Raúl Solís | Escribo desde una inmensa sala de estudios de la Universidad de Sevilla. Más de 200 jóvenes se preparan sus exámenes de diciembre. Nos preparamos, quizás, las últimas asignaturas para optar a la titulación que nos servirá como pasaporte a la emigración. Somos la generación perdida de un país que nunca amortizará la inversión educativa hecha en sus jóvenes. Esta sala de emigración, como tantas otras, es la terminal de salida de cualquier aeropuerto español. Es la sala donde habita la derrota de la generación de mis padres y donde ha muerto el sueño colectivo de la España antifranquista que creyó que el futuro no sería nunca más en blanco y negro.
Ana tiene 22 años. Es de San Roque, un pequeño pueblo de Cádiz. Su madre y su padre son parados de larga duración. Su beca sirve para ayudar a la frágil economía familiar. Su vestimenta es austera y estudia Ingeniería Química. En sus ratos libres, estudia alemán: la lengua del imperio. En un descanso, comenta con sus amigas que se quiere ir a Alemania en septiembre, nada más licenciarse. Muestra su intención con alegría, ni por asomo deja entrever que es una exiliada del modelo económico, pero su yo más interno sabe que será una emigrante como lo fue su abuelo. Huye de la desesperanza, eso sí, con un título universitario, un ordenador de última generación, conocimientos de alemán y la seguridad de que conseguirá trabajar de ingeniera química.
A mi lado estudia Roberto. Un chico de 24 años al que le falta dos asignaturas para licenciarse en Arquitectura. Es un muchacho de su tiempo. Viste como visten los jóvenes alemanes, ingleses o norteamericanos. Es un habitante de la aldea global pero sufre las consecuencias de vivir en el sur. Desconoce que su imagen es la imagen de la derrota, de la modernidad enclaustrada en la homogeneidad. Su madre está parada. Su padre aún conserva un trabajo que le da la oportunidad de estudiar sin trabajar. Soy capaz de saber qué piensa porque intuyo que piensa lo mismo que yo: no esperamos obtener un título, estamos a la espera de que nos den el pasaporte hacia el exilio económico.
Ignacio ya se fue. Acabó Periodismo el año pasado y se dio unos meses para intentar encontrar un empleo con alta en la Seguridad Social y con un sueldo superior a 600 euros. Aguantó ocho meses. Aceptó hacer algunas prácticas “por si acaso me contratan al terminar”. Sólo suplió el puesto de trabajo del último periodista despedido en un ERE que ejecutó a los periodistas más libres de la redacción. Ignacio se fue mentalizando que nunca sería periodista con derechos laborales en esa redacción que decapitaba a sus ocupantes. Terminó sus prácticas. Trabajó tres meses más de camarero en un pub. Ponía copas a cambio de juntar los euros suficientes para emigrar a Argentina. Juntó lo suficiente y se embarcó con destino Buenos Aires.
Allí vive. Escribe de vez en cuando y me informa de que es muy posible que logre un empleo en poco tiempo. Eso sí, “con lo que ganaré aquí, sólo me podré pagar un vuelo a España cada dos o tres años”. Trabajará como un occidental pero será remunerado como un ciudadano en vías de subdesarrollo. Ignacio nunca aceptó ni dijo que se iba obligado, travistió la necesidad en deseo. “Argentina es el país de mis sueños, anhelo vivir allí desde pequeño”. Él y yo sabemos que es mentira. Es un ejercicio inteligente para no asumir que somos expulsados. Hemos interiorizado que las personas migrantes viajan en pateras, no en aviones con el portátil encendido.
Ayer escribí a Ignacio, para explicarle que estoy yendo todos los días a la sala de estudio donde nos conocimos estudiando. Le dije que estoy preparándome las cuatro últimas asignaturas que me quedan para obtener mi pasaporte de periodista. Le expliqué que estoy organizando mi vida para poder irme la próxima primavera a Bruselas.
Él sabe, como yo, que llevo mucho tiempo soñando con vivir y trabajar en Bruselas y que el periodismo europeo es lo que realmente me hace feliz. Lo hemos hablado muchas veces. Aunque él sabe, como yo, que nos hemos engañado para no aceptar que somos emigrantes de la modernidad. Sería aceptar una derrota que no hemos estudiado en ningún temario. Ana, Roberto, Ignacio y yo mismo, sabemos que las miradas que se pierden en las salas de estudio de las universidades, son miradas de derrota colectiva, perdidas en unas modernas y tecnológicas salas de estudio que administran los turnos de salida hacia la emigración.
Realista y precioso, como siempre.