Sebastián de la Obra | En los últimos años el molde (y patente) del cual copiar el discurso demagógico, lo ostenta la señora Rosa Díez. Esta política en activo se ha especializado en la manipulación de los significados y de la imagen (un personaje que lleva “viviendo” más de dos décadas de la representación política y que aparece como nuevo); alimenta cada semana falsos dilemas que favorecen la polarización de las opiniones, ocupando la suya, en exclusiva, uno de los polos, aquel que se mueve hacia donde hace más calor hace; ejerce la vieja técnica del despiste (un día a favor del acercamiento de presos condenados por terrorismo y otro día radicalmente en contra); es, en suma, un ejemplo paradigmático de demagogia. En política los demagogos se arrogan el derecho de interpretar los intereses de las gentes, apelando a los prejuicios, miedos, emociones y esperanzas. Los políticos, cuando poseen habilidades, recurren a la retórica. Cuando carecen de habilidades, pero disponen de recursos, aplican la propaganda.
Sócrates se equivocó asegurando que la retórica no podía propiciar el engaño. Muy al contrario, la retórica es pieza insustituible para ejecutar la estafa. Su discípulo Platón establecía la existencia de una retórica cuyo objeto era la ilusión (en Gorgías) y una retórica cuyo objeto es la verdad (en Fedro). Elijan ustedes. Las gentes no siempre sabemos distinguir razón y emoción (a veces esa incertidumbre nos salva, otras…); acudimos continuamente a las emociones, miedos, prejuicios y esperanzas; en muchas ocasiones intuimos que puede (y debe) haber un asidero al que agarrarnos mientras sufrimos vértigo. En estos casos la demagogia cumple su devastadora función. Los demagogos suelen (en la mayoría de los casos) sentir aversión al pensamiento (y no digamos si el pensamiento es crítico). Suelen simplificar contenido y continente, así mientras enumeran y aparentan valores van ocultando fraudes. Hay situaciones extremas en las que los políticos acuden al animos impellere: el uso de la emoción en la argumentación destinado a conmover. Martin Luther King lo ejercía para instalar, en una racionalidad atemporal, la defensa de los derechos humanos a través de la seducción emocional. En las antípodas éticas (e ideológicas), Adolf Hitler recurría (hasta que llegó al poder) al llanto público en sus reuniones y mítines. Los demagogos, y su insatisfecho ego, suelen vivir un espejismo muy cercano a de ciertos artistas: no buscan amar sino el placer de sentirse amados. Cuando el uso de la demagogia no surte efecto, el demagogo se transforma en un personaje autoritario (a partir de aquí comienza la cuenta atrás para el advenimiento de un tirano).
Durante los dos últimos días, viendo la televisión y leyendo la prensa, me he sentido como un ser que vive en los espacios en blanco. Un discurso dado en la reunión de un partido político se ha convertido, para los seguidores de dicho partido, en un mantra cargado de signos y expresiones, más cercanas a la fe que a la razón: “No podemos ser insensibles ni impasibles (…); hay que despertar ilusión (…); tenemos que poner la transparencia como bandera (…); debemos ser puerta de esperanza (…); debemos trabajar con humildad, con sinceridad, mirando a los ojos (…); hemos de construir un proyecto capaz de reencontrarse con la gente (…); más que nunca tenemos que ser el partido de la esperanza (…); esto tiene que salir bien (…)”. Este tipo de discurso está envuelto en humo y el humo tiende a moverse con gran facilidad. Como las nubes que aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer (que diría el magnífico poeta, José Ángel Valente. Sinceramente creo que las copias suelen ser peores que los originales. El partido de la señora Rosa Díez (criada en las filas socialistas) cosecha gran parte de sus votos en antiguos votantes socialistas. El partido (o lo que sea) del señor Sandokan (criado y bien alimentado por los representantes que han gobernado la vida pública y los mandarines que han gobernado la economía de Córdoba) cosecha sus votos entre los votantes de Izquierda Unida. No creo yo que la verdadera tarea de los citados partidos sea copiar (y abarcar) la demagogia de Rosa Díez y el populismo de Sandokan. No se debería olvidar que la gente siempre prefiere el original a la copia. Entre un verdadero conservador y quien juega a ser conservador (cuando las encuestas marcan esa tendencia) está claro dónde está el original y dónde la copia.
Nota: es un peligro medir el tiempo por el sonido de las campanas; durante siglos así se ha medido, era la Iglesia y sus campanas las que tenían el control del tiempo (y de la vida). Una editorial ligada al arzobispo de Granada acaba de sacar a la luz un libro con el mediático título de Cásate y sé sumisa. A pesar de ese provocador título, el arzobispo de los católicos no ve razón alguna en retirarlo de la circulación. Yo tampoco. Solo una propuesta a la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía (definida como un gobierno de izquierdas): realicen una edición de bolsillo, a un precio de venta popular, de la magnífica obra de Margaret Atwood, El cuento de las criadas. Una obra maestra que refleja una verdadera distopía. Una obra sobre las consecuencias de regir el tiempo por el sonido de las campanas. Difúndanlo por todos los centros públicos, educativos, asociaciones y bibliotecas. Esa sería la mejor respuesta. A la demagogia se la combate con pensamiento y no con más demagogia. Si el pensamiento es crítico, ¡mejor!
Extraído del Blog Cordópolis