Borja Echevarria.El País.17/07/2011.Un movimiento urbano está explotando por todo el mundo. Si la calidad de vida ha mejorado en su ciudad, mire alrededor y cuente el número de bicicletas que circulan por las calles. Quizá ahí encuentre una de las claves. | Este reportaje está ilustrado con fotografías de Mikael Colville-Andersen. Puedes ver más imágenes en su Flickr
Para llegar hasta allí desde el más cosmopolita Vesterbro hay que recorrer aproximadamente seis kilómetros. La mejor opción, sin duda, es la bicicleta. Podríamos argumentar que así facilitaremos la digestión de la gran børge -150 gramos de maravillosa salchicha- con su explosiva salsa secreta, o que ahorraremos unas cuantas coronas de taxi. Pero estamos en Copenhague y la mejor forma de ir de A a B, como explican gráficamente todos los gurús de la movilidad, es casi siempre la bicicleta.
Tomamos la calle de Vesterbrogade y enfilamos dirección norte. Es viernes por la tarde en un excepcionalmente caluroso mes de junio y los anchos carriles bici aparecen desiertos. Así que a una media de 20 kilómetros por hora estaremos en Harry’s Place en 18 minutos. Vale, la bici no es lo mismo que un taxista local, ni lleva GPS, con lo que sumémosle otros 10 minutos de desorientación y callejeo imprevisto. Es así, zigzagueando por Birkedommervej, Bygmestervej, Dortheavej y Laerkevej, como llegamos finalmente a nuestro destino. Apunten: el 269 de Nordre Fasanvej. Media hora para cinco minutos de placer, pero una manera única de conocer esos rincones fuera de ruta que te hacen comprender mejor la vida de cualquier ciudad.
Copenhague puede ser el edén de una revolución urbana que viene gestándose en el último lustro. En algunos casos partiendo de movimientos espontáneos que terminaron por desplazar el statu quo dominado avasalladoramente por el automóvil. En otros, con el impulso de gestores municipales preocupados por humanizar sus ciudades y dotarlas de algo que parecía incompatible con los grandes núcleos de población urbana: la calidad de vida. La bicicleta, desde las pioneras Ámsterdam o Copenhague hasta las sorprendentes Londres, Nueva York o Sevilla, es un elemento central para romper esa aparente contradicción.
La revista ‘Monocle‘, moderna biblia de asuntos globales, negocios, cultura y diseño -así se autodefine bajo la cabecera fundada por Tyler Brûlé-, acaba de publicar en el número de julio-agosto su informe anual sobre calidad de vida en las ciudades. En el primer puesto, Helsinki, seguida por Zúrich, Copenhague y Múnich. Lugares donde la bicicleta como medio de transporte es parte de la rutina diaria de miles de personas. Para Monocle es un parámetro fundamental a la hora de medir la satisfacción ciudadana, igual que lo son el nivel de crímenes, la educación, la tolerancia o el acceso a la naturaleza. Madrid, una excepción en el panorama internacional, aparece a pesar de todo en un más que honroso décimo puesto, pero recibe el siguiente consejo: «El Ayuntamiento debe hacer algo rápidamente con los niveles de tráfico, animando a la gente a dejar los coches en casa y subirse a las bicicletas».
De eso sabe mucho Boris Johnson, actual alcalde de Londres. El hombre que en una ocasión salvó a una mujer del ataque de un grupo de jóvenes mientras pedaleaba una noche por Camden -como «un caballero sobre una brillante bicicleta» lo describió Franny Armstrong, la víctima- es un convencido del efecto positivo que en una de las mayores ciudades de Europa está teniendo su apuesta a largo plazo. Johnson se mueve en bicicleta, pero su plan no es un capricho personal, sino un discurso muy bien estructurado. En un documento titulado Revolución ciclista en Londres, el alcalde se fija como objetivo el año 2026: «Debe ser un lugar donde la gente pueda ir en bici de forma segura, fácil y divertida, en un entorno que abrace este transporte. Hacer realidad esto requiere cambios físicos y culturales en la ciudad, inversiones, un liderazgo político sostenido y acuerdos sólidos».
Antonio Lucio, director general de la Fundación Movilidad hasta su cierre por parte del Ayuntamiento de Madrid, es una de las mejores cabezas en España sobre estos asuntos. Para él, el plan de Boris Johnson marca como ninguno el camino de las ciudades que estarán a la vanguardia en el siglo XXI. «Se suele identificar una ciudad pequeña con un lugar donde se vive bien, mientras a las grandes se las considera dinámicas, imanes para el talento, la creatividad y, a cambio, obligadas a pagar un peaje en términos de calidad de vida. Johnson se rebela contra la asunción de esa idea y sostiene que Londres puede ofrecer ambas cosas. La ciudad grande tiene que recuperar prácticas de ciudad pequeña, y ahí aparece en todo su esplendor la bicicleta», mantiene Lucio.
Johnson fue elegido alcalde en mayo de 2008 y ya se encontró con una medida insólita para una ciudad del tamaño de Londres: la congestion charge, la tarifa que Ken Livingstone instauró en 2003 con el objetivo de penalizar la entrada de vehículos en la zona central de la capital inglesa. Para que triunfe una revolución tiene que haber, en mayor o menor medida, algún perdedor, y en esta los coches están destinados a hacer un hueco a los nuevos elementos del ecosistema del transporte urbano.
Además de perdedores, también hace falta una buena dosis de pasión, de proselitismo. Bella Bathurst es londinense. Fundamentalmente una reconocida novelista. Pero entre ficción y ficción acaba de publicar The bicycle book (Harper Press), una concesión a la devoción que siente por ese objeto que es al mismo tiempo un hobby, un deporte y una forma de transporte. Bathurst cree que, finalmente, la época dorada de la bici ha llegado. Ideada tal cual la conocemos a finales del siglo XIX -ya con cadena, pedales, realmente útiles para un desplazamiento ligero-, despreciada durante buena parte del siglo XX por el mucho más exuberante automóvil, se ha convertido en «la historia de un gran éxito en el siglo XXI». Como hemos comprobado en Copenhague mientras buscamos la cima culinaria de las salchichas, Bathurst incide en cómo se hacen más accesibles barrios que no forman parte de nuestra ruta habitual, reinventando la geografía. Es la misma experiencia que narra David Byrne, más conocido como líder de los Talking Heads que como referente intelectual de los ciclistas urbanitas, en Bicycle diaries (traducido y publicado en España como Diarios de bicicleta por Mondadori). Desde la libertad de movimientos nos adentramos con seguridad en los patios traseros de las ciudades, observamos la realidad con una mirada muy diferente, fruto de un ritmo ni lento ni rápido que nos sumerge instintivamente y sin pereza por territorios inexplorados.
En este amor desmesurado, la revista Scientific American pronosticó en 1869 casi el fin de la caminata como medio común de transporte. «El arte de caminar está obsoleto», proclamaba. «Es verdad que algunos pocos se agarran a ese medio de locomoción, todavía admirados como especímenes fósiles de una extinta raza de pedestres, pero para la mayoría de la humanidad civilizada, andar tiene los pasos contados», remataba el artículo. Al redactor, obnubilado por el innovador artefacto, quizá se le fue un poco la mano. Tras unas décadas gloriosas llegaron las guerras, una potentísima industria automovilística, el desarrollo acelerado y modelos de ciudad que requerían desplazamientos largos, a lo que se unía una despreocupación medioambiental recientemente recuperada. Han tenido que llegar estos días de cuestionamiento de todo lo establecido para vivir el despertar de la bicicleta. Simpleza y economía son hoy una combinación ganadora.
Viajamos a Copenhague en busca de los orígenes, como podíamos haberlo hecho a Holanda. Sin embargo, no es allí donde está la revolución, sino en Barcelona, Nueva York, Bogotá, París, Londres, Lyon, San Francisco, Sevilla, Lima, Berlín, Tokio y cientos de ciudades más que se unen a la ola ciclista pese a no tener una gran tradición. ¿Holanda? ¿Acaso no diseñó ese país alguien con dos ruedas en la cabeza? Lo extraño sería lo contrario. Una nación sin una sola cuesta, con un territorio que en buena parte toma prestado del mar, era el lugar propicio para que surgieran ciudades como Groningen, donde el 60% de todos los desplazamientos se realizan en bicicleta. Así llevan más de 100 años, sin darse importancia. El ciclismo como transporte es ubicuo, «no es un asunto», escribe Bathurst. «No pertenece a nadie, y por tanto pertenece a todos. Es solo una bicicleta, tan universal, poco excitante y milagroso como un par de piernas», añade. «Se utiliza porque es más práctica, no como seña de identidad ni como reivindicación. Es saludable, genera bienestar y es la mejor opción para moverse entre determinados puntos», sostiene Antonio Lucio.
En el resto de lugares sí es un tema de conversación. Es noticia. Lo saben muy bien Clara Blanchar y Reyes Rincón, periodistas de EL PAÍS en Barcelona y Sevilla que han seguido profesionalmente la revolución ciclista en sus ciudades. Clara tiene además siete bicis en casa -bueno, también dos niños-, y la que más utiliza se la hicieron a medida en Espaibici, una tienda en la calle de Bruc que vende un concepto urbano. «La bici es como la pastilla de Matrix, hay un antes y un después», defiende. El después vino cuando el periódico se mudó de la Zona Franca al centro, hace nueve años. Ya se empezaban a ver los primeros carriles bici. «La ciudad ha cambiado mucho en este tiempo. Ha habido una parte de impulso público, pero la marea de la gente es demasiado grande para dejarlo en eso», añade Clara. Luego llegó el Bicing, el sistema público de alquiler de bicicletas de Barcelona que, como en tantas ciudades del mundo, actuó como potente detonante. Muchos de los que cambiaron sus hábitos gracias al Bicing pasaron a darse un capricho, y la bola, entre lo privado y lo público, cada vez es más grande.
Reyes Rincón cubre habitualmente estas historias en Sevilla. Es una conversa a la fuerza. Pasó de una moto con siniestro total a probar el Sevici, pero combina los diferentes transportes públicos. «Esta era una ciudad donde no tenía ningún sentido que no hubiera muchas más bicis en las calles. Ya no hay vuelta atrás, no es un asunto político. Aunque el impulso vino de los partidos de izquierda, el nuevo alcalde [del Partido Popular] se ha comprometido a mantener la estrategia», cuenta Reyes. «Cuando vengo a trabajar ahora el sol cae muy fuerte por el carril que me toca, así que prefiero andar y por la noche ya uso la bicicleta», explica. El precio, una tarjeta por la que ha pagado 10 euros al año, ayuda a ser flexible.
En España se da una situación cuando menos curiosa. La mayoría de las grandes capitales de provincia viven el fenómeno con efervescencia. Una mezcla de necesidad, contagio, moda y marketing. Unos políticos se lo creen y otros creen que vende. Y luego está Madrid, donde se le espera, pero no está. Un reciente informe de la Confederación de Consumidores y Usuarios (CECU) elogiaba a Sevilla y Barcelona como dos de las ciudades que más facilidades ofrecen, con su sistema de alquiler de bicicletas como bandera. Zaragoza, Valencia, San Sebastián, Gijón, Santander, Bilbao o A Coruña salen bastante bien paradas, justo lo contrario que la capital, que apenas tiene una decena de kilómetros de carril bici dentro del límite de la M-30, la zona que verdaderamente define el uso urbano de este transporte. El que haya bicicletas en las ciudades es un elemento de reputación para posicionarse en los rankings internacionales. «Quien no haya sabido dar una oportunidad a la bicicleta traslada un mensaje de incapacidad», asegura Mary Embry, directora de planificación de Copenhagenize, una consultora que intenta llevar el conocimiento y la experiencia de la capital danesa a distintas ciudades del mundo. En la candidatura para los Juegos Olímpicos de 2012, los temas de movilidad resultaron clave.
Mary Embry es estadounidense, aunque bien podría ser danesa. Alta, rubia, llega en bicicleta al lugar de encuentro en el centro de Copenhague. La sigo a escasos metros camino del café Kalaset. Se desplaza en un modelo holandés, bicis sólidas, sin cambios. La espalda recta, la mirada por encima de los peatones y de los conductores. Impone. Es de Carolina del Norte y estudió en la Universidad de Chapell Hill arquitectura medioambiental, especializándose en transporte público y planificación urbana. Hace dos años se mudó a Dinamarca para seguir sus estudios y comenzó a trabajar para Copenhagenize como directora de planificación y a participar en el desarrollo de la red de blogs Cycle Chic, un entramado bicicletero fundado por un verdadero gurú, Mikael Colville-Andersen. «La clave es ir del punto A al B y no el uso recreacional». Mary repite el mantra. ¿Qué consejos daría a las ciudades que están subiéndose a la ola? «Los carriles bici son necesarios para que gente de todo tipo y edades se incorporen. Niños, abuelos de la mano (sí, abuelos de la mano en bicicleta, dice, y cierto que algunos se ven por Copenhague), hasta para transportar pequeñas mercancías. También es importante que los carriles sean anchos, y que estén separados. El espacio hay que quitárselo a los coches, no a los peatones. Un buen sistema público de alquiler para compartir bicicletas y parkings suficientes, eso también estimula», responde.
Colville-Andersen, autor de las fotografías que ilustran estas páginas, se mueve por todo el mundo dando conferencias. Una foto que toma a una mujer en noviembre de 2006 desencadena su labor doctrinaria, asegura. «La imagen era interesante porque una generación entera en muchas partes del mundo había olvidado que la bicicleta era una manera relajada de transporte, y eso reflejaba. Durante 40 años habíamos visto mucha licra, cascos y bicis de fibra de carbono. La bicicleta fue un fantástico símbolo de desarrollo social a finales del siglo XIX y ahora vuelve a desempeñar ese rol. Ciudadanos ciclistas, como los llamo, regresan masivamente a la bicicleta, con su ropa normal, igual que lo hacían hasta 1950. Cycle Chic demuestra que ir en bici por la ciudad puede ser estiloso, elegante y práctico», sostiene.
Como ciudad, Nueva York está en el extremo opuesto a Copenhague. Densa, superpoblada de coches, caótica, en desnivel y sin tradición ciclista. Aparentemente más idónea para los míticos mensajeros que retrató la película Quicksilver a mediados de los ochenta que para el padre que felizmente lleva a sus hijos en bicicleta cada día. Son las siete de la mañana en Central Park y decenas de personas pedalean liberando adrenalina. En la entrada sur al final de la calle Sexta te topas con un carril bici, pero el ambiente es más bien deportivo. El pasado mes de marzo, en plena refriega sobre un carril en Brooklyn, la policía del departamento de Nueva York se dedicó a multar en Central Park, utilizando pistolas de radar, a los ciclistas que sobrepasaban las 15 millas por hora (24 kilómetros por hora). El problema vino cuando alguien les hizo ver que la velocidad límite para los ciclistas no es de 15 millas por hora, sino de 25 (40 kilómetros por hora), y les inquirió si no tenían nada mejor que hacer. El incidente muestra a las claras la compleja gestión de una ciudad como Nueva York, más allá de la decidida voluntad política del alcalde Michael Bloomberg y de su comisionada para transporte, Janette Sadik-Khan.
Felix Salmon, el influyente bloguero de Reuters -las oficinas de la agencia están en Times Square-, escribe de finanzas. Y también, desde cierta militancia, de bicis. Hace unos meses, The New York Times organizó un debate en su web acerca de la estrategia de Bloomberg de implantar carriles bici por la ciudad. «¿Podemos, por favor, tener paciencia?», titulaba Salmon su texto. «¿Acaso creía esta gente que Nueva York se iba a convertir en Copenhague de la noche a la mañana? El hecho es que cambiar la cultura acelerada de Nueva York va a llevar un tiempo. Cuanta más gente empiece a usar los carriles, la velocidad de los ciclistas bajará, será más seguro moverse en bici y tanto conductores como peatones asumirán que comparten un espacio muy valioso», advertía. Aunque el objetivo no sea replicar Copenhague, hay una conexión entre ambas ciudades que se personaliza en el célebre arquitecto y urbanista danés Jan Gehl, asesor de Bloomberg. Gehl ha dedicado casi 50 años de carrera a intentar humanizar las ciudades devolviendo el protagonismo a peatones y ciclistas. Y en eso anda también en Nueva York.
Entre el SoHo y los embarcaderos del Hudson hay cinco minutos en bici. Casi desde cualquier lugar de la isla, el trayecto es rápido y la recompensa merece la pena: zonas verdes junto al río, árboles recién plantados y un amplio carril que se comparte con patinadores. Es lo que Gehl entiende por «ciudades para la gente».
Hora de la comida en Manhattan y Dylan ha huido media hora de su oficina en el Lower Eastside. Lleva solo dos años utilizando la bicicleta como transporte y siente que Nueva York se mueve bajo sus pedaladas. Igual que muchos otros millones de personas en este mismo instante y en distintos puntos del planeta, Dylan es una célula que oxigena la sangre de su ciudad, que le da la vida y la humaniza. Ya no hay marcha atrás en la revolución ciclista.
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