Concha Caballero. EL PAÍS / Si la democracia española tuviera cara estaría roja de vergüenza por lo que ocurre en nuestro país. Ha tenido que llegar una sentencia del Tribunal Superior de Justicia europeo para que se haga público lo que toda la ciudadanía sabíamos: que las leyes que se aplican en los desahucios son un abuso y una injusticia.
Hace apenas seis meses, un grupo de magistrados elaboró un informe para el Consejo General del Poder Judicial sobre los desahucios que exponía a las claras la sinrazón de estos procedimientos. Afirmaban los magistrados que algunas de las leyes que se aplican se redactaron en 1909, que el procedimiento carece de garantías para el consumidor y que convierte a los jueces en cobradores del frac al servicio de las entidades financieras. El CGPJ no desaprovechó la ocasión de demostrar su falta de independencia y ecuanimidad y, en vez de requerir una reforma legal en profundidad, restó importancia a sus conclusiones y enterró el informe en los cajones donde duermen todas las esperanzas de justicia.
Si la democracia española tuviera rostro, se pondría roja de indignación al comprobar que el Gobierno no se inmuta ante la sentencia e incluso afirma que avala su intención de modificar las normativa actual, pero que es necesario ser cuidadoso para no alarmar al sector financiero.
Si en Andalucía de verdad existe un Gobierno con sensibilidad y políticas distintas a las practicadas por el Gobierno central, ahora es el momento de los hechos, no de las palabras ni las confrontaciones inútiles. Cuando nuestros gobernantes proclaman que tienen en el Estatuto de Autonomía una hoja de ruta para la acción, es el momento de exigirles que hagan uso de este instrumento y no lo saquen de paseo cada 28 de febrero como si fuera la procesión de la Macarena.
Andalucía, según el artículo 58 del Estatuto, tiene competencias exclusivas en materia de defensa de los derechos de los consumidores. Nada impide a la Junta de Andalucía ejercer una eficaz protección de estos derechos en el caso sangrante de los desahucios de forma directa, evitando los abusos y tomando parte en las causas cuando así se determine.
Hay, además, muchos casos en los que la aplicación de los desahucios atenta contra los derechos de protección de colectivos especialmente vulnerables. El Estatuto de Autonomía establece en su artículo 18 una protección y atención integral a los menores de edad y obliga a los poderes públicos a velar por su bienestar y seguridad. ¿Se puede, con el Estatuto en la mano, desalojar de sus viviendas, sus habitaciones, su entorno a miles de menores de edad en nuestra tierra? En los casos de desahucios que conozco los menores sufren de forma terrible este exilio familiar, se resienten sus estudios y se producen numerosos cuadros de depresión y angustia.
En un caso parecido están los desahucios de personas mayores, las personas con discapacidad y las mujeres afectadas por violencia de género para los que nuestro Estatuto establece la obligación de los poderes públicos de velar especialmente por su bienestar y su autonomía personal. Con el simple desarrollo de estos artículos se conseguirían frenar el 70% de los desahucios en nuestra comunidad.
Finalmente, en aplicación del Estatuto, que convierte en derecho subjetivo el derecho a una vivienda digna, sería posible prorrogar cualquier desahucio hasta tanto las personas afectadas no dispongan de una vivienda alternativa bien a través de la ayuda pública o del alquiler social.
Si el Tribunal de Justicia Europeo ha puesto patas arriba la legislación española basándose solo y exclusivamente en los derechos que nos asisten como consumidores, la actual situación puede ser impugnada por instituciones con competencias en materias afectadas como es, en este caso, la comunidad autónoma de Andalucía.
Por eso, lo que tengan que decirnos los gobernantes andaluces, que no lo hagan en rimbombantes ruedas de prensa y en papel de colorines sino en las monocromáticas páginas del BOJA. El único riesgo: un recurso de competencias con el Gobierno central que será bienvenido si el objetivo es proteger, de verdad, el interés general.