por Jorge Fernández Bustos*
Por segunda vez la Junta de Andalucía lleva el flamenco a la supervisión de la Unesco para que lo declare Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. En 2005 ya se intentó obtener este reconocimiento, pero quizá el planteamiento no fuera el adecuado. Además de ser una propuesta exógena, o sea, que partió de la cúspide, de las instituciones, en cierta medida el flamenco se hermanó con la música del norte de África (Marruecos, Túnez o Argelia) bajo el epígrafe de “Flamenco en las dos orillas”. Tal irrealidad, si se me permite, tenía un soporte idiomático en tres idiomas, el español, el francés y el inglés. No sólo la documentación era trilingüe, sino que también el material sonoro, pudiendo así el jurado escuchar un cante flamenco en otras lenguas, al margen del castellano.
La determinación genérica de la Unesco para rechazar esta propuesta se basaba, sobre todo, en la buena salud del flamenco, en su impulso vital que, de ninguna manera, tenía visos de desaparecer. Este galardón se concede a las manifestaciones musicales, artísticas y tradicionales en “peligro de extinción”.
En principio debemos alegrarnos de esa salubridad del flamenco, que no sólo no tiende a desaparecer, sino que lleva un ritmo de expansión y crecimiento pandémicos. Sin embargo, no se puede negar que el flamenco es patrimonio oral e inmaterial y, ahora más que nunca, pertenece a la humanidad por completo.
El flamenco es tradición, que se mantiene y evoluciona a la par de los tiempos. Que sea una herencia viva y con una salud envidiable, repito, no se puede negar. Pero no por eso carece de necesidades. No por eso vamos a volverle la cara. No por eso deja de necesitar protección, un reconocimiento internacional y, hablando claramente, un apoyo económico.
La globalización del flamenco no hace falta demostrarla. Pero por esa misma extensión popular es necesaria también la creación de un “filtro”, de unos parámetros que determinen la verdad de la expresión flamenca y lo libere de intrusismos y confusiones en general (“infusiones” decía Juan de Loxa).
Todo esto entre comillas, pues no porque el flamenco tenga el espaldarazo de la Unesco va a ser más auténtico ni más hermético ni más seguro. Al contrario, los distintos vuelos y los aires nuevos le sientan muy bien a este arte. El tiempo es el único colador, el tamiz definitivo que perdona el devaneo, lo ensalza o lo castiga a la anécdota o al olvido.
Ahora, en esta nueva candidatura, con un toque de humildad (de ¿realidad?), la Junta presenta el proyecto de una forma endógena. La propuesta viene respaldada por cientos de firmas de flamencos en activo, de artistas de base, que día tras día se miran en el flamenco de siempre para ofrecerlo como nunca.
Sea o no declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, el flamenco sabemos que es nuestra heredad, es uno de los mayores signos de identidad de nuestra tierra, por el que se nos conoce y se nos valora. Tengamos o no cartel de identidad, placa conmemorativa, de las Naciones Unidas, seguiremos viviendo y demostrando que el flamenco es nuestro patrimonio.
*J. Fernández Bustos es Flamencólogo y cronista flamenco del diario Granada Hoy