Fernando Álvarez – Ossorio
Y me lo pregunto porque, aún imaginando que sabe y mucho, no sabemos cuánto ni qué ni si sabe algo que no sepamos ya los demás. No tomen estas dudas como remedo de la crítica facilona, en estos días muy en boga, que dice que si tanto sabe ya hubiera podido haber hecho algo. A lo mejor, respondo a esos críticos, precisamente porque entonces sabía y ahora sabe es por lo que el Gobierno ha actuado como lo ha hecho durante estos años, lo que es lo mismo que reconocer que por más que supiese poco más se podía hacer. Yo no tengo dudas de que Rubalcaba sabe. Como el valor en la mili, no dudo en suponerle sabiduría a los candidatos a presidir el Gobierno.
Por eso la campaña de presentación del candidato del PSOE no me gusta o, mejor dicho, no creo que sea la más acertada. Y Rajoy, ¿sabe o no sabe? Imagino igualmente que sabe, pero si les soy franco no es ésta una verdad que me provoque consuelo. En cualquier caso, gustándome como me gustan estas cosas de la política, me pongo en el pellejo de los publicistas encargados de realizar la campaña de imagen de los candidatos y comprendo las dificultades con las que se encuentran. En medio de un gran crack, superior al de 1929, ¿cuál es la mejor forma de presentar a un candidato en la actual coyuntura?
La respuesta no es fácil y, sea cual sea la decisión que finalmente se tome, será un campo minado para la crítica colectiva. Una vez los ciudadanos han descubierto que la solución a la crisis no depende de nosotros y que por tanto nuestros políticos asumen una responsabilidad sin poder real, ¿qué tipo de liderazgo busca la sociedad? ¿Un cirujano con mano de hierro? ¿Un compañero leal para un penoso viaje? ¿Un optimista crónico experto en otear luces en un inacabable túnel? ¿Un sincero predicador? ¿De todo un poco? Elijan o aporten más perfiles, como quieran.
Saben, claro que saben. Pero saber es un prerrequisito para ser alternativa política en la sociedad. Lo importante viene después: para qué se sabe, qué se propone, cuál es el objetivo, por qué camino se va tirar. Y es de esto último de lo que hay muy poco o casi nada. No hay plan, nadie parece tener un plan serio, una alternativa esperanzadora. Bueno sí, hay uno: esperar hasta que escampe, que es lo mismo que rezar para quedarnos como estamos.
Y mientras Europa se hace bilingüe, pues habla exclusivamente en francés y alemán, el castellano es ya sólo un grito de auxilio para que no se nos deje caer. Por su parte, el debate patrio es de lo más interesante. Llevamos no sé cuántas semanas –perdidas- discutiendo sobre la reactivación del impuesto de patrimonio con una virulencia extraordinaria. De guiarnos por lo que nuestros políticos dicen parecería que la solución a la crisis depende de un impuesto que, a la postre, nos va a dar mil millones de euros (algo es algo).
Quede claro, no obstante, que me parece muy bien que se le recupere, máxime cuando vivo en un país donde a los ricos ya no les presumo ni su patriotismo ni su inteligencia (les recuerdo que en Francia y Alemania las grandes fortunas han pedido pagar más impuestos). Sin embargo, coincidirán conmigo en que si lo que se quiere es recaudar más y de forma constitucionalmente justa –pagando más el que más tiene- lo que habría que hacer es proceder a una profunda reforma del sistema tributario.
Pero para esto no hay plan o, si lo hay, sólo se apunta tímidamente no vaya ser que las grandes fortunas busquen otros paraísos más cálidos y baratos.
En fin, que por lo menos saben, que ya es algo si les sirve para entender lo que está pasando. Mucho peor sería descubrir a posteriori que sólo saben que no saben nada. Una actitud muy griega, por cierto.