Con el tiempo alcanzó la Presidencia del gobierno. Y se vio obligado a resolver infinidad de disyuntivas morales, idénticas en esencia, pero con una onda expansiva más propia de radiaciones atómicas. Entonces confesó que unas veces pagó el metro y otras no. Cuando compartía sus dudas éticas con otros políticos, comprobó con dolor cómo ellos no lo pagaban nunca: se habían faustizado. No tenían conciencia de cometer mal porque no existía otra opción. Ni siquiera la veían por más que la evidencia le estallase en las córneas. Y sintió miedo. Pánico. Temía desalmarse. Una de tantas noches en que la política no le dejaba dormir, paseó en solitario por las calles que bordean el río y sus pies le llevaron al metro. Una panda de muchachos regresaba a sus casas después de comerse la madrugada a bocanadas. Todos se saltaron el peaje. Menos uno. Se acercó a la máquina y sacó el billete. Él era presidente. Y ese día dejó de serlo. Dimitió.
Pasaron unos años y el destino quiso que se encontraran de nuevo en las aulas de la Facultad como profesor y alumno. No le comentó aquella anécdota hasta que terminó el curso. Aunque el alumno aprobó por méritos propios, el profesor condicionó la nota a una tutoría con el único objeto de enhebrar sus memorias. El expresidente le preguntó por qué pagó el billete aquella noche si ninguno de sus compañeros lo hizo. Y el chico le contestó que su madre era limpiadora de un banco. Jamás abandonó su trabajo hasta comprobar que no quedaba una mota de polvo. Nunca recibió compensación económica por sus horas extraordinarias. Trabajaba de madrugada. Sola. Atracaron la sucursal. Y ella se interpuso en el camino de los delincuentes. Le dispararon en la pierna. Y el banco la despidió. Apenas le quedó una pensión no retributiva aprobada por el Gobierno que entonces presidía su profesor. Durante unos meses su hijo la acompañó al hospital. Tenían que tomar el metro muy temprano. Cuando no había revisor. Y ella siempre pagaba.
Yo si diré su nombre, porque l@s andalusíes nos sentimos orgullos@s de él. A pesar de su origen de acomodado burgués, jamás Vávlac Havel dejaría de amar a Olga Splichalová, hija de una humilde familia obrera. Si bien el gran librepensador dimitiría cuando democrática, ejemplar y pacíficamente los ciudadanos de su antes llamado Checoslovaquia decidieron la creación de dos Estados -Chequia y Eslovaquia-, no le importó ser presidente del naciente Estado de la República Checa después. ¿Sabéis por qué? Porque ese gran corazón universal ya fuese su tierra colonizada por los rusos, siendo un sólo Estado independiente o dos, en la cárcel o en un buen hotel, lo importante es que él se esforzó con toda su alma por NO SER UN ALIENADO MAS…
«El ser hechizado en mi interior y el que está presente en el mundo se pueden dar la mano en cualquier momento, en cualquier lugar, de cualquier manera: cuando contemplo la copa de un árbol o cuando miro los ojos de otra persona, cuando consigo escribir una carta bonita, cuando me emociona una canción o cuando el fragmento de una lectura pone mis pensamientos en efervescencia, cuando ayudo a alguien o alguien me ayuda a mí, cuando ocurre algo importante o cuando no ocurre nada especial. Esa necesidad nuestra, irreprimible, de trascender los horizontes situacionales, de cuestionar, conocer, explorar, entender, buscar la esencia de las cosas, ¿qué otra cosa es esa necesidad sino otra de las formas de aquel anhelo interminable por recobrar la integridad perdida del ser, aquel anhelo del yo de regresar al ser? ¿Qué otra cosa es sino ese anhelo intrínseco de despertar al propio ser oculto, adormilado, olvidado tantas veces, y a través de él alcanzar aquella plenitud e integridad de la existencia que nuestra intuición nos permite vislumbrar? » Cartas a Olga. Vávlac Havel.