Raúl Solís | Los medios de comunicación, a golpe de titular escabroso y sensacionalista, nos han hecho creer que las cárceles españolas están habitadas por sangrientos criminales y violadores. Nada es más erróneo que pensar que en las prisiones viven criminales indeseables. El grueso de la población penitenciaria española nació en la miseria, creció entre jeringuillas, el menudeo de drogas, e idas y venidas a centros de menores.
El sistema penitenciario, como la sociedad española, tiene perdedores y ganadores. Los perdedores reciben un tratamiento inhumano que les niega por costumbre el ingreso en un centro de tratamiento antidroga, salir a trabajar al exterior, acudir al entierro de un familiar cercano o abrazar a los seres queridos algún fin de semana. El 60% de la población penitenciaria española, condenada por delitos menores relacionados con el consumo de drogas, cumple íntegramente sus condenas sin pisar la calle en siete u ocho años.
Los ganadores como Ángel Carromero, militante de Nuevas Generaciones del PP que tiene tras de sí una sentencia con dos fallecidos, son recibidos por la élite política, no cumplen el “periodo de observación”, no ingresan en el módulo de penados, reciben visitas del exterior desde el primer día de encarcelamiento, despliegan el potencial diplomático para minimizar la condena carcelaria y reciben el tercer grado en un tiempo récord -13 días- y sin las sospechas que levantan los desgraciados perdedores que habitan las cárceles.
Si militas en el PP, además de ser contratado a dedo en el Ayuntamiento de Madrid, recibir la visita de Esperanza Aguirre, enemiga de las mamandurrias de hospitales y escuelas públicas; reducir los trámites burocráticos hasta casi la urgencia, el sistema penitenciario español es benévolo y da segundas oportunidades a quienes cometen un error o una imprudencia.
Ninguno de los muchos perdedores que mañana no verán a sus hijos –ni pasado, ni el mes que viene, ni al año siguiente, ni dentro de dos años, ni dentro de cinco-, no asistirán al entierro de su padre, ni podrán aceptar una oferta de empleo remunerada con 53.000 euros anuales, ni ingresarán en un centro de desintoxicación, ni sus demandas serán tramitadas con rapidez, ni recibirán la visita de abogados de despachos prestigiosos, ni ocuparán portadas de periódicos.
Ni siquiera serán llevados al hospital público más cercano para ser tratados de alguna grave enfermedad contraída dentro de la prisión. Les dirán que los recortes hacen imposible que un coche policial le acompañe al médico. Y si sus familiares protestan ante la dirección del centro penitenciario, lo más seguro es que el preso será castigado sin ver a los suyos durante algunos meses. Y si se ponen demasiado pesados, hasta pueden recibir una brutal paliza por el sistema penitenciario que considera que nacer en la miseria es motivo suficiente para arruinar la vida a un ser humano.
La cárcel no es sitio para nadie, ni siquiera para Ángel Carromero, pero la puesta en libertad del militante del PP –a los 173 días de cometer el delito por el que ha sido sentenciado a cuatro años de prisión- nos dice que la cárcel es un lugar reservado para los que nacieron en la miseria y cometieron delitos menores relacionados con las drogas: que seguirán esperando a que los directivos penitenciarios les den una segunda oportunidad para salir del mundo de las drogas y retomar la vida familiar y el trabajo que dejaron en la calle, por el que nunca cobrarán los 53.000 euros anuales que se embolsará Carromero tras ser nombrado asesor por el Ayuntamiento que preside Ana Botella. La justicia que discrimina por afiliación política o poder adquisitivo no es Justicia.