Laura Frost
La cosificación cansa, ¿verdad? Resulta molesta, como el zumbido metálico de un electrodoméstico viejo, con ese run-run constante, que martillea en cualquier zona del cerebro, y del alma. Y da mucho para hablar, y para escribir, artículos y artículos, entradas y más entradas en redes sociales. A mí me da por pensar, yo es que soy mucho de pensar, la verdad. Y es que esta historia de hacernos mujeres pareciera una batalla constante. Saltas de la cama, pones el pie en el suelo y te dices a ti misma: “Venga, a ver qué toca hoy. Cuántas etiquetas nuevas me van a colocar”. Que pareciera que una se pasea por la vida como un árbol de navidad, cargadita de guirnaldas y luces estrambóticas. Pero mirad, cuando estas etiquetas, post-it machirulos, o encargos ancestrales vienen desde la estructura patriarcal que nos acontece, de personas que no se han detenido a pensar ni un minuto el porqué de sus conductas o actitudes, o de regímenes institucionales anclados en la fiereza del dogma, todavía eres capaz de sortear la situación con elegancia, hasta con humor. Al fin y al cabo, es lo que te esperas, sabes que así está la cosa, es una jodienda, pero es el enemigo. El enemigo llama a nuestras puertas todas las mañanas, es más, se levanta antes que nosotras y nos está esperando frente al espejo con su mirada más cruel y la férrea. A pelear toca, un día más. Pero queridas mías, cuando la cosificación viene de la mirada amiga, de quien se espera sororidad y espacio colectivo, ahí es cuando se castiga la línea de flotación y te entran ganas de conseguir un bidón de gasolina y una caja de cerillas.
A ver compañera, que a mi tus pelos en el sobaco no me molestan, ni que huelas pelín mal, pequeña. Has decidido que te lavas regular por no sé qué historia del capital, los estereotipos y la cosificación de las mujeres. Muy bien, cuando quieras hablamos de esas cosas y de cosmética, y también de violencia animal. Será por hablar, y por entenderse. Además, tus ropas a rayas, rotas, cargadas de mensajes de los Sex Pistols, además de tu corte de pelo picassiano me resultan de lo más poliédrico y casi divertido. Y digo divertido porque estás preciosa con todos tus abalorios y pendientes, tatuajes y mensajes. Además, cuando te manifiestas abiertamente haciendo uso de la iconografía de nuestros genitales yo te veo digna y valiente, ¿sabes? Y no me gusta que te multen o encarcelen, me parece, no solo injusto, sino además un acto reprobatorio y cruel. Encima, voy y colaboro económicamente, porque es lo que tengo que hacer. Es una cuestión de honor.
Pero mira, me molestan un poco tus maneras afectadas y tu actitud insolente cuando ninguneas a las que no son como tú, y por ningunear me refiero a infravalorar el discurso o a no considerar a una compañera interlocutora válida, sencillamente porque su estilo de vida o su aspecto es diferente, diametralmente diferente al tuyo. Ahí es cuando a mí me tocas en lo más profundo y me entran ganas de darte dos buenos “zascas”, primero por insolente y luego por inmadura. Y me entran ganas de decirte algunas cosas como por ejemplo que cuando algunas de nosotras ya nos estábamos peleando con la cultura machista de las instituciones académicas, asestando golpes al poder patriarcal desde los espacios de participación masculinizados, abriendo espacios de diálogo con un sentir distinto, con un modo diferente de hacer las cosas, poniendo nuestras casas y nuestras vidas en peligro para pisos francos de insumisos desertores del ejército, teniendo nuestros teléfonos pinchados, sabiendo que nos hacían fotos cuando salíamos de reuniones, generando espacios libres de machismo en contextos laborales profundamente capitalizados, tú, pequeña, cuando todo eso ocurría, estabas en la guardería o en primero de primaria.
Porque muchas de nosotras, más de las que te imaginas, y a las que rechazas o miras por encima del hombro porque lucimos escote o repiquetean nuestros pies por los caminos, hacemos feminismo desde la vida cotidiana. Dedicamos horas de nuestra jornada laboral a cuadrar horarios para conciliar la vida laboral y familiar, las crianzas en plena crisis de los cuidados, no la nuestra, sino de muchas otras que están bajo nuestra responsabilidad. Nos enfrentamos a nuestras parejas, a nuestros hijos e hijas, a nuestros padres y madres, día a día, para deconstruir fórmulas sagradas que constituyen una losa. Hacemos encajes de bolillos para asistir a las manifestaciones que tu convocas desde tu casa okupa o desde tu espacio feminista hiperdesarrollado. Nos va la vida en ello, cielo.
¿Y tú me juzgas porque me maquillo? ¿En serio? Cansa un poco, ¿sabes? Enfréntate a mí porque tenemos opiniones distintas sobre un mismo tema. Lo hablamos y me enseñas. Quizás te des cuenta de que yo también puedo enseñarte algunas cosas. Pero quiero que sepas que te equivocas desde ese púlpito en el que te has subido y que muchas de nosotras hemos construido para ti desde hace mucho tiempo. Porque te sientes libre para expresarte, como yo, porque muchas se desangraron en la lucha, generaron las cuotas que te representan, consiguieron las leyes que te dan cobertura, compraron la libertad con la sangre, amiga. Esas, sí, las vacas sagradas que ahora rechazas, las de la doble militancia que tanto te repugna.
La cosificación entre compañeras es una trampa y no nos debemos permitir el lujo de caer en ella. Y vamos a comernos los estereotipos con papas y a respetar un poquito a la que se puso tetas, ya lo hablamos con una cerveza y nos reímos si tú quieres, y te enseño las mías que son de traca. Que demasiada violencia soportamos ya como para tener que soportar el descrédito entre nosotras mismas por una mísera depilación o un vestido de modista.
La calle es nuestra, compañera. Vamos a tomarla y hacer que sea digna, segura e igualitaria para todas. Este mundo nos pertenece y vamos a darle un giro de una vez por todas para disfrutarlo en equidad y belleza. No pienso tirar la toalla, no, esta encomienda es sagrada. Pero también quiero que sepas una cosa, si yo no puedo ir con tacones, entonces, esta no es mi revolución.