Juab Goytisolo. El País. 05/10/2010
Cuando era un muchacho, en el colegio de los frailes en donde fui adoctrinado, memorizábamos la lista de los actos que «claman venganza a Dios». En el segundo puesto de aquel palmarés de la infamia figuraba el «pecado impuro contra naturaleza», simbolizado en el fuego divino que arrasó a las ciudades malditas a orillas del Mar Muerto.
Pero el mismo discurso apocalíptico se esgrime ahora en el campo del islamismo radical y amenaza extenderse al ámbito de quienes, víctimas de la pobreza e ignorancia en la que se hallan sumidos numerosos pueblos musulmanes, buscan un responsable a los males que les afectan.
Recientemente, un imán argelino miembro del Grupo Salafista para la Predicación y el Combate, exhortaba a sus acólitos a la yihad y al martirio redentor de los atentados suicidas aduciendo para ello que la propagación de la homosexualidad era una de las señales anunciadoras del fin del mundo.
Dicho argumento revelador de las obsesiones y prejuicios de los autoproclamados salvadores de la Tierra y de las sociedades que la pueblan, es tan viejo como la aparición del ser humano en ella.
Basta ojear las crónicas antiguas o modernas sobre Mesopotamia, Grecia, Roma, India, Persia, Al Andalus, el Imperio Otomano, etcétera, para comprobar que un buen número de ellos apuntan al «vicio contra natura» -¿cómo diablos puede llamarse contra natura a lo que es parte intrínseca de ella?- como la causa directa de su decadencia y caída.
El Dios colérico de la Biblia -la peor invención, dicho sea de paso, de la mente humana- sigue castigándonos con epidemias, terremotos, inundaciones y otros desastres que no distinguen por cierto, «justos» de «pecadores», pero no atina a reiterar la furia vengativa que redujo a Sodoma a sal y ceniza, ni a remediar, de pura fatiga, la chapuza que creó en una semana. Tascándose el freno, asiste impotente, siglo tras siglo, a la obstinada perversión de sus criaturas, a esa natura fuera de la natura que desde el Génesis se prolonga hasta el tercer milenio, ya sea abiertamente como en la galaxia gay de Occidente, ya de forma discreta, pero integrada en sus tradiciones en la Zona Sotádica descrita por sir Richard Burton hace siglo y medio.
A mi llegada a París, huyendo del rigorismo católico y la opresión política del franquismo, comprobé que la homofobia reinante en España infectaba también a mis compatriotas de fuera. Entre los militantes del PCE, del que fui compañero de viaje durante un buen tiempo, la burla y el desprecio a los «invertidos» eran idénticos a los de la Península. El ingreso de Jaime Gil de Biedma en el Partido fue vetado por el responsable barcelonés del mismo y recuerdo las bromas que se gastaban a costade Luis Landinez, un escritor inscrito en aquel que, tras sufrir en las cárceles del Régimen por su doble condición de rojo y maricón, había buscado refugio en Francia. Un miembro de la Redacción de Realidad, la revista intelectual del PCE, de la que fui dado de baja por «desviacionismo» en 1964 junto a Claudín y Semprún, me afirmó rotundamente que la supuesta homosexualidad de García Lorca era una infame calumnia de la derecha y que él estaba escribiendo un libro para desmentirla de forma irrebatible y definitiva.
En Cuba, la experiencia fue más dramática. Pese a que el comportamiento sexual de los mulatos y negros de los barrios populares de La Habana Vieja, Regla y Guanabacoa no difería mucho del de los magrebíes, egipcios, paquistaníes o turcos, la violencia del discurso homófono de los dirigentes y cuadros revolucionarios mostraba a las claras que la intolerancia ideológica, ya fuera la del nazismo o la de los regímenes soviéticos, no tenía nada que envidiar a la de las diferentes Iglesias de antaño ni al islamismo de nuevo cuño. El modelo soviético que se impuso en la Isla intentaba crear una sociedad homogénea en la que los deseos e impulsos de una buena parte de sus miembros no tuviera cabida.
En nombre de la decretada pureza del hombre nuevo -al que llamé en otra ocasión, el bárbaro viejo-, decenas de millares de pájaros fueron enviados a cortar caña en las siniestras Unidades Militares de Ayuda a la Producción. El monolitismo ideológico, como el religioso de ayer y de hoy, exige una condigna uniformidad sexual que sujeta el cuerpo y la mente del ser humano a un molde único, del que no cabe el menor desvío. No obstante de eso, como describió magistralmente en sus novelas Reinaldo Arenas, los propios guardianes que vigilaban a los reclusos de las UMAP, satisfacían a escondidas sus deseos con ellos, como acaece en las sociedades en las que la homosexualidad identitaria se desdibuja y quien recurre ocasionalmente a ella por la situación en que se encuentra -alejamiento forzado de la familia o dificultad de acceso al otro sexo- no se considera a sí mismo ni es considerado homosexual en la medida en que su «situacionismo» no se convierte en adicción. El lamentable y tardío mea culpa de Castro por las tropelías de la llamada «década ominosa» no disminuye en nada su responsabilidad en las mismas. Miles de cubanos «degenerados» como Virgilio Piñera fueron víctimas de su cruel acoso y marginación.
El dilema que afrontan los homosexuales de una buena parte de Oriente Próximo, norte de África y el Caribe -me ciño a los países en los que mis estancias y viajes me han avezado a sus usos y costumbres-, es elegir entre la visibilidad duramente conquistada en Occidente o una práctica satisfactoria pero silenciada; entre salir del armario o ajustar sus impulsos a las normas implícitas de unas sociedades en las que es posible integrarlos gracias a un «ni visto ni oído» avalado por hábitos y tradiciones que se remontan a siglos. El escritor marroquí Abdellah Taïa rompió el tabú en su relato Une mélancolie arabe y ha sido defendido con valentía por el semanario laico Tel Quel.
La presente ola de violencia estatal en países antaño permisivos como Irán o Irak, en donde los culpables de sodomía pobres y sin buenos arrimos son lapidados o ahorcados conforme a la hipócrita moral wahabí de la Península Arábiga, pende como una espada sobre la cabeza de las víctimas potenciales de ese totalitarismo teocrático que busca un chivo expiatorio a los abusos de su poder y a su incapacidad de responder a las aspiraciones de sus súbditos menesterosos, sin brújula ni esperanza.
Como señalan Stephen Murray y otros autores en su libro de referencia sobre el tema, Islamic homosexualities, no hay una homosexualidad única sino un abanico de homosexualidades que difieren entre sí y rechazan el modelo comunitario gay, visto como algo ajeno a su querencia, sin considerar que el igualitarismo legal que encarna no es un valor exclusivo de Europa y de Norteamérica sino que tiene validez universal. Desde la repugnante misoginia de los talibanes de Kandahar expuesta recientemente en el documental Españoles en Afganistán a la movida de Chueca el trecho es largo y las discusiones sobre lo gay y lo pre-gay lo serán también.