Concha Caballero. EL PAÍS / Tengo muchos amigos creyentes y no se parecen en nada al obispo de Córdoba. Es más, yo diría que cada día se sienten más distantes de esos obispos estrella que abominan de la igualdad de las mujeres, que insultan habitualmente a las personas homosexuales y que amenazan con el fuego eterno a quienes no compartan su fe. Tengo muchos amigos creyentes que no están de acuerdo con que la religión sea una asignatura en la escuela y que consideran la fe un hecho privado, íntimo, en el que los poderes no pueden entrometerse.
Tengo muchas amistades creyentes que consideran una barbaridad el hecho de que la jerarquía católica no haya reconsiderado en lo más mínimo el papel de las mujeres, les niegue un papel dentro de la propia Iglesia y conciba al género femenino bajo el único atributo de la maternidad. Sé de muchas cristianas que han entendido perfectamente a Simone de Beauvoir y que saben otorgar el sentido correcto a la expresión «no se nace mujer, se llega a serlo», porque son conscientes de la carga cultural e ideológica que a lo largo de la Historia ha tenido la feminidad. Tengo muchos amigos católicos que están muy cansados de que la jerarquía religiosa haya hecho de la homosexualidad una diana de sus ataques y dedique gran parte de sus homilías a personas que no hacen ningún mal por amar o compartir su vida con una persona de su mismo sexo. Conozco cientos de creyentes que no comprenden la obsesión de los obispos por el sexo y las prohibiciones. Muchos otros todavía esperan una explicación sobre por qué la autoridad eclesiástica se opone a los cuidados paliativos de los enfermos incurables y siguen insistiendo en que el dolor es una fuente de salvación.
Tengo muchos amigos cristianos a los que no les gusta la pompa eclesiástica, ni los palacios arzobispales. Hace algunos años le enseñé la catedral de Sevilla a una amiga colombiana fervorosamente católica. Durante toda la visita exhibió una expresión de sorpresa que yo atribuí a la belleza del lugar. A la salida le pregunté si le había gustado y me respondió tajantemente que no. «Demasiada riqueza» —me dijo—, «demasiada exhibición de poder».
He escuchado a muchos cristianos quejarse de que la cúpula eclesiástica se sitúa con demasiada frecuencia al lado de los más poderosos y no se refieren solo a los tiempos del nacionalcristianismosino a los tiempos actuales en los que no se les escucha ni una sola palabra contra banqueros, especuladores o defraudadores. Una jerarquía que, salvo honrosas excepciones, ni siquiera ha alzado la voz contra los desahucios de viviendas, las trampas financieras o el despido de miles de trabajadores. Una Iglesia que, descontando la magnífica labor de Cáritas —en la que participan creyentes y no creyentes, heterosexuales y homosexuales—, no tiene credenciales sociales que presentar, ya que incluso las escuelas gestionadas directamente tienen un sello inconfundible de privilegio social.
El obispo de Córdoba, el de Granada y algunos otros obispos estrella, sufren pesadillas con Herodes, las mujeres liberadas, el matrimonio homosexual, la libertad de pensamiento y el desarrollo de la ciencia. Los cristianos que conozco quieren curar heridas y ayudar a los más desfavorecidos; a los obispos estrella, sin embargo, no les preocupa más que el sexo, en todas sus variantes, y su poder. La bondad y la compasión no forman parte de su vocabulario. Ellos han llegado a la cima del poder para castigar al infiel, amenazar al tibio y trazar las fronteras del dogma religioso. Se identifican con la derecha más extrema y están dispuestos a avalar las tesis económicas más injustas, siempre y cuando se comprometan a renovar sus privilegios. En Francia ríen las gracias de Gerard Depardieu contra Hollande y en España aplauden privatizaciones y recortes a cambio de que Wert aumente su poder o sus beneficios. La distancia entre la institución eclesial y gran parte de su feligresía es ya un abismo insondable que tambalea sus cimientos.