Son las 13 horas del 9 de diciembre de 2015, hace exactamente una semana. Una mujer ha sido brutalmente asesinada en Lebrija (Sevilla) a manos de su expareja. En la televisión del bar que hay debajo de mi oficina está saliendo en los informativos. En el bar hay cinco hombres y una mujer, entre los cuales se encuentran dos camareros. Todos están mirando la televisión, pero todos callan ante la información del asesinato machista.
Me doy cuenta del silencio, un silencio que vuelve a asesinar a esta mujer y a las 1.200 mujeres asesinadas por terrorismo machista en la última década. Hago un breve comentario con clara intención provocativa, con la idea de hacer ver que no es normal ni el asesinato ni el silencio: “Otra más, que barbaridad”, digo no muy fuerte pero suficiente para que me escuche el camarero, la única mujer que se encuentra en el bar y otro señor que está en la barra, justo a mi lado.
Uno de las camareros toma posición para decir algo al respecto: “Una a una no acabamos con ellas”. Nuevamente silencio. Nadie dice nada. Tampoco la mujer. Es más, se ríen al chascarrillo del camarero que sólo frena su gracia cuando le interpelo y le digo que no se atrevería a hacer un chiste así si hubiera sido un asesinato de ETA o de un policía.
Siete días más tarde, 16 de diciembre de 2015, dan una bofetada a Rajoy en Pontevedra. Casualmente, me hallo en otro bar, en el que hay unas 20 personas, casi todos hombres. Un corrillo de amigos de trabajo reciben una alerta de una aplicación informativa en su móvil. “Qué le ha pasado a Rajoy”, exclama uno de los clientes del bar. Todos sus amigos y alguna persona más que hay en la barra forman un círculo alrededor del terminal telefónico para lograr enterarse: “Le han dado una bofetada al presidente del Gobierno”, dice alertado el dueño del móvil.
Todas las personas que hay en el bar cortan sus respectivas conversaciones y el tema estrella ya es la bofetada a Mariano Rajoy. Condenas explícitas a la violencia y conversaciones que condenan la agresión al presidente del Gobierno, que lo es. El asesinato machista admitió hasta un chascarrillo y nadie consideró grave ni el asesinato ni la mofa. Al contrario, hasta provocó risas de complicidad con el camarero graciosillo.
La pregunta existencial que deberíamos hacernos es quién decide que una violencia sea condenada o tolerada. Por qué toleramos unas violencias y condenamos otras. Por qué las víctimas de la policía, que han sido apaleadas en no pocas manifestaciones durante la última legislatura de Rajoy, no son agresiones condenadas. Por qué la violencia machista es tolerada, justificada y hasta mofada y una bofetada es considerado un acto casi terrorista.
¿Quién nos está convenciendo de que unas violencias son tolerables y otras violencias son condenables? ¿Por qué el despido de trabajadores de una empresa con beneficios es violencia tolerada? ¿Por qué un piquete sindical es violencia condenable? ¿Por qué la extorsión de un empresario para que sus trabajadores no vayan a la huelga es violencia tolerada? En definitiva, ¿por qué hay agresiones violentas que significan que actúa el Estado de derecho y democrático y otras sobre las que cae toda la fuerza del Estado de Derecho aunque sean objetivamente menores? ¿A quién pertenece el monopolio de la violencia que invisibiliza un asesinato machista y convierte en información de última hora una simple bofetada?