Rafa Rodríguez
La dinámica del capitalismo global determina en gran parte cómo se desarrolla el conflicto político, aunque la lucha política se desarrolle básicamente en el interior de los Estados.
La dialéctica entre el espacio global y el sistema de Estados es una de las grandes claves para orientar los marcos políticos estratégicos y para conocer los márgenes de maniobra que tienen los representantes políticos de las clases populares para defender los intereses de éstas que, en la actual etapa del capitalismo, se identifican con los intereses de la humanidad.
La iniciativa estratégica es por ahora del capital global a pesar de carecer de un proyecto de reforma de las instituciones internacionales como repuesta a la gran crisis (tal como ocurrió después de la II Guerra Mundial cuando EE.UU. lideró una nueva institucionalidad económica global en Bretton Woods). Su estrategia nos lleva a un escenario de confrontación entre el capitalismo y la democracia porque está agudizando los problemas estructurales que causó la crisis de la globalización y no da respuesta a los grandes retos que tenemos planteados: ha apostado por paliar los efectos de la crisis exclusivamente a través de políticas monetarias expansivas otorgando un protagonismo sin precedente a los Bancos Centrales mientras continúa profundizando en las políticas neoliberales. Y para ello necesitan subordinar a los Estados.
Cualquier propuesta de cambio tiene que partir de la constatación de la existencia de un sistema de Estados jerarquizados que encapsulan el conflicto político y condicionan a la opinión pública tanto porque la única forma efectiva que tenemos de participación política es a través de los mecanismos representativos dentro del Estado como porque los niveles de bienestar de la ciudadanía están determinados por los niveles de éxito o el fracaso económico del Estado hasta el punto que la nacionalidad es el primer factor de desigualdad.
De acuerdo con los datos que proporciona Branko Milanovic (“La era de las desigualdades”; “Los que tienen y los que no tienen”) la desigualdad mundial ha aumentado en los dos últimos siglos en vez de disminuir (coeficiente Gini: de un 50 a principios del siglo XIX a 65 a principios del XXI) pero además ha cambiado la composición de la desigualdad. Mientras que a principios del siglo XIX la diferencia se debía a los ingresos promedios dentro de cada Estado (70%) que se podría llamar «desigualdad de clase», y el 30% a las diferencias entre países ahora su composición se ha invertido y se explica en un 80% por la diferencia de ingresos entre Estados (desigualdad por el territorio y condición de ciudadanía) y un 20% a las diferencias de ingreso dentro de cada Estado.
El capitalismo global es muy conciente de la importancia que tienen los Estado para el modelo de acumulación y distribución por lo que, por lado, alimenta un marco ideológico teórico donde los Estados no existen o deberían existir (teoría del equilibrio general) que ejerce una gran influencia en los marcos cognitivos de la ciudadanía, incluso progresista, pero, por otro, ejerce una presión estratégica sobre los Estados, que modula según la posición en la jerarquía del sistema, para subordinar a los Estados directamente mediante gobiernos afines y en todo caso sometiéndolos a un proceso de dependencia a través del endeudamiento y la asfixia fiscal y a una dinámica de competencia a la baja para facilitar la llegada de capital internacional, obligándolo con este chantaje a legislar en función de sus intereses.
En este doble proceso: asfixia fiscal y competencia para ofrecer las mejores condiciones a las inversiones de las grandes multinacionales, los Paraísos Fiscales juegan un papel de primer orden: permiten la evasión fiscal de los beneficios de las grandes corporaciones y de los grandes patrimonios y presionan a la baja en los sistemas impositivos estatales que gravan las rentas del capital.
El escándalo de los “papeles de Panamá”, y la condena unánime de la opinión pública internacional a quienes han utilizado Paraísos Fiscales para eludir las obligaciones fiscales de sus Estados, demuestra la intuición popular que existe sobre cómo estos “no espacios” (offshore) constituyen un elemento central en la dinámica de confrontación y subordinación que el capital global, al haber renunciado a reformas globales que permitan un nuevo equilibrio entre democracia y capitalismo, está llevando a cabo contra los poderes públicos.
La opinión pública es conciente de que estamos ante una cuestión que implica el ser o no ser de las conquistas sociales: sin una fiscalidad equitativa no se pueden financiar los derechos básicos que conforman el Estado social (educación, salud, pensiones, prestaciones por desempleo, etc.) y sin Estado social no hay ya democracia.
Los Estados democráticos, para poder ser considerados como tales y para representar la voluntad de la mayoría, no pueden someterse al chantaje permanente del capital financiero. Es necesario que las fuerzas progresistas puedan gobernar con nuevos proyectos basados en el fortalecimiento de la democracia participativa y en el principio de cooperación internacional entre los poderes públicos frente a la dinámica de competencia neoliberal entre los Estados que impone el capital global.
El escándalo de los “papeles de Panamá” ha puesto el foco de la opinión pública en el papel que juegan los Paraísos Fiscales. Es la hora no solo de la condena penal y social de los tramposos y delincuentes que aparecen en la lista sino de una acción política que obligue a los Estados a establecer mecanismos de cooperación internacional para acabar con la existencia de los Paraísos Fiscales empezando por lo que existen dentro de la Unión Europea.