Parlamentos o Gobiernos son órganos de la sociedad y partes de ella, como el corazón es órgano y parte del mío. No son la sociedad misma. Sólo nos representan en la medida que la ciudadanía ha delegado en ellos una porción de su autonomía política (no toda) y cumplen con lo prometido (no indefinidamente). En consecuencia, la ciudadanía siempre puede intervenir en la democracia porque es suya. Y siempre puede revocar esta delegación cuando no se sienta representada. Corresponde este derecho tanto a quienes aceptaron el proceso y resultado electorales, como a los que no (muchos no votaron; otros los hicieron premeditadamente mal o en blanco; y otros muchos apoyaron opciones marginadas por la insolente Ley D´Hont). La ecuación es simple: todos somos sociedad pero no todos estamos representados.
El problema surge cuando somos demasiados los que sentimos que no nos representan. ¿Por qué? En primer lugar, porque nuestra delegación política no está siendo gestionada por nuestros representantes, sino por una oligarquía económica ajena a los recortes que nos imponen. Y en segundo lugar, porque son los propios políticos quienes han enfermado de autoinmunidad. Se producen estos males cuando los anticuerpos que debieran defendernos de las agresiones externas, por causas desconocidas, destruyen nuestras células como si los escoltas disparasen a sus protegidos. Parlamentos y Gobiernos han olvidado que atacándose entre ellos nos dañan a todos. Y lo mismo digo de quienes no ocupamos escaños. Todos somos sociedad y todos estamos obligados a entendernos. Basta ya de abrazarnos por la espalda o de acuchillarnos por las esquinas. Basta ya de proyectar en los demás las miserias propias. El enemigo eres tú cuando sólo ves a tu enemigo enfrente.
Hace unas semanas el PP presentó en el Parlamento andaluz unas medidas de regeneración democrática: limitación del mandato del presidente a ocho años; controles públicos para evitar el nepotismo; comisiones de investigación por mayoría simple; elecciones propias… Todas ellas coinciden con reivindicaciones ciudadanas. El PSOE votó en contra. IU se abstuvo. Como respuesta, el PSOE ofreció ampliar el número de diputados para dar más cabida a las minorías y fue entonces el PP quien votó en contra. ¿Y por qué no aceptar ambas propuestas en lugar de quedarnos sin ninguna? ¿No se dan cuenta que a los ciudadanos ya no nos importa quien lo diga sino lo que se dice?
Pocos días más tarde, se volvieron a reproducir las conductas en el debate del estado de la comunidad del que nadie sabe nada porque también está solapado al debate del estado del Estado. Todos ofertaron medidas en la misma dirección, pero no en los formatos adecuados para convertirse inmediatamente en normas. Una de ellos el escaño 110 con una reducción de firmas. ¿Para cuándo? ¿Reformarán la Ley D´Hont? ¿Elecciones propias? ¿Consultas populares? ¿Serán capaces de votar cada uno lo que aporte la trinchera contraria?
La mayoría de estos políticos terminan padeciendo el síndrome de Hubris. Tomado del héroe griego que se sintió infalible hasta la Némesis del fracaso, sus afectados convierten en enemigos personales a quienes se atreven a cuestionar sus decisiones o las de su marca política. Por ejemplo, IU es acusada por el PSOE de social-traición por permitir gobiernos del PP en Extremadura y pueblos andaluces. Sin embargo, no se ven a sí mismos como traidores cuando utilizan a PNV o CiU en el Congreso. Yo milito en la trinchera de las víctimas de este síndrome autoinmune. Como FGL: “el verdadero dolor estaba en otras plazas/ plazas de cielo extraño para las antiguas estatuas ilesas”.