Concha Caballero / Lo he leído esta semana en Facebook. No he alterado ni una letra de su redacción y dice así: “Orgullosa de mi hija. Ya es enfermera. Un 8,7 nota en el proyecto final de carrera. Enhorabuena, cariño. Te queremos. Y ahora a por el Reino Unido”. Debajo aparece la foto de una chica de unos veintitantos años de pelo largo y rostro sonriente.
Me ha parecido un microrrelato de nuestro tiempo. Quien escribe estas breves líneas en su muro de las redes sociales ha puesto bridas a sus sentimientos. En cada una de sus palabras ha intentado quitar las espinas a la rosa, como decía Cernuda que hacemos los andaluces con nuestra existencia.
En solo unos años hemos aprendido a almacenar nuevos dolores. A roer su hueso hasta dejarlo limpio y escasamente hiriente, a guardar sus restos para que la indignación creciente no pinte de negro el escenario. Pero, aunque intentemos domesticar la pena, ésta ha abierto un foso con las palabras antiguas, con la realidad publicada, con lo que pensamos que es justo y el trato que esta sociedad nos depara.
La mujer que escribe estas líneas en Facebook, practica acrobacia de alto riesgo con sus sentimientos y con la descripción de la realidad. Está muy orgullosa del esfuerzo de su hija y satisfecha por haber cumplido su papel como madre. Pero las dos frases finales son un grito mudo contra la injusticia reinante. Ese “te queremos” contenido no es sólo una declaración de amor, sino una red de seguridad. “No te preocupes. Estamos aquí. Nuestro suelo es firme aunque el mundo sea para ti gaseoso”. La frase final incluye una dolorosa despedida, a la manera que los buenos padres la hacen, con palabras de ánimo y sin alentar la tristeza. Pero cuando miles de personas se ven obligadas a practicar esta acrobacia sentimental, se rompe algo dentro y la percepción de la realidad ya no es la misma. Un agudo sentimiento de injusticia se instala en tu interior y las viejas palabras o discursos suenan huecas y falsas.
Cada vez que un joven se marcha al extranjero; cada vez que firma un contrato leonino; cada vez que le niegan el valor de su aportación a este país con sueldos de miseria u ofertas miserables, sus padres abandonan las viejas creencias y emprenden un cambio ideológico que les hace ser agudamente conscientes de las injusticias. Antes de este terremoto social de una crisis tramposa, las clases medias pensaban que la pobreza y la desigualdad eran sucesos que les ocurrían a los otros. Pero ahora el foso se abre en su misma puerta. Pronuncian palabras de consuelo y animan a sus hijos diciéndoles que es solo provisional. Si es un contrato leonino, dirán que “es sólo el primer contrato”, “mejor cobrar una miseria que estar en paro”. Si tuvieron que salir al extranjero, contarán que es por poco tiempo, que volverán con nuevas experiencias. Pero no creen en lo que dicen. Si pudieran hablar con franqueza exclamarían un “malditos sean” que atronaría al país de norte a sur. Cada semana caen bombas de racimo sobre su confianza: patrimonios secretos multimillonarios de gobernantes, robos descarados, tarjetas vergonzosas de ladrones bancarios, mientras perciben con claridad que no estamos viviendo un presente doloroso que cambiará pronto sino un futuro largo y penoso en el que sus hijos perderán sus mejores años y sus esperanzas.
Los viejos gobernantes, los viejos periodistas y sociólogos no saben apreciar los cambios. Ven gente que habla con contención, que guarda las formas, que aparenta tranquilidad. Se ve que han leído poco o que no son aficionados a la buena literatura, esa que nos enseña que no somos lo que decimos: que el lenguaje expreso nos sirve para domesticar la realidad y que cuando las palabras y los sentimientos son tan distantes, un mensaje de amor a una hija puede contener un grito profundo de rebelión.