Álvaro Arrans Almansa |
Se cuenta que un día coincidieron Jacinto Benavente y Valle-Inclán en la salida de un teatro de Madrid y que, frente a una estrecha puerta, Benavente aceleró el paso formulando un jocoso “yo no le cedo el paso a los maricones”, a lo que Valle-Inclán le respondió con un irónico “pues yo sí”, ya que la heterosexualidad del primero estuvo y sigue estando en tela de juicio.
Hoy, salvo contadas excepciones, en España no se aplica la orientación sexual de nadie como criterio para permitir o no el paso. No ocurre lo mismo en Chechenia, donde ahora, además de no ceder el paso en un tono menos jovial que el de Benavente al colectivo homosexual, inexistente en su región para su presidente Kadirov, parece que están llevándose a cabo detenciones, torturas y hasta asesinatos organizados por el ejecutivo local en algo que los gobiernos y medios internacionales han calificado como “campos de concentración de gays”. La población mundial ha contestado en masa a la república rusa su absoluto rechazo a la medida, de la que el ejecutivo de Putin se desvincula.
Esta semana, todas las redes sociales se llenaban de enlaces a medios en los que se hablaba de la existencia de tales campos de exterminio, acompañados de mensajes de condena y repulsión hacia la pasividad del gobierno ruso. Por decirlo de alguna forma, hemos hecho muy bien los deberes: grosso modo (siempre hay alguna excepción) ya no solo no condenamos la homosexualidad, sino que además rechazamos en rotundo cualquier forma de homofobia y más aun la que se manifiesta de una forma tan abominable como esa. Ahora nos queda la segunda fase: rechazar todas las formas abominables de odio por igual.
En pocas palabras, estos “campos de exterminio”, los cuales -si realmente existen- condeno profundamente, además de quitarles peso al nombre de la asesina institución nacionalsocialista alemana, atrofian nuestra mente y hace pasar por alto otras no menos graves desdichas humanas con el mero hecho de mostrar parcialmente un hecho que, por desgracia, sigue siendo una realidad para muchos seres humanos. La situación del mundo occidental, ese que se autodenomina civilizado, frente a lo ocurrido en Chechenia es gemelar a otras muchas catástrofes humanas que hemos vivido recientemente: los atentados de París podrían ser un buen ejemplo de lo que pretendo demostrar.
En la cabeza de todos aún resuena aquel reprochable Je suis Paris, que mostraba preocupación y condena por una masacre puntual que azotó la capital francesa, cuando otras tantas, por desgracia, frecuentes, azotan zonas más lejanas y/o más empobrecidas. Ninguno de mis conocidos fue Siria, ni Irak, ni Libia. Y dudo que alguno de los suyos sí. Esta idea de empatizar y condenar de forma selectiva atentados y odio es, si cabe, tan reprochable como los propios atentados pues muestra la más absoluta indiferencia ante muertes injustas de personas que son tan desconocidas para aquellos que se entristecen por su muerte como lo son las de París.
Ahora ocurre lo mismo con Chechenia. Nos afanamos en condenar profundamente lo que ocurre allí, nos manifestamos por ello y hasta sacamos a Pedro Almodóvar a la calle para leer un manifiesto. Hoy nos toca ser Chechenia, pero ¿cuándo tocará ser la Arabia Saudita de los homosexuales? Sabemos a la perfección que se practica, desde su formación como país, lo que ahora, supuestamente, ocurre en Chechenia, pero de forma pública. Ya no es por no manifestarse contra ejecuciones públicas por la mera condición de homosexual, es porque, a más inri, hacemos buenos negocios con ellos, como ponerles el tren de alta velocidad de Medina a La Meca bajo continuas presiones ante las que nos doblegamos servilmente.
Es cierto que poco puede defenderse a Rusia, pero sigue siendo bastante significativa esta doble vara de medir mediática, por la que los supuestos campos de concentración -de los que, por cierto, aún no hay ni una sola imagen- han hecho acto de presencia en casi todos los medios nacionales e internacionales y que hasta ha condenado el Gobierno de los Estados Unidos en un comunicado oficial mientras que una realidad, tan cruel como dura para la comunidad LGBT en países con los que tenemos buen trato y negocios, pasa completamente por alto para los mismos medios.
Lo que es un hecho es que las imágenes de homosexuales ahorcados en Irán no han encabezado tantas noticias ni han organizado tantas manifestaciones como el reciente asesinato de tres personas por su orientación sexual en un país con el que apenas tenemos relaciones comerciales. Esta vez le ha tocado a Rusia. Pero lo que es también un hecho es que las buenas relaciones diplomáticas entre nuestro país y Arabia van viento en popa, capitaneadas por Juan Carlos I desde el inicio de esta nuestra democracia y por Felipe VI desde la abdicación de su padre. Y es que protestar por la ejecución en secreto de algunos homosexuales en un país “que nos cae mal” mientras hacemos negocios con un país que los ejecuta de forma pública es algo que tiene muy poco sentido.