Ricardo Marqués
En 1817 el barón Karl Drais presentó en la ciudad alemana de Mannheim su «laufmaschine» o «máquina andante», primer antecedente de la bicicleta. Son pocos los productos del ingenio humano que resisten 200 años y siguen siendo tan modernos. La bicicleta, heredera de la draisiana, fue en la época de entreguerras y en el periodo siguiente a la segunda guerra mundial el vehículo por excelencia de la clase trabajadora. Solo el imparable auge del automóvil a partir de 1950 la desbancó en los países que se llaman a sí mismos «desarrollados», hasta prácticamente expulsarla de la movilidad cotidiana. Pero, tras la primera crisis del petróleo en 1970, la bicicleta comienza a resurgir en algunas naciones como Holanda o Dinamarca, hasta convertirse en un icono de dichos países y en un elemento indispensable de cualquier política de movilidad urbana que merezca llamarse sostenible.
Pero, como escribiera Cortázar (Vietato Introdurre Biciclette, 1962):
“En los bancos y casas de comercio de este mundo a nadie le importa un pito que alguien entre con un repollo bajo el brazo, o con un tucán, o soltando de la boca como un piolincito las canciones que me enseñó mi madre, o llevando de la mano un chimpancé con tricota a rayas. Pero apenas una persona entra con una bicicleta se produce un revuelo excesivo, y el vehículo es expulsado con violencia a la calle mientras su propietario recibe admoniciones vehementes de los empleados de la casa…”
así que, mas acá de sus valores intrínsecos como modo de transporte sostenible, la bicicleta se enfrenta a un inexorable estigma que probablemente exprese el rechazo de la sociedad motorizada hacia quienes, con su simple presencia en la vía pública, demuestran que el automóvil no es una necesidad sino una costosa adicción. Como escribiera Ivan Illich (Energy and Equity,1974):
“El norteamericano típico consagra más de 1.600 horas al año a su automóvil. Sentado dentro de él, en marcha o parado. Aparcándolo y buscándolo después. Ganando el dinero para pagarlo y para pagar sus gastos de mantenimiento. Trabajando para pagar la gasolina, los seguros, los peajes, los impuestos y los tickets de aparcamiento. Dedica cuatro de sus dieciséis horas de vigilia a conducir o a conseguir los recursos necesarios para ello. Y este cómputo no tiene en cuenta el tiempo consumido en otras actividades asociadas al transporte: el tiempo consumido en hospitales, juzgados y garajes; el tiempo consumido mirando anuncios de automóviles o preparando la compra de su próximo automóvil. El norteamericano típico invierte 1.600 horas en recorrer 7.500 millas (12.000 km): menos de 5 millas (8 km) por hora. En los países que carecen de industria del automóvil la gente trata de hacer lo mismo, caminando a los lugares a donde quieren ir y dedicando solo entre el 3% y el 8% de su tiempo social al tráfico, en lugar del 25%. Lo que distingue el tráfico en los países ricos del tráfico en los países pobres no es un mayor kilometraje por hora de tiempo de vida de la mayoría, sino más horas de compulsivo consumo de enormes dosis de energía, suministradas y desigualmente distribuidas por la industria del transporte.”
Este absurdo despilfarro es el que cualquier ciclista urbano pone en evidencia con su mera presencia en la vía publica. De ahí las reacciones airadas que provoca a veces y que llamaron la atención de Cortázar. Estas reacciones no se circunscriben, como es lógico, a los «bancos y casas de comercio», sino que se extienden peligrosa y dañinamente a buena parte de los empleados públicos responsables de planificar la movilidad urbana, que tienden a considerar a la bicicleta como la «guinda del pastel» de unos planes de movilidad que tratan de resolver los problemas de todo tipo a los que se enfrenta la movilidad urbana mediante el fomento del transporte público, de la movilidad eléctrica y otras actuaciones «respetables» cuya importancia no necesita ser demostrada.
Si he escrito un libro titulado «La importancia de la bicicleta» ha sido tras años de enfrentarme a sonrisas condescendientes cada vez que trataba de demostrar a tan probos y bien intencionados servidores públicos – y de paso a muchos ciudadanos de a pie – que la bicicleta no es la «guinda del pastel», sino la «crema» que lo mantiene unido y que hace posible un proyecto de movilidad urbana sostenible que garantice que cualquier desplazamiento urbano pueda realizarse mediante una cadena intermodal de desplazamientos sostenibles, quedando el uso urbano del automóvil para «algunos irreductibles» a los que, como escribe Marc Augé (Éloge de la Biciclette, 2008) «Se les ha extendido una autorización que les permite salir (de la ciudad) o volver a sus casas tomando uno de los cuatro itinerarios de salida y entrada reservados a los automóviles. Esta tolerancia ya no se aplica a los vehículos nuevos…»
Yo no aspiro a tanto. Me conformo con explicar pacientemente como y por qué la bicicleta es o debería ser – junto al caminar y al transporte público – una pieza fundamental del sistema de movilidad de cualquier ciudad que aspire, no ya a la sostenibilidad, sino a la mera habitabilidad. Como comento en el libro mientras examino las estrategias que permiten devolver la bicicleta a la ciudad, o mas bien, devolver la ciudad a la bicicleta:
«Cuando uno se desplaza en bicicleta por su ciudad establece una relación con ella muy diferente a la que establece el usuario de cualquier modo de transporte motorizado. Un ciclista, en su deambular por la ciudad, puede olerla, escucharla, percibirla y, en último extremo, puede bajarse de la bicicleta y continuar su paseo andando junto a su bici. Así, el ciclista puede pararse a conversar con un amigo, a comprar un periódico o una fruta, o un pastel atraído por la fragancia de la pastelería. En definitiva, el ciclista se sumerge en su ciudad de un modo muy parecido a como lo hace un paseante, aunque gozando de un mayor recorrido. Es por ello que a medida que los ciudadanos de todo el mundo empiezan a plantearse no ya cómo sobrevivir, sino cómo vivir en sus ciudades, vuelven la vista hacia la bicicleta como el modo ideal para abarcar de nuevo toda su ciudad, sin perder calidad de vida ni transformarse en meros espectadores de la vida de los demás a través de las ventanillas de sus automóviles. Así, la bicicleta – que es también hija de la revolución industrial – se convierte en el vehículo ideal para devolver a las ciudades la escala humana que la propia revolución industrial les arrebató al convertirlas en metrópolis.»
Y, por supuesto, este libro no se habría escrito si no me hubiera sido dado vivir la maravillosa experiencia del retorno de la bicicleta a una ciudad como Sevilla gracias a unas políticas de promoción que han demostrado sobre el terreno que ello era posible.
El libro «La importancia de la bicicleta» ha sido publicado por la Editorial Universidad de Sevilla: https://editorial.us.es/detalle-de-libro/719724/la-importancia-de-la-bicicletaun-analisis-del-papel-de-la-bicicleta-en-la-transicion-hacia-una-movilidad-urbana-mas-sostenible