Enrique Monterroso
(A mi adversario y amigo Pablo Moro a quien con frecuencia no traté bien y, sin embargo, hoy siento su ausencia)
De forma habitual asistimos en política al fuego cruzado de afirmaciones épicas, dramatizaciones de la situación, crispación e incluso ejes del mal cuyos denunciantes adquieren automáticamente la posesión del bien y la verdad. En el discurso y ejercicio político hay demasiados héroes y villanos, víctimas y salvadores, buenos y malos, culpables e inocentes……Casi no hay posiciones intermedias. El campo de batalla política se organiza con abrumadora simplicidad entre amigos y enemigos, entre nosotros y ellos. Al enemigo, ni agua; aunque lleve razón. Y sin embargo, la realidad social que se respira en la calle es mucho más mestiza, compleja, cambiante, insegura, sorprendente. Por eso política y sociedad no se encuentran. Y puede que la supuesta crisis de la política no sea otra cosa que una crisis de las seguridades, de las seguridades aparentes.
Lo estamos viendo estos días : carecemos de una cultura del pacto, más bien de lo contrario (la “cal viva” sigue instalada en el adn de la política española) sin embargo es urgente pasar del frente al pacto, aunque sea obligados por las circunstancias haciendo un aprendizaje acelerado. Y, sin embargo, hemos de aceptar que la controversia y las dificultades de gobernabilidad constituyen hoy la nueva normalidad, fuera de la cual no hay sino nostalgia. Debemos despedirnos de los consensos absolutos, pero también de los disensos definitivos, de las contraposiciones rígidas entre los nuestros y los otros. Nos hacen falta programas de gobierno sin exclusiones, que no sean incontestables, que precisen de la crítica, que no proporcionen seguridades absolutas ni protecciones completas.
Se impone llevar a cabo una política más responsable y pedagógica, capaz de equivocarse y reconocerlo; capaz de encontrar razones en “los otros”. Gobernar es difícil y el que gobierna yerra con frecuencia, pero definirse de modo sistemático por negación ante el gobernante es un error aún mayor.
Un buen político o política es una persona tocada por la vocación pero también profesional que sabe transigir y llegar a acuerdos, que sabe escuchar y posee cierta capacidad de empatía. Un buen político o política debe partir de sus principios y programas pero sabe ser flexible en cómo llevarlos a cabo, sabe entenderse con todo el mundo y hasta sus rivales lo deben reconocer como tal. Habilidades que, probablemente, se adquieren más batallando desde el ejercicio de la oposición que detentando el poder.
La política debe escapar también del dramatismo y de los anatemas para entrar plenamente en un horizonte antiheróico, en el que haya lugar para la duda, el acuerdo y la negociación. Incluso para el error reconocido. La política debe humanizarse, es decir, debe situarse en el espacio humano, sin verticalidad, donde no haya nada protegido absolutamente de la crítica y donde las personas que disienten puedan encontrarse
La confrontación política ha de ser entendida de otra manera. En vez de la actitud que descalifica al adversario político desde una pretendida superioridad, el objetivo de una política antiheroica y humanizada sería desarrollar la actitud del reconocimiento del otro, de la duda, de la autocrítica y de aceptación de las alternativas, evitando deslizarse hacia la descalificación del discrepante.
Puede que si este concepto fuera de aplicación práctica y sistemática, otro gallo nos cantara. Por el contrario, y en la medida en que esto no sea así, no puede extrañarse nadie de las decepciones, de las deserciones y de los desencantos que provoca la política entre la ciudadanía.