Jesús Mosterín.
Los toros son animales, es decir, seres vivos con alma o ánima. En especial, los toros son mamíferos (Mammalia). El neurólogo español José Manuel Rodríguez Delgado, que en la universidad de Yale hizo importantes experimentos activando eléctricamente diversos puntos del sistema límbico, descubrió los centros del placer y del dolor en el cerebro. Rodríguez Delgado comprobó sus hipótesis en toros; en 1953 hizo en España experimentos famosos en los cuales a los toros llamados bravos les implantó en el cerebro unos electrodos, conectados a un receptor de ondas de radio, y a continuación, con un emisor de radio, los hacía enfurecerse, aplacarse, avanzar hacia él o retroceder; luego repitió el experimento con seres humanos, y les puso también electrodos en las mismas zonas del cerebro con exactamente los mismos resultados. Estos experimentos resultaron políticamente incorrectos, por lo cual tuvo que abandonarlos. Rodríguez Delgado ha tenido una vida muy movida, pero sus experimentos con los centros del placer y dolor del cerebro constituyen notables contribuciones a la neurología del siglo XX. Él ponía los electrodos en exactamente los lugares equivalentes de los cerebros de ambas especies, lo cual no es ninguna sorpresa, porque el sistema nervioso de todos los mamíferos es muy parecido.
La única parte del sistema nervioso en la que los humanes nos diferenciamos de los demás mamíferos es la corteza cerebral. Por eso somos diferentes en las cosas que hacemos con la corteza cerebral, como, por ejemplo, hablar, calcular o componer música. La corteza cerebral es distinta y más pequeña en los otros mamíferos; por eso los otros mamíferos no hacen matemáticas, ni música, ni tienen un lenguaje recursivo como nosotros. Pero las emociones, el sentir placer y dolor, celos, ambición, miedo, alegría y frustración son cosas que compartimos con los demás mamíferos, dado que son comunes tanto las estructuras cerebrales que las producen como los genes que codifican esas estructuras cerebrales.
Clasificación y taxonomía
En la clasificación científica de los animales, los mamíferos se dividen en órdenes. Por ejemplo, nosotros pertenecemos al orden de los primates, al igual que los chimpancés o los macacos. Los toros pertenecen al orden de los artiodáctilos (Artiodactyla), término que en griego significa ungulados con un número par de dedos. Los artiodáctilos son un orden de mamíferos que se especializó desde el principio en la huida. El mundo está lleno de peligros y ante los peligros se puede reaccionar de diversa manera. Una manera consiste en enfrentarse al peligro luchando y, en cierto modo, buscándolo. Otra manera, a veces más prudente, de reaccionar ante el peligro consiste en echarse a correr en dirección contraria, que es la manera como actúan los artiodáctilos. En las gigantescas manadas de miles de ñus que recorren las sabanas y estepas del Serengueti (en África oriental), basta con que uno presienta un peligro para que de pronto todos esos miles de grandes animales echen a correr en dirección contraria, sencillamente porque tienen miedo. Y cuando uno quiere fotografiar un artiodáctilo, siempre es un poco difícil, porque se echa a correr. En la mayoría de las fotos, las gacelas aparecen de culo, porque siempre se echan a correr en dirección opuesta al fotógrafo, por lo que en la foto no sale la cabeza, sino la parte trasera del animal.
El orden de los artiodáctilos abarca varios subórdenes, entre ellos el de los rumiantes, al que pertenecen los toros. Los rumiantes son vegetarianos extremos, especializados en comer hierba, que contiene mucha celulosa, algo que los demás mamíferos no podemos digerir. Los
rumiantes tienen un aparato digestivo muy complicado que está hecho para descomponer esta celulosa y poder alimentarse de ella, ocupando así el nicho ecológico de las praderas herbáceas. La especial adaptación de los rumiantes a la alimentación herbácea se manifiesta en su sistema digestivo, que incluye un estómago provisto de cuatro cámaras: la panza o rumen, la más grande, a la que va a parar la hierba recién comida, que fermenta allí por la acción de enormes multitudes de bacterias y otros microorganismos, que convierten las moléculas de celulosa de la hierba en azúcares asimilables, y de donde vuelve a la boca a ser masticada de nuevo. La comida ya fermentada y masticada pasa sucesivamente a la redecilla, el libro y el cuajar (donde tiene lugar una digestión propia, no ya de las bacterias). En las praderas donde merodean los predadores, el sistema facilita una rápida ingesta de hierba, que luego puede ser rumiada lentamente en lugar seguro, lo cual es una gran ventaja para estos animales siempre a la defensiva. Del nombre ‗rumen‘ del primer estómago o cámara estomacal procede el término ‗rumiante‘.
Los rumiantes son los más pacíficos de todos los artiodáctilos. Son animales timoratos y siempre dispuestos a la huida. Tienen miedo mientras pastan en la sabana y están siempre alerta ante el peligro de ser atacados por los predadores. Comen muy deprisa la mayor cantidad posible de hierba que pueden y se llenan a toda prisa la panza de hierba, sin masticarla ni digerirla; luego se marchan a un refugio, a un sitio donde estén tranquilos y fuera de la vista de los predadores; allí se tumban en esa posición típica de los rumiantes, que se pasan la vida tumbados y parece que no están haciendo nada, aunque sí que están haciendo algo, están masticando e ingiriendo esa ingente cantidad de hierba que metieron en el rumen al principio. También la costumbre de pastar en manada constituye una defensa frente a los predadores. En resumen, los rumiantes son miedosos y huidizos, son la cosa menos agresiva que existe. El toro es un rumiante, que solo desea que lo dejen pastar y rumiar en paz.
La familia más numerosa de artiodáctilos rumiantes es la de los bóvidos (Bovidae), caracterizados por tener cuernos de hueso, y entre los que se cuentan las cabras, ovejas, rebecos, saigas, búfalos, bisontes y vacas. Los cuernos de los bóvidos no son armas para defenderse de los predadores, sino instrumentos para llevar a cabo los combates rituales entre machos de la misma especie por las hembras, por el territorio o por el rango en la jerarquía social dentro de la manada. Por eso son los machos los portadores de los mayores cuernos y por eso tienen sus cuernos formas curvas poco eficaces para pinchar o atacar. De hecho, los machos no se pinchan unos a otros con los cuernos, sino que se golpean con las bases de los mismos. Acorralados por un predador, los toros antes se defienden a coces que a cornadas.
Dentro de los bóvidos, la subfamilia de los bovinos (Bovinae) abarca los cuatro géneros de los búfalos acuáticos o asiáticos (Bubalus), los búfalos africanos (Syncerus), los bisontes (Bison) y las vacunos (Bos). Los bovinos tuvieron una presencia masiva durante el Pleistoceno, según testimonian los abundantes fósiles e incluso las pinturas rupestres de Lascaux o Altamira, con sus representaciones de bisontes y toros primitivos. Los bisontes pasaron de Asia a América y nunca fueron domesticados.
Los uros o toros primordiales (Bos primigenius primigenius) fueron domesticados en Asia y el Oriente Medio hace unos ocho mil años y de ellos descienden todos los vacunos actuales (Bos primigenius taurus). En la Antigüedad seguía habiendo uros salvajes en toda Europa y norte de África, pero la caza y la roturación de los bosques fue reduciendo su número. Todavía hace mil años el bosque centroeuropeo estaba habitado por bisontes y toros primigenios (uros), además de ciervos, corzos y jabalíes, por citar solo a los grandes herbívoros. En Europa central hubo uros en abundancia hasta 1200, aproximadamente. La roturación de los bosques trajo consigo la drástica disminución de sus poblaciones. A partir de 1400 apenas quedaban ejemplares aislados. El último uro conocido falleció en 1627 en un zoo real de Prusia.
Así como todos los perros actuales descienden de los lobos salvajes y son lobos (Canis lupus) domesticados, así también todos los vacunos actuales descienden de los uros salvajes y son uros (Bos primigenius) domesticados. Ciertas variedades de perros tienen un aspecto más parecido al de los lobos salvajes que otras, sometidas por los criadores a una selección más artificiosa. Lo mismo ocurre con los vacunos. Hay razas de vacas convertidas por los criadores en monstruos especializados en la producción de leche, mientras que otras conservan un aspecto más cercano al del uro. Entre las razas vacunas de aspecto más parecido al toro primordial salvaje se encuentran los toros negros de La Camarga, los toros de las dehesas españolas, los toros de las montañas escocesas, los toros de Córcega y los toros húngaros de estepa. El llamado toro bravo no constituye una especie y ni siquiera una subespecie; pertenece a la misma especie y subespecie que el resto de los toros, bueyes y vacas, aunque no ha sido sometido a los extremos de selección artificial que han sufrido algunas variedades de vacas lecheras, por lo que conserva un aspecto relativamente parecido al del toro primitivo. Sin embargo, otros tipos de bueyes (Bos), como el banteng indonesio (Bos javanicus) o el yak tibetano (Bos mutus) sí constituyen especies distintas.
Maltrato humano a los bovinos
También bovinos y parientes próximos de las vacas son los bisontes y los búfalos africanos, que nunca fueron domesticados. Todos estos animales han sido maltratados por los seres humanos. Los bisontes americanos (Bison bison) no han desaparecido de Norteamérica, pero sus números se redujeron por la caza genocida de unos 35 millones a solo unos 25.000. Sus inmensas manadas –que hacían temblar la tierra— se han transformado en pequeños grupos endogámicos, dispersos en reservas distintas. Las manadas gigantescas de varias decenas de miles de bisontes, cuando avanzaban corriendo por las praderas, hacían sonar la tierra como un tambor que se oía a cientos de kilómetros de distancia. Estas manadas fueron exterminadas el siglo XIX, cuando se construyó la red de ferrocarriles. Los trenes iban llenos de gente con
escopetas y con metralletas que, según iban pasando, disparaban y mataban a millones de bisontes hasta acabar con ellos; ya solamente quedan unos 25.000 en estado salvaje (y un número bastante mayor en la ganadería comercial). La fragmentación de la población en fincas y reservas aisladas es peligrosa, pues el aislamiento conduce a la endogamia y la endogamia a nivel genético constituye un riesgo para la supervivencia de la especie.
También Europa estaba llena de bisontes. Las pinturas rupestres del Paleolítico superior, visibles, por ejemplo, en las cuevas de Lascaux o de Altamira, de hace tan sólo 15.000 años, están llenas de representaciones de bisontes, porque Europa estaba llena de bisontes. El cambio climático y la caza fueron acabando con ellos. Los bisontes europeos fueron casi completamente exterminados, sobreviviendo hoy solo unos pocos ejemplares en el parque nacional de Bialowieza, en Polonia (junto a la frontera con Bielorrusia), donde aún queda una población residual. Bialowieza, que fue coto de caza de los reyes de Prusia durante mucho tiempo, es un bosque muy bien conservado, en el que queda una población de unos cuantos cientos de bisontes, que son los únicos que quedan en Europa.
El veterinario inglés Chorley recomendó el exterminio de la fauna africana para combatir la enfermedad del sueño. Durante varias décadas la administración colonial británica usó unidades militares con ametralladoras para efectuar matanzas masivas de bóvidos salvajes, lo que fue contraproducente y contribuyó a extender la enfermedad. Los bóvidos supervivientes tuvieron que hacer frente a las trampas de los cazadores, en las que los animales quedaban heridos y con las piernas cortadas, muriéndose lentamente, a las flechas emponzoñadas e incluso al envenenamiento intencionado de las escasas charcas en que beben durante la estación seca.
El toro, buey o vaca (Bos primigenius taurus) constituye hoy en día el puntal de la ganadería mundial, que cuenta con una cabaña de más de 1.500 millones de cabezas de ganado vacuno. El ganado vacuno se explota para la producción de carne, de leche y productos lácteos, de cuero para zapatos y cinturones, de jabón y de pegamento. En el pasado se ha usado (y en algunos sitios se sigue usando) como animal de tiro, para jalar arados y carretas. Los masáis de África Oriental vivían de su ganado vacuno, del que dependían para todo. Bebían su leche, se curaban con su sangre, comían su carne, se vestían con su piel, hacían sus chozas con sus boñigas, e incluso lo utilizaban como calefacción, metiendo un par de vacas en casa cuando hacía frío. La riqueza de los masáis se medía por el número de cabezas de su rebaño. Incluso el número de mujeres que podía tener un hombre era proporcional al número de vacas que poseía. En la India, la vaca llegó a ser el animal sagrado y el país entero sigue lleno de vacas famélicas. En muchas partes del mundo la riqueza de una familia se medía por el número de cabezas de vacuno que poseía. De su importancia para los romanos da idea el hecho de que, en latín, dinero o riqueza se dice pecunia, que procede de pecus (ganado). Por eso todavía nosotros llamamos pecuniarios a los asuntos de dinero.
Algunos toros y vacas siguen constituyendo rebaños que pastan en praderas, dehesas y ranchos extensivos, llevando un modo de vida relativamente próximo al natural. Por desgracia, en muchos casos eso no es así. La mayor parte de la ganadería intensiva actual impide que los animales tengan vidas mínimamente aceptables, confinándolos en espacios pequeños en los que apenas pueden moverse, separando a las madres de las crías, y, en general, tratando sin respeto alguno a los animales, como si fueran meras máquinas de convertir grano (o cosas peores) en carne o leche. Por ejemplo, para producir carne blanca de ternera se separa a la ternerilla de su madre cuando sólo tiene una o dos semanas y más la necesita, se la introduce en un cajón de madera y se la ata de tal modo que no se pueda mover, y ni siquiera tumbarse, condenada a la soledad, a la penumbra y a una alimentación antinatural y sin fibra. Muchos establos intensivos actuales de vacas son meros campos de concentración de animales, donde estos sufren mientras viven, confinados a cubículos en los que no pueden moverse ni desarrollar las actividades de su vida natural. En Suecia la escritora Astrid Lindgren logró que el parlamento sueco aprobara leyes que establecen el derecho de las vacas a salir a pasear fuera del establo al menos una vez al día.
Las vacas son herbívoros y rumiantes típicos, según vimos. Todo su aparato digestivo está genéticamente preparado para digerir hierba, y no harinas de carne o cadáveres triturados o excrementos de gallinas, cosas todas ellas con las que han sido alimentadas en las últimas décadas. En los años 1980 los ganaderos británicos empezaron a alimentar a las vacas con piensos mezclados con harina elaborada con restos de cadáveres de otras especies, como las ovejas, con lo que las vacas empezaron a adquirir enfermedades que nunca antes habían tenido, transmitidas por los restos de ovejas que comían. Los priones son proteínas que transforman otras proteínas a su imagen y semejanza (y así de alguna manera se reproducen), aunque carecen de material genético (DNA o RNA). Causan enfermedades degenerativas del sistema nervioso, encefalopatías espongiformes, así llamadas porque provocan que el cerebro se llene de agujeros, como una esponja. Desde que los restos de ovejas empezaron a ser comidos por las vacas, la encefalopatía espongiforme se transmitió a más de cien mil vacas, que empezaron a mostrar trastornos nerviosos y confusión (―vacas locas‖) y, en la autopsia, cerebros esponjados. Incluso los propios restos de vacas empezaron a ser transformados en harina de carne que se volvía a mezclar con el pienso que se les daba, con lo que la enfermedad no hacía más que extenderse. Algunos humanes consumidores habituales de carne de vacuno contrajeron la grave enfermedad de Creutzfeldt-Jacob, una encefalopatía espongiforme humana causada por priones que tiene un largo periodo de incubación (de 10 a 20 años) y produce demencia y muerte en el plazo de un año. En 1988 el gobierno británico prohibió la alimentación del ganado con harina de carne y un número enorme de vacas tuvieron que ser sacrificadas y quemadas. Aunque el posible riesgo para la salud humana fue la principal razón de la alarma social que provocó este episodio, el verdadero escándalo moral estriba en las condiciones no ya infrahumanas, sino infravacunas, en que se hace vivir a muchas vacas.
Espectáculos de la crueldad
En Roma, las mujeres, los extranjeros y los esclavos no pintaban nada. De los ciudadanos romanos, unos pocos, los terratenientes, formaban el Senado; los demás constituían la plebe, una plebe ociosa. Los plebeyos no trabajaban; vivían exclusivamente de la subvención permanente del Estado, al que pedían dos cosas: pan y circo, que el Estado los alimentase y que los divirtiese. El Estado romano cada día distribuía la anona, el pan para comer, y cada dos o tres días organizaba los espectáculos públicos, como las peleas de gladiadores y animales salvajes, en que se producían carnicerías y matanzas tremendas de todo tipo de animales, incluidos los humanos, claro. Esto se mantuvo durante varios siglos en Roma, que era el centro de la civilización en su tiempo. Las peleas de perros, las peleas de gallos, las peleas y las torturas públicas de osos y toros, las quemas de herejes y las ejecuciones de delincuentes han sido siempre espectáculos muy populares hasta finales del siglo XIX. En Madrid las quemas públicas se hacían en la plaza mayor. En Londres las ejecuciones públicas se efectuaban delante de la torre de Londres, en un campo despejado, donde se reunía mucha gente a verlas; iban las familias con los niños, con la tortilla, a pasar el domingo viendo el espectáculo. Cuando la revolución francesa estableció el terror en Paris, no pusieron la guillotina en un sótano oscuro y escondido, la pusieron en la plaza de La Concorde, que es la más grande de París, para acomodar a las multitudes que querían ver rodar las cabezas. En Barcelona, hasta avanzado el siglo XX, las ejecuciones públicas eran un espectáculo muy popular, donde tenía que intervenir la policía por la cantidad de gente que iba a contemplarlas. En resumen, el espectáculo de la crueldad ha sido habitual en la historia.
Hasta el siglo XVIII o XIX, la tortura pública de animales y en especial de toros ha constituido el entretenimiento favorito de un populacho grosero y de sensibilidad embotada. Esto no tenía nada de típicamente español, lo había en toda Europa. En Inglaterra, por ejemplo, se ataba un toro a un poste y se azuzaba a los perros a morder al toro en sus partes blandas y al toro a matar a coces a los perros, todo ello en un ruedo con gradas para los espectadores. Con la suavización de las costumbres que trajo la ilustración, estos espectáculos de la crueldad desaparecieron de casi toda Europa, pero en España apenas penetró la ilustración. En el siglo XIX, bajo el reinado del retrógrado y absolutista Fernando VII, España cayó en la orgía de la reacción anti-ilustrada. En ese ambiente surgió la actual corrida de toros con toreros de a pie como espectáculo popular, y el Estado, en vez de prohibirla, como en el resto de Europa, la fomentó, reguló y convirtió en un acto oficial, presidido por una autoridad gubernativa. Tal desaguisado fue ―justificado‖ mediante una serie de mitos sobre el toro basados en la más crasa ignorancia de la biología de este animal.
Mitos sobre la tauromaquia
El primer mito es el de la presunta agresividad del toro. El toro español no sería un bovino de verdad, sino una especie de fiera agresiva, un ―toro bravo‖. Pero eso es completamente falso. El toro es un rumiante pacífico que solo desea escapar de la plaza, huir de los matarifes, volver a pastar y a rumiar en paz. Todos los problemas de la corrida vienen de que su planteamiento se basa en fingir un combate que no existe. Dos no se pelean si uno no quiere, y el toro nunca quiere pelear.
Como la corrida de toros es un simulacro de combate y los toros no quieren combatir, el espectáculo taurino resultaría imposible, a no ser por toda la panoplia de torturas a las que se somete al pacífico bovino, a fin de irritarlo, lacerarlo y volverlo loco de dolor, a ver si de una vez se decide a pelear. Ya antes de aparecer en público, es sometido a una preparación irritante. A pesar de todo, al salir al ruedo, el toro, siguiendo su tendencia natural, se quedaría quieto o trataría de huir o se quedaría de cara a la puerta cerrada. Para evitarlo, se le clava la divisa, un doble arpón hendido en sus carnes para despertarlo y provocar una agresividad de la que carece. En la suerte de varas el picador martiriza la toro hundiendo su tremenda garrocha en su carne, rompiéndole los músculos del cuello y produciéndole enormes heridas por la que la sangre brota a borbotones. El resto de la corrida se lleva a cabo con el toro chorreando sangre. La corrida continúa con el tercio de banderillas, en que se le van clavando palos con arpones de acero. Como los toros son pacíficos herbívoros, a pesar de los terribles puyazos que sufrían en la corrida, con frecuencia se quedaban quietos y ―no cumplían‖ con las expectativas de la plebe soez que los contemplaba. Como ―castigo‖ se le ponían al toro banderillas de fuego, es decir, cartuchos de pólvora y petardos, que estallaban en su interior, quemándole las carnes y exasperando aún más su dolor, a ver si así se decidía a embestir.
En 1928, el general Primo de Rivera acudió en ese año a una corrida en Aranjuez con una dama francesa, que quedó espantada por la crueldad del espectáculo y por los intestinos de caballo que cayeron a su lado. Ese mismo año se introdujo el peto para los caballos y se suprimieron las banderillas de fuego, sobre todo para no horrorizar a los extranjeros, a los que se suponía una sensibilidad menos embotada que a los encallecidos aficionados hispanos. De todos modos, el actual reglamento taurino prevé que sigan empleándose banderillas negras o ―de castigo‖ con arpones todavía más lacerantes para castigar aún más al pobre bovino desgarrado en sus carnes y desangrado, ―culpable‖ de mansedumbre y de no simular ser el animal feroz que no es.
El segundo mito es que el torero corre un gran riesgo toreando a un animal de tamaño mucho mayor que él. De hecho, el riesgo del torero es mínimo. Toda la corrida es un simulacro de combate, no un combate. El torero encarga que se prepare, debilite, desgarre y destroce al toro antes de enfrentarse a él. Los picadores con frecuencia se ensañan con el toro hasta tal punto que este ya no puede ni mantenerse en pie y se cae al suelo. Los toros que se caen son un gran problema de los taurinos. Todos los gestos amanerados de la corrida son pura farsa. El torero se acerca para que el toro no lo vea, no para mostrar valor, y el mayor riesgo que corre es el de ser herido por las banderillas que sus propios banderilleros le han clavado al bovino. Cuando el torero se arrodilla ante el toro en una pose de teatral coraje, en realidad no corre ningún peligro, pues el toro lo interpreta como un gesto de sumisión que le impide atacarlo. El toro no entiende nada de lo que pasa en la corrida y el torero, que se las sabe todas, puede pedir la devolución del toro, si sospecha que ya haya participado en otra corrida y pueda haber aprendido algo. La mayor parte de las víctimas humanas que producen las diversas fiestas de toros, corre-bous y encierros son el resultado de caídas y accidentes autoprovocados, que tienen más que ver con el estado de intoxicación etílica de los participantes que con la presunta peligrosidad del bovino acribillado. En cualquier caso, las estadísticas muestran que cada año mueren varios miles de toros en los diversos festejos taurinos, mientras que la gran mayoría de los años no muere ningún torero. El riesgo objetivo es mínimo.
Dehesas ganaderas y reservas naturales
Las corridas de toros son injustificables moralmente. Cuando se trata de justificarlas, se recurre a argumentos peregrinos e incoherentes. Un argumento consiste en decir que hay muchas vacas en la ganadería intensiva que viven peor en sus establos de concentración que los toros en las dehesas. Eso es verdad, pero lo único que se sigue de ahí es que hay que mejorar las condiciones de vida de las vacas lecheras, no que haya que empeorar las condiciones de muerte de los toros. Otros hablan de la vida relativamente natural de los toros en las dehesas como de un gran pecado, que tuviera que ser expiado mediante un martirio atroz adecuado a la gravedad de la presunta falta. Esto es absurdo. El vivir una vida natural no es un crimen que merezca castigo alguno. Además, hay que tener en cuenta que no todos los toros corretean libremente por las dehesas. Muchos están encerrados e inmovilizados, hacinados en recintos pequeños y oscuros, casi hundidos en sus propias heces fecales. Miles y miles de toros esperan en penosas condiciones la celebración de los festejos taurinos de los pueblos o de las corridas y novilladas en plazas pequeñas o no estables.
Los bovinos pueden vivir perfectamente en libertad en espacios naturales. Ya citamos a los últimos bisontes europeos, que habitan el parque nacional de Bialowieza, en Polonia. Los bisontes americanos que han sobrevivido a la gran matanza del siglo XIX viven ahora en varias reservas naturales de Estados Unidos y Canadá. En el Northern Territory de Australia viven en libertad unos 200.000 búfalos acuáticos, descendientes de los animales domésticos abandonados en el siglo XIX tras el cierre de los asentamientos militares de esa zona.
Algún día España acabará de civilizarse y se abolirán las corridas y fiestas de toros. Sería muy conveniente que las actuales dehesas donde se crían los toros de lidia sobrevivan a esa previsible abolición. Estas dehesas representan un patrimonio natural de gran valor y sirven de lugar de paso y de cría para numerosas aves y otros animales. Convertidas en reservas naturales, pueden seguir albergando una población de bovinos en libertad, compartiendo el territorio con otras especies, incluso con lobos, que servirían para mantener la salud de las poblaciones de bovinos. Estas reservas fomentarían el turismo interior, contribuirían a la conservación de la naturaleza y constituirían un acto de desagravio a esos bovinos inocentes a los que tan cruelmente hemos maltratado. Después de tantos años de vergüenza nacional, tendríamos un motivo para sentirnos orgullosos.