Hace unas semanas un lector me acusó de sectarismo. Para ser exactos, me llamó sectario o ignorante, a elegir. Y flipé. Había cometido el delito intelectual de no coincidir con el decorado de su conciencia. Asombrosamente no enjuició mis opiniones. Se limitó a cuestionar la veracidad de unos hechos tan ciertos y demostrables como una ecuación algebraica. Al parecer, yo mentí en un artículo lejano sobre la convivencia de las banderas constitucional y republicana en el 60 aniversario de la liberación de Mathausen. Y mentía porque cuando él estuvo allí, no ese día, sólo ondeaba la tricolor. Luego condenó mi sectarismo por decir que fue Aznar y no la izquierda quien concedió el pasaporte español a estos republicanos. Para nada importaba que fuese cierto. A su juicio, debí criticar al primer gobierno socialista. Justo lo que hice. En cualquier caso, le agradecí sus comentarios y quedamos en vernos para tomar un café y charlar.
El mismo día que visité al último sobreviviente andaluz de Mathausen, un amigo suyo tachó al periódico donde suelo publicar de reaccionario. Por supuesto, no lo compraba. Lamentablemente, tampoco lo leía. ¿Por qué tendría que leer razonamientos conservadores?, me dijo. Al domingo siguiente llamó para felicitarme por el artículo. Aplaudía mis convicciones y mi compromiso con la izquierda Con la libertad, le dije, con la libertad y con el con el deber de discrepar frente a los que no creen en ella, se llamen de izquierdas o de derechas. Antes de colgar, le agradecí sus comentarios y quedamos en vernos para tomar un café y charlar.
Las patologías de uno y otro son gemelas: ambos quieren leer lo que ya piensan de antemano. Supongo que para autoconvencerse. Ellos no tienen la culpa de que la sociedad contemporánea haya degradado la razón a una categoría relativa que depende de quien la pronuncia. Los intelectuales que persiguen la inmortalidad en vida lo saben y obran en consecuencia acomodando sus discursos a los clichés mentales de su público. Quizá uno de los primeros exponentes de esta conducta aprovechada fue Sartre. Sí, el revolucionario. El del glaucoma en el ojo, lentes redondas, la náusea, la pipa, Simone de Beauvoir, el mayo francés y los chalecos de punto. Sartre no condenó el nazismo mientras vivió en Berlín. Cuando fue prisionero de guerra en 1940, escribió la obra de teatro antisemita Bariona para salir antes de la cárcel. Enchufó a la Beauvoir, acusada de perversión sexual, en la filonazi Radio Paris. Luego se movió inteligentemente en tierra de nadie, hasta que abraza el stalinismo durante la guerra de Corea, a pesar de la disidencia de sus compañeros fundadores de “Le temps modernes” conscientes de la existencia del Gulag. Rechaza el Nobel por antisoviético. A los 60 años grita consignas maoístas durante el mayo francés, considera el terrorismo como arma intelectual y apoya a ETA. Miles de personas fueron a su entierro.
Una vez me presentaron públicamente como colaborador de este periódico, y yo maticé que no, que me sentía columnista, como Durruti. Porque considero munición intelectual a cada una de estas 3000 palabras y no quiero malgastar ninguna en balde disparando salvas al cielo. Aquí soy y me siento libre. Y como Sartre, no importa cuántos acudan al entierro, terminaré solo en mi tumba.