María Santana Fernández
Entendemos que la única manera de establecer un límite en este proceso es señalar aquellos aspectos que siguen siendo irreductibles a las cuantificaciones económicas. En el mismo sentido en el que se aferra Jappe a esta posibilidad cuando indica que: “hay multitud de aspectos de la vida, y aspectos además sin los cuales dicha vida no sería posible, que no se desarrollan bajo la forma de un intercambio de equivalente, que no son mensurables como cantidad de trabajo abstracto, que no sirven inmediatamente a los intereses materiales de sus autores[10]“. Se trata de mantener a salvo la esfera de no valor, incuantificable, que son, por ejemplo, el amor, la amistad, los sueños, los juegos o lo imaginario. Reivindicarlas como algo irreductibles al sistema de producción y consumo que las inserta en las redes sociales. De esta forma, resultan repugnantes las prácticas internautas en la que se aspiran al mayor número de “me gusta” de nuestro nuevo estado emocional o a la cuantificación de las calorías ingeridas y las quemadas en el deporte (sea gimnástico o sexual, tanto da). Es lo que se está denominando como datasexual o el movimiento del yo cuantificado que describe Evgeny Morozov en La locura del solucionismo tecnológico[11] y que acaba por convertirse en una suerte de taylorismo interno en el que todo lo que hacemos resulta aprovechable como información, cuantificable, fotografiable. De esta forma, por ejemplo, un tal Nicholas Felton hace un informe personal anual que publica en internet y gracias a ello podemos averiguar que “en 2007 recibió trece postales, perdió seis partidos de pool y leyó 4736 páginas de libros (…). En 2011, ingresó 45 visitas al gimnasio y tan solo nueve visitas a la licorería.[12]” Información relevante donde las haya que viene a aumentar el ruido y la estupidez de la red, la transparencia y obscenidad con la que se nos presiona en las relaciones informatizadas.
Con la intención de generar un retrato exhaustivo de quienes somos, de convertirnos en transparentes ante los demás, sinceros y auténticos, el ser humano explota su propia existencia reduciéndola a números vacíos de sentido e intercambiables. Poco importa si el tal señor Felton invierte las visitas hechas al gimnasio y la licorería, quizás sea incluso mejor, pues su debacle personal puede acumular un número mayor de visitas morbosas a su informe. Se trata de una falsa vuelta a la intimidad perdida a la que ya hacía referencia Marx en los Manuscritos de economía y filosofía. Cuando el ser humano se encuentra siempre volcado hacia las cosas a través de la relación utilitaria del trabajo, es decir, cuando el mundo se convierte en un medio para la satisfacción de las necesidades o, simplemente, para la ganancia económica, entonces se intenta alcanzar de cualquier forma la intimidad, la interioridad que le ha sido arrebatada en esta alienación.
Esta dualidad, entre la exterioridad del trabajo sobre un mundo útil y la interioridad preservada, ha quedado obsoleta a partir de la superación de la diferencia entre valor de uso y valor de cambio. De hecho, esta separación era la única garante de cierta racionalidad en el capitalismo, el cual ha acabado por generar un juego especulativo, difícilmente comprensible, basado en la absolutización del valor de cambio. Nos alejamos cada vez más de ese mundo de productos que oprimía al trabajador a través de la alienación y cosificación, pero el resultado de este proceso es más que dudoso. Pues con la separación no se ha logrado la liberación de la interioridad del ser humano, sino que, por un lado, seguimos rodeados de cosas que en muchos casos no tienen un valor de uso y, por el otro, hemos generado una serie de virtualidades fundadas en nuestra intimidad a las que convertimos en pseudo-objetos con valor de cambio. Pero ya Georges Bataille nos decía que: “La vuelta del hombre a sí mismo no puede ser confundida con el error de quienes pretenden asir la intimidad como se coge el pan o el martillo[13]”.
Llegados a esta situación desastrosa, la pregunta es cómo ser capaces de invertir esta dinámica y reivindicar el don y lo no-utilitario. La tarea no es sencilla, pues, en primer lugar, se debería abandonar la noción de interés que parece guiar cada actividad humana y la reducción del ser humano a animal económico que ha efectuado el capitalismo. En este sentido, podríamos seguir a Allain Caillé, sociólogo del Grupo Mauss, quien indica que es precisamente lo no interesado aquello que nos define como humanos y nos dice: “Por aspirar más a ser reconocidos que a acumular, los hombres no pueden ser reducidos a la figura utilitarias del Homo Oeconomicus[14]”. El reconocimiento, que constituye la identidad del sujeto, se realiza a través de acciones gratuitas que van más allá del interés (sea la supervivencia o ganar prestigio). Y esto introduce lo no mensurable en las relaciones, lo que no puede ser sencillamente comprado o valorado económicamente. Así continúa Caillé: “Solo hay sujeto en lo que excede, sin negarlos ni olvidarlos, el interés por sí mismo, la obligación y la amancia, en lo que se encuentra en la articulación del yo, del tú, del nosotros, del ustedes, del él y del mundo. Sólo hay sujeto cuando existe subjetivación, es decir, individuación, es decir, acceso la libertad-fecundidad-generatividad, a la creatividad y a la espontaneidad[15]”.
Caillé indica que ya entre las otras especies animales se establece una lucha por la supervivencia de carácter egoísta a la par que se dan la empatía y el altruismo. De tal forma que aquello que define al ser humano es mucho más complejo que el mero interés, pues “entran en juego también y por principio, la empatía (o simpatía), la imitación (las neuronas espejo), la reciprocidad y cierto sentido de la justicia, aunque sea embrionaria[16]”. Dentro de esa búsqueda de una explicación más rica sobre la economía como constructo cultural, hay que entender que el recurso a la teoría del potlatch[17] no es un añadido meramente estético, tratando de evocar el bucólico mundo perdido de las culturas primitivas. Sino que el don es propiamente el origen de un intercambio que fuerza a los individuos, que genera vínculos de un tipo muy determinado y una obligación de reciprocidad sociales. Ya Marcel Mauss nos decía que la economía no podía ser entendida solamente como la relación entre producción y consumo, sino que debía tener en cuenta elementos como la prestación y la distribución basado en unas relaciones sociales más sólidas[18].
De hecho, aún podemos reconocer prácticas ligadas a esta tradición del don en el cuidado que proporcionamos a las personas dependientes, sean niños, enfermos o ancianos. Una labor que no es estrictamente productiva, que se desarrolla en el marco de un vínculo afectivo y una responsabilidad ética y que implican un alto grado de intimidad y compromiso personal. Estas tareas aparecen ya en los comienzos de la civilización como una de las herramientas clave para el establecimiento de lazos entre los miembros de grupos sociales. Sin embargo, la lenta erosión de las bases sociales y de convivencia que ha efectuado el capitalismo las ha puesto en peligro, hasta el punto de tener que ser apoyadas por los sistemas socialdemócratas con una remuneración económica (sea el cheque bebé, las desgravaciones fiscales o la ley de dependencia). No obstante, el carácter de ofrecimiento de estos trabajos domésticos no se ha eliminado del todo, impidiendo que sean absorbidas completamente por el sistema capitalista: primero, porque la remuneración suele ser pequeña (incluso para las mujeres que se dedican profesionalmente a ello) y, segundo, por la naturaleza misma de la tarea, que acaba por generar un vínculo afectivo muy fuerte entre las personas implicadas.
Y en este contexto es en el que hay que entender el papel del don, como una forma de intercambio que no está guiado por el interés de obtener un objeto concreto, sino de organizar o afianzar una alianza que dará lugar a un tipo específico de sociedad. El don no es estrictamente desinteresado, pero su interés económico tampoco es el de la usura o acumulación, sino el de generar una deuda que pueda beneficiar al grupo. Mauss explicaba cómo se trata, en realidad, de un regalo forzado: “Éstas casi siempre han adoptado la forma del presente, del regalo que se brinda con generosidad, incluso cuando en ese gesto que acompaña la transacción sólo hay ficción, formalismo y mentira social y cuando, en el fondo, detrás de él hay obligación e interés económico[19]”. Pero quien inicia el regalo, quien ofrece ese don, lo hace de manera libre, guiado por la voluntad de existencia, la creación constante y la acción autónoma, por eso puede surgir de este constructo social la identidad personal a la que hacía referencia Caillé. Además, todo este proceso implica una enorme fragilidad, pues el don es imprevisible y la devolución del regalo nunca colma los intereses de quien dio en primer lugar. La deuda permanece siempre entre quienes se han regalado, de forma que el intercambio de convierte en una práctica constante que nunca acaba de saldarse, pues nunca se consigue la exacta equiparación de las riquezas ofrecidas. Y, en definitiva, ese interés económico que les ha empujado en un inicio a ser desinteresados acaba por mostrarles como puramente altruistas, pues solo así tiene valor el intercambio.
Para mantener el enriquecimiento de una cultura a través de este sistema de prestación y distribución no se han de intercambiar meramente bienes o riquezas, es decir, objetos puramente útiles. Mauss indica que en los grupos sociales observados éstos se “intercambian, ante todo, cortesías, festines, ritos, colaboración militar, mujeres, niños, danzas, fiestas, ferias en las que el mercado no es más que uno de los momentos y la circulación de riquezas no es más que uno de los términos del contrato mucho más general y mucho más permanente[20]”. Se trata de un sistema de prestaciones totales, en el que las diferentes culturas se van filtrando para generar alianzas y fortalecer las comunidades. Algún tecnófilo despistado, al leer esta última idea, podría llegar a sugerir que este mismo modo de intercambio cultural se realiza constantemente en internet. Pero ofrecer un archivo con una película o un libro a un desconocido a través de la red no es más que una derivación empobrecida del don, el cual implica un intercambio de riquezas concretas, elementos valiosos de la cultura, generando un contacto directo con otro ser humano al que nos vinculamos y con quien establecemos una deuda de reciprocidad. Es obvio que el intercambio de productos culturales a través de la red es una manera barata (y tendente a la banalización) de acceder a éstos, aunque también sabemos que el uso fundamental de la red no es el de la difusión de la cultura. Pero lo más importante es la posible repercusión que estas prácticas tengan en el mundo cotidiano, es decir, lo que sucede cuando el archivo llega a un nuevo usuario. Éste se puede sentir en deuda o no con ese otro usuario anónimo, pero, en cualquier caso, no tiene la obligación de generar un vínculo personal y no va a dar lugar a ningún tipo de mejora social o convivencial. Las consecuencias políticas y sociales se pierden y el don se convierte en una forma cómoda de consumo.
Hay ocasiones excepcionales en que el don se convierte en potlatch y puede llegar a ofrecer como regalo al otro la propia destrucción de esa riqueza, en un crescendo de absoluta fastuosidad y dando un sentido agonístico a la producción. Mauss lo explica con las siguientes palabras: “También se llega hasta la destrucción puramente suntuaria de las riquezas acumuladas para eclipsar al jefe rival, que al mismo tiempo es alguien asociado (por lo general, abuelo, suegro o yerno)[21]”. Evidentemente, en el momento en el que Mauss dio a conocer estas costumbres tan alejadas del esplendor de la mercancía que se vivía en la Francia de los años 50 y de la ideología burguesa del ahorro, muchos pensadores como Debord o Bataille se sintieron absolutamente fascinados y retomaron parte de la teoría como base para su crítica al capitalismo. En cualquier caso, el potlatch sigue siendo un elemento de transgresión dentro de la dinámica que diferencia el valor de uso y el valor de cambio, pues destruye cualquier racionalidad y es imposible de asimilar dentro de la lógica de la mercancía.
Bataille explica el potencial anticapitalista del potlatch en sus escritos políticos La noción del gasto y La parte maldita. En ellos resalta en primer lugar el odio que se ha extendido en la cultura burguesa a la noción de gasto, que les permite legitimar la carrera hacia el enriquecimiento ilimitado basado en la avaricia. La burguesía hipócrita prescribe el ahorro a su propia clase y a los trabajadores, mientras se permite objetos de lujo con los que adquirir prestigio social, pero que no son más que una mísera sombra de la excitación que produce el verdadero gasto. Aún así ese placer que solo es capaz de descargar el potlatch más ruinoso continúa agazapado en la conciencia humana y acaba descontrolándose en diferentes manifestaciones, que resultan incomprensibles a la moral burguesa. Bataille lo explica del siguiente modo en La noción de gasto: “En su forma intensificada, los estados de excitación, que son asimilables a estados tóxicos, pueden ser definidos como impulsos ilógicos e irresistibles al rechazo de bienes materiales o morales que hubiera sido posible utilizar racionalmente (…)[22]”. Se trata de la posibilidad de destrucción de algo que excede nuestras necesidades, pero que podría ser objeto de ahorro o usura.
En toda vida hay un principio de excedencia que le permite crecer y engendrar, aplicado esto a la relación del ser humano con la naturaleza, se tienen dos posibilidades: la acumulación o el gasto. La acumulación es el principio de la moral burguesa, fundamentado en la noción de progreso y de un crecimiento ilimitado. El gasto es el origen de una comunidad regida no por la rutina de la producción, sino por la excepcionalidad de la fiesta que da un sentido profundo, sagrado al trabajo cotidiano. Aunque el capitalismo ha tratado de eliminar ese gasto, su impulso acaba perviviendo, tal y como nos decía Bataille más arriba, en determinados comportamiento de destrucción o autodestrucción irreflexivos e, incluso, incívicos o criminales. Es cierto que se ha sustituido la excepcionalidad de la fiesta, en la que se dilapida la riqueza, por la gestión del tiempo de ocio, en el que las personas se acomodan perpetuamente, en nuestras sociedades del paro y el tiempo libre. No obstante, la solución podría ser peor, pues Bataille señala cómo las dos Guerras Mundiales fueron el modo en el que la burguesía occidental decidió eliminar ese exceso de riqueza, destrozando poblaciones y arruinando economías.
Para que esta fastuosa destrucción vuelva a ser posible y se convierta en un mecanismo de equilibrio social, Bataille incide en que el potlatch ha de estar ritualizado, pues los bienes destruidos (sean objetos, poblados o personas) han de ser considerados como sagrados. Estos objetos son cargados durante el ritual con un valor que supera su posible valor de uso, permitiendo una transvaloración de consecuencias ontológicas (del fetiche de la mercancía al objeto sagrado). Por eso escribe que “el sacrificio devuelve al mundo sagrado lo que el uso servil ha degradado, profanado (…) No es necesario destruir propiamente hablando el animal o la planta que el hombre convirtió en cosa para su uso. Basta, al menos, destruirlas en tanto que cosas, en tanto que se llegaron a convertir en cosas[23]”. Tampoco se trata de una operación económica exacta, que se pueda cuantificar y organizar racionalmente, sino la mezcla de lo económico con lo social y lo ritualizado, es decir, de la intimidad con el mundo de las cosas, para dotar de un sentido profundo a nuestras existencias habitualmente productoras y consumidoras.
Esa “parte maldita” a la que se dirige el discurso de Bataille pervive aún en cada ser humano y es ese mundo íntimo que se opone al mundo de las cosas y del valor de cambio. Es la vuelta a la desmesura, la sinrazón y la embriaguez para equilibrar nuestra parte racional laureada por la moral burguesa. Por eso nos dirá: “El mundo del sujeto es la noche, esa noche agitada, infinitamente sospechosa, en la que el sueño de la razón engendra monstruos. Sostengo, en principio, que del “sujeto” libre, no subordinado en absoluto al orden “real” y que no se ocupa más que del presente, la misma locura da una idea edulcorada[24].” El esplendor de la gloria no espera a aquellos que acumulan sus riquezas, sino a quienes son capaces del don sin pensar en el futuro, a quienes aún son capaces de “la poesía, la profundidad o la intimidad de la pasión”.
NOTAS
[10] JAPPE, Anselm (2010), El absurdo mercado de los hombres sin cualidades. Op. Cit., p. 156. [11] MAUSS, Marcel (2009), Ensayo sobre el don. Forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas. Buenos Aires: Katz Editores, p. 257 [12] MAUSS, Marcel (2009), Ibid. [13] BATAILLE, Georges (1982), La parte maldita. Barcelona: Editorial Icaria, p. 172. [14] CAILLÉ, Alain (2010), Teoría anti-utilitarista de la acción. Buenos Aires: Waldhuter Editores, p. 15-16. [15] CAILLÉ, Alain (2010), Teoría anti-utilitarista de la acción. Op. Cit., p. 90. [16] CAILLÉ, Alain (2010), Teoría anti-utilitarista de la acción. Op. Cit., p. 67. [17] Práctica de intercambio de bienes a través de regalos realizada por algunos grupos de indios de América del Norte y que implicaban un grado creciente y en ocasiones ruinoso de generosidad. [18] MAUSS, Marcel (2009), Ensayo sobre el don. Op. Cit., p. 70. [19] MAUSS, Marcel (2009), Ensayo sobre el don. Op. Cit., p. 70. [20] MAUSS, Marcel (2009), Ensayo sobre el don. Op. Cit., p. 75. [21] MAUSS, Marcel (2009), Ensayo sobre el don. Op. Cit., p. 77. [22] BATAILLE, Georges (2003), La conjuración sagrada. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, p.159. [23] BATAILLE, Georges (1982), La parte maldita. Op. Cit., p. 52. [24] BATAILLE, Georges (1982), La parte maldita. Op. Cit., pp. 94-95.