Rafa Rodríguez
Solo los que no aman la democracia estén disfrutando de la crisis de Estado a donde nos han conducido las derechas impregnadas de nacionalismos excluyentes tanto de Cataluña como de España, pero la inmensa mayoría de las clases populares andaluzas están atónitas ante un problema que nos ha sobrevenido y sobre el que no se atisba solución alguna. Las escenas de violencia policial para impedir el simulacro de referéndum nos han llenado de indignación y, a continuación, los respectivos anuncios de Rajoy de más inmovilismo y de Puigdemont de realizar inmediatamente la declaración unilateral de independencia, de perplejidad y pesimismo porque por ese camino solo se llega a la represión, la violencia, al deterioro de la democracia y también al empobrecimiento.
El pueblo andaluz defiende por encima de cualquier otro valor la democracia porque sabemos que es la única forma de convivencia pacífica, nuestro principal patrimonio cultural. La democracia requiere de unas formas mínimas articuladas en torno al principio de legalidad que se deriva del Estado de derecho para garantizar la igualdad, la universalidad de las leyes y la jerarquía normativa, contenidas en una Constitución.
La Constitución es una construcción jurídica que permite el equilibrio entre la voluntad mayoritaria representada en la asamblea legislativa y sus límites: la garantía de los derechos (para las minorías). La conexión entre el principio de legitimación del consentimiento sobre la elección de los representantes, el principio de división de poderes y el estatuto de derechos y libertades de los ciudadanos confluyen en el concepto de Constitución como el gran hallazgo de la democracia. Hoy para que haya democracia tiene que haber Constitución.
Las Constituciones escritas de nuestro entorno político tienen como supuesto un momento constituyente que aprueba un texto constitucional jerárquicamente superior a las leyes, con vinculación normativa directa y con una mayor protección que la legislación ordinaria (rigidez). Las constituciones democráticas protegidas solo han sido anuladas por golpes fascistas y dictatoriales.
Por el contario la reforma de la constitución es la institución mediante la cual se renueva el vínculo entre la legitimidad de origen y la legitimidad de ejercicio en el Estado constitucional (Javier Pérez Royo). Hay grandes dificultades políticas para reformar la Constitución porque requiere de un alto nivel de consenso. Hasta ahora no hemos podido llevar a cabo reformas constitucionales nacidas en el seno de la sociedad y debatidas y aprobadas de forma jurídicamente ordenada. Precisamente es la gran asignatura pendiente para nuestra normalización constitucional y ese es el paso imprescindible que tenemos que dar.
Pero en toda la construcción democrático constitucional hay un punto ciego porque las Constituciones son una apelación al principio, al pacto social originario sobre el que se construye todo el armazón institucional que hace posible la vida en comunidad. Implica, por lo tanto, la existencia de un sujeto prepolítico (el pueblo, la nación) que tiene capacidad para articular y sostener a todo lo demás, al constituirse en el poder constituyente que antecede al poder constituido, dotado de los atributos del soberano: unidad e indivisibilidad.
Derrida ha mostrado el carácter circular y contradictorio de los documentos constitucionales en los que un “pueblo” se constituye como sujeto unitario mediante su firma. Ahora bien, el pueblo no existe antes de su acto de fundación, acto que precede al pueblo como instancia autorizatoria, “esto es, firmando se autoriza a firmar”. El “momento constituyente” tiene una gran trascendencia jurídica: significa que no hay derechos anteriores ni superiores a la Constitución.
Sin embargo, la indivisibilidad de la soberanía ha dejado de ser el fundamento de la Constitución para convertirse en el principal escollo para la realización efectiva de la democracia. Por eso existe una tensión implícita permanente entre Constituciones legitimadas democráticamente y protegidas (cláusulas de reforma y TC) y la necesidad de un nuevo modelo constitucional de soberanías compartida, multinivel y multitextual.
Esta tensión se hace insoportable cuando lo que se reivindica es la sustitución de un pueblo o a nación como sujeto de soberanía por otro. La lógica de los nacionalismos excluyentes es el camino opuesto a la plurinacionalidad que cuestiona la vieja ecuación: “Un estado, una nación” (estado nacional), o su mímesis: “Una nación, un estado” (Principio de las nacionalidades). La plurinacionalidad defiende abiertamente la neta superioridad ético-política de la convivencia de varias naciones en el seno del mismo sistema en un proyecto de tolerancia, lealtad, confianza y respeto mutuo. Supera el vocabulario de las esencias nacionales, de la cosificación defensiva de las identidades, porque ni las blinda ni las aísla para convertirlas en excluyentes.
Defendemos un nuevo constitucionalismo que, surgido a partir de la evolución de la Constitución vigente mediante transferencias de soberanía, adiciones y reformas, constitucionalice los Estatutos de Autonomía y los Tratados de la Unión Europea para producir un nuevo concepto de Constitución plural, multitextual y multinivel.
Frente al inmovilismo del nacionalismo españolista y al soberanismo catalán, ambos anclados en los mitos liberales decimonónicos, desde nuestro andalucismo republicano defendemos una reforma efectiva de la Constitución española que nos conduzca hacia una estructura de Estado federal, plurinacional y cooperativa para hacer frente a los desafíos del siglo XXI y en particular a la crisis del capitalismo globalizado con todas sus secuelas de desigualdad y destrucción social y ambiental. Por eso decimos que plurinacionalidad se conjuga en andaluz: que sin Andalucía no hay alternativa al conflicto territorial.
Para ello hay pasos necesarios, objetivos parciales para evitar la frustración de plantear objetivos inviables. Así habría cuatro requisitos para evitar entrar en una vía de espiral en el conflicto territorial:
a) la aceptación por todos los actores de que las soluciones no pueden buscarse al margen del estado de derecho; no son posibles ni deseables las rupturas desde marcos constitucionales democráticos
b) las soluciones tienen que incrementar el principio de igualdad entre los territorios y no disminuirlos, a través de una estructura federal
c) la aceptación de la plurinacionalidad como expresión política de la pluralidad de sentimientos nacionales,
d) hacen falta gobiernos con una clara voluntad política de dar soluciones a los problemas que tenemos y no agudizarlos. Ni el gobierno de Puigdemont ni el de Rajoy están ya legitimados. Necesitamos gobiernos que no propugnen el conflicto sino soluciones productos del acuerdo, dispuestos a pactar y a orillar las posiciones maximalistas.
En definitiva, se trata de acercar nuestro modelo territorial al de un estado federal en el marco de la evolución de la propia Unión Europea. Este es el punto de equilibrio posible entre soberanistas catalanistas y españolistas y para ello hace falta lo más importante: que Andalucía tenga voz en este debate para que, desde los valores universales de la democracia y la igualdad, evite el cada vez más dramático y peligroso choque de trenes entre soberanistas excluyentes y defienda soluciones que permitan la convivencia mediante el reparto de soberanías y el respeto a las emocionalidades colectivas que cada uno es libre de elegir. Sin Andalucía no hay plurinacionalidad.
(*) Instalación de Richard Serra