Concha Caballero. EL PAÍS | Perdonen que contemple con escepticismo el arrebato ético en el que ha entrado la sociedad española. Es verdad que la crisis y los recortes aumentan nuestra indignación contra los casos de corrupción, pero no deberíamos convertir la honradez y la ética en principios solo válidos para los tiempos malos y olvidarnos de ellos cuando el dinero circula.
De repente este país ha descubierto la corrupción que practican algunos políticos y empresarios; ha comprobado que miembros o aledaños de la familia real trajinan con sus influencias para conseguir beneficios; que los paraísos fiscales no son un lugar de cuentos infantiles sino la cueva de Alí Babá donde los corruptos y traficantes guardan sus posesiones. ¡Venga ya!
Ahora que el dinero no fluye, que las ganancias se estancan, que nadie espera que caiga del festín de los poderosos su pedacito de pastel es muy fácil levantar la voz, alzar el dedo acusador, rasgarse las vestiduras por lo que ocurre, pero durante demasiado tiempo el aroma de la corrupción ha sido el perfume de este país ¿o es que acaso no lo notabais?
Durante años he tenido oportunidad de viajar por toda Andalucía, reunirme en cientos de ocasiones con grupos de ciudadanos, especialmente jóvenes y profesionales, que denunciaban en sus localidades atropellos urbanísticos, mordidas institucionales, proyectos que avanzaban al son de la compra de voluntades, patrimonios inauditos de próceres y de determinados empresarios. Grupos de personas honradas que denunciaban la corrupción en Alhaurín el Grande, en Ronda, en San Roque, en Roquetas, en Manilva, en Marbella… El resultado de sus esfuerzos no puede ser más descorazonador. En la mayoría de los casos se vieron aislados, desacreditados o perseguidos y, cuando algunos de ellos decidieron presentarse a las elecciones, fueron derrotados a manos de sus propios convecinos que votaron, mayoritariamente, a gobernantes corruptos.
He visto a alcaldes honestos zarandeados por la ola del ladrillo y no solo por la fuerte presión de los empresarios sino también por la de los vecinos que exigían más y más construcciones en su localidad. Hemos visto a algunos cargos públicos ser “absueltos por el pueblo” con mayorías absolutas mientras otros alcaldes y alcaldesas perdían las elecciones por mantener un criterio razonable de conservación medioambiental y de desarrollo racional de su ciudad.
¿Y qué decir de una parte de nuestro sector privado, de sus tejemanejes financieros, de sus robos a la hacienda pública, en un país en el que defraudar a la cosa pública era una señal de mérito y de inteligencia? La mayoría inclinaba su cabeza ante el poder del dinero que nos hace tan simpáticos y atractivos. La riqueza es un pasaporte tan seguro a la impunidad que en este país no hay ni un solo preso por delito fiscal.
Jaume Matas, preguntado por el caso Nóos declaraba:
“Con cualquier otro hubiera habido concurso público pero se trataba del duque de Palma. Todos hubiesen hecho lo mismo” Y lo malo es que era verdad. ¿Acaso se levantaron en un día los palacetes, se ocultaron los eventos de la alta sociedad en Mallorca o en Puerto Banús? Y en el asunto de la Casa Real, ¿quién ejercía esa censura que ha permitido que fuesen asuntos tabú sus andanzas, sus negocios, su patrimonio? ¿Quién nos dice que no nos volveremos a rendir al tintineo del dinero cuando se acaba de anunciar que el casino Eurovegas de Madrid no tendrá que cumplir la legislación laboral, fiscal ni sanitaria?
No se trata de diluir responsabilidades ni de restarle un ápice de responsabilidad a estos delincuentes, pero reconozcan que el clima moral y el culto a la riqueza les ha facilitado sus desmanes. Perdonen, por tanto, que sea escéptica ante este arrebato ético si no va acompañado de una nueva conciencia ciudadana, de una ética colectiva que condene las ganancias ilícitas. Si no es así, este caudal de indignación será solo un arrebato que desaparezca en cuanto el dinero empiece a tintinear de nuevo en nuestros bolsillos.