en el centro de las ciudades.
La monarquía, en términos comerciales, es más fácil de vender que la república. La monarquía tiene caras conocidas, nombres concretos, ritos tranquilizadores en un país que todavía porta en sus genes el miedo a la desestabilización, pero sobre todo tiene, en la actual sociedad de consumo, un valor indiscutiblemente mayor como reality show, como gran hermano hereditario y perpetuo, como show de Truman con sus atardeceres pintados y su realidad guionizada.
Más allá de los discursos aburridos, de los desfiles militares, de los invitados idénticos a si mismos , de los trajecitos pastel y las cómicas genuflexiones, el verdadero mensaje del jueves, el valor diferencial de la nueva monarquía es que estos, a diferencia de los anteriores, se quieren, se acarician y no se les ve pinta de matar elefantes. Ya no son una familia numerosa, azarosa, peligrosa, sino una familia nuclear, reducida, incapaz de producir sobresaltos al menos en los próximos diez años.
El amor es su hecho diferencial y las demostraciones amorosas se brindaron en todos los momentos de la ceremonia y al alcance de todos los fotógrafos. A la entrada, con las manos entrelazadas; por la espalda, con suaves toquecitos; en el corto viaje, con caricias en la cara y, finalmente, en el balcón real en todo su esplendor. Allí la escenificación se hizo doble, como dobles son los reyes, y hubo un sorpresivo beso, también de perdón o de excepción, de la reina-víctima a su exesposo infiel.
Tanta demostración de amor no se hace en vano. Letizia subrayaba y repetía cada gesto amoroso por si hubiese pasado desapercibido. No era casualidad, ni tampoco fruto de una naturalidad de la que carece. Era la escenificación del cuento de hadas, la pareja feliz, la familia perfecta. Demasiado perfecta para una España en crisis. Pero los relatos postmodernos empiezan con un icono, no con un proyecto ni una idea.
Fallaron las multitudes que, asombrosamente, no salieron a la calle a celebrar los nuevos tiempos. Los acompañó la indiferencia de una sociedad que no está para fiestas reales, para palabras vacías, ni para historias de amor tan perfectas. Quizá porque en ese mundo de la calle se vive más dolor que alegría; se pronuncian palabras feas como “paro”, “pobreza” o “desigualdad” que estuvieron proscritas en esta celebración. Porque el amor en la calle es un sentimiento íntimo que nos cura muchos males, pero en la política puede ser una pura mercancía que, como dice Isaac Rosa, se enseña cuando no se tiene nada que ofrecer.