José luis Moreno Pestaña. Profesor de Filosofía de la UCa.Lavozdigital.12/08/2011.Por cuatro caminos una asamblea de derecho se transforma en una oligarquía de hecho. Ha llegado el momento en que las generalidades encubren la pereza analítica y el descompromiso real con el futuro del 15M. Un amigo me decía el otro día que mucho de los que escribían parecían no haber pasado ni un día por las asambleas -o haber pasado por ellas dimitiendo de cualquier consideración crítica. Seguramente, este es uno de los movimientos asamblearios más largos de la historia política de los últimos siglos -eso ya lo hace impresionante- y los esquemas recibidos son insuficientes para analizarlo. Si el movimiento quiere permanecer y ser políticamente relevante debe producir diseños institucionales y costumbres prácticas capaces de contrarrestar, en primerísimo lugar, los peligros que incuba en su interior.
El primer peligro es la invertebración, un término que procede de un texto no muy simpático -pero en el fondo más democrático de lo que parecía- de José Ortega y Gasset (España invertebrada) y que Perry Anderson utilizó hace poco para explicar el fiasco de la otrora poderosa izquierda italiana. ¿Cuándo se encuentra algo invertebrado? Cuando la minoría no recibe el crédito de la mayoría o, y éste es el problema, cuando utiliza ese crédito para engolfarse en actividades que no dicen nada a la mayoría o que la repelen. Los que asistimos a las asambleas no somos, evidentemente, el pueblo español -a ver si se deja de gritar eso de «somos el pueblo»: el pueblo no es nadie- sino una parte pequeña del pueblo que conecta con sectores más amplios del pueblo que confían en nosotros. Si estos no asistieran a nuestras manifestaciones, no nos diesen su apoyo en las encuestas, no mostrasen su reconocimiento tomando una caña o un café en el trabajo, el movimiento sería algo distinto de lo que es. Para guardar la vertebración es necesario pensar que uno no habla solo por sí mismo, sino buscando un lenguaje común con la mayoría de las personas que nos apoyan. Nadie puede sustituir a nadie y, en ese sentido, todo el mundo expresa su opinión. Pero uno puede pensar en conectar con los marcos de otros… o intentar que estos se acoplen a lo que uno piensa, que para eso uno tiene el saber tras de sí. En ese momento, la minoría se enroca en sí misma y nadie la comprende ni la sigue. Conviene recordar que somos lo que somos porque tenemos el crédito de muchos que no están presentes en las asambleas o aparecen de manera episódica. Ese apoyo persistirá si sus ideas resuenan en nuestras asambleas. Si dejan de resonar, nos convertimos en una minoría invertebrada con la mayoría de quienes nos apoyan. Y los perderemos. Tener presente al otro que no está, mantener el vínculo con él, producir un lenguaje que entienda, es lo único que evita que desconectemos de la sociedad y que no nos deslicemos a la soledad sectaria. Que nos convirtamos en una vanguardia que, de facto, tiene aspiraciones oligárquicas. Una asamblea de iluminados, a quien pocos entienden o a quienes muy pocos apoyan, no es una asamblea ciudadana, por mucha asamblea que sea.
El segundo peligro es la dispersión del movimiento en todos los problemas existentes, desde el primer día y sin respetar ritmos de maduración comunes. Nadie, excepto los profesionales de la política o los consagrados a tiempo completo, puede tener una opinión razonable sobre todas las causas del mundo y cuanto más causas queramos meter en nuestra agenda, más peligro tenemos de no acordarnos y de romper el tejido común, a no ser que demos confianza a los profesionales de la política que hay en el movimiento. Estos, gracias a la división del trabajo existente en sus organizaciones, siempre tienen un documento a mano con el que pronunciarse sobre lo que se presente -aunque en realidad no sepan mucho de qué hablan y estén delegando en quien escribió el documento que recitan. Como los problemas con los especialistas son iguales cuando proceden de las organizaciones grandes que de las pequeñas, de la universidad que de las bohemias, para acabar concediéndoles su condición de vanguardia, no era necesario viajar con tantas alforjas asamblearias. El movimiento no puede hablar sobre todo si no quiere vaciar su energía democrática en manos de una minoría.
El tercer peligro es el desborde de la asamblea por los militantes a tiempo completo. La proliferación de actividades sin más justificación que el culto al activismo -o la búsqueda de los titulares de prensa-es socialmente selectivo: solo pueden afrontarlo quienes carecen de cargas familiares y laborales o quienes sacrifican estas al movimiento. Personalmente confío poco en los seres humanos sin cargas -a uno no le gustan las clases ociosas que no lo son por causa de fuerza mayor: ¡qué le vamos a hacer!- o a quienes se escaquean de las mismas para consagrarse a la humanidad abstracta, mientras se ciscan en la humanidad concreta que tienen alrededor. Rousseau comentaba, más o menos, que había quienes amaban a la humanidad entera para poder despreciar a sus vecinos. Tenía, también en esto, razón.
En cuarto lugar, y siguiendo con la oligarquización militante del movimiento, ciertas movilizaciones pueden llevarnos a conflictos con quienes muchos no queremos tener conflictos. Además de este problema básico, hay otro argumento de oportunidad, que es el de si ese es el repertorio de acciones que nos conviene para mantener la vertebración del movimiento con quienes nos apoyan (véase la primera razón).
Los regímenes políticos cuando se degeneran se convierten en su opuesto, decía Aristóteles. A esa verdad debemos enfrentarnos si queremos persistir en lo que somos.