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Ser o no ser mujer-cuota

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Gabriela Cañas.El País.03/09/2011.Una pastora radical y feminista es asesinada en el norte de Suecia. Ha generado en vida tanta animadversión entre los hombres del pueblo que el párroco Bertil Stensson prefiere sustituirla por un hombre para mantener «la calma en la casa». El policía al que confiesa sus intenciones se muestra crítico y le pregunta: «¿Lo hará aunque el sustituto esté menos cualificado para el puesto?».

Este pasaje perteneciente a la novela Sangre derramada, de Asa Larsson, produce cierta hilaridad. Es creíble que en una fría aldea se asesine a una mujer (hay homicidios en cualquier lugar del mundo), pero resulta altamente inverosímil que alguien ponga en duda el mérito de un candidato masculino por el mero hecho de que, a priori, el género sea una condición indispensable.

El guiño de Larsson resulta efectivo porque es un espejo inverso del debate de las cuotas femeninas, en el que dudar del mérito de las candidatas es todavía un argumento omnipresente. Desde una óptica meramente racional les asiste la razón a quienes rechazan las cuotas en favor del mérito. Imponer a un candidato una condición ajena a la capacitación que se requiere para cubrir un puesto es una medida arbitraria que puede impedir optar por el más idóneo.

Sin embargo, dado el alto nivel de preparación de la población femenina de nuestras sociedades y su, sin embargo, pobre presencia en los núcleos de poder, tal reticencia parece más fruto del prejuicio que del apego a la justicia y el mérito y abre, de hecho, dos interrogantes: por qué se admiten sin discusión el resto de las cuotas que se adoptan tradicionalmente y por qué los que están contra las femeninas dan por hecho que la mejor posición de los varones se debe en exclusiva a su cualificación profesional en mercados laborales dominados por la cooptación y no el meritoriaje.

Las cuotas más extendidas en nuestras democracias son las territoriales. Como es sabido, los candidatos sorianos al Congreso de los Diputados apenas sí necesitan 20.000 votos para salir elegidos, mientras que los de Madrid deben sumar 100.000 papeletas para lograr el mismo escaño.

No se discute tal disparidad, incluso aunque exista la costumbre de traicionar el principio de territorialidad que la alienta para colocar a políticos relevantes en listas de provincias que les son ajenas y, evidentemente, nadie osa desconfiar de la capacitación del diputado soriano, favorecido por el sistema, y sí se desconfía ofensivamente de la mujer seleccionada por una regla similar.

Las numantinas resistencias a otorgar a las mujeres el derecho que por cualificación ya se merecen son la razón principal de la necesidad de establecer cuotas tanto en la política como (ahora se abre camino) en la iniciativa privada, como pretende la Comisión Europea, y ya han establecido por ley para los consejos de administración de las empresas Italia, Holanda, Francia y Bélgica, además de los países nórdicos.

Hay quien, como el Partido Popular, prefiere catapultar a mujeres sin necesidad de optar por las cuotas, una política de hechos que, por cierto, a veces deja en evidencia a los partidos de izquierda. Pero los resultados allá donde se aplican las cuotas están demostrando que hoy por hoy las mujeres solo están siendo reconocidas socialmente a escala aceptable mediante la reserva de un mínimo de puestos para ellas. Son partidarios de este sistema la mitad de los hombres españoles y el 60% de las mujeres españolas. De no establecer cuotas obligatorias, advierte la Comisión Europea, la igualdad costará todavía 50 años en Europa. Y para entonces millones de profesionales bien preparadas habrán sepultado cualquier expectativa de ver recompensados sus méritos y miles de empresas habrán seguido en manos de gestores que cerraron el paso a otros y otras mejor preparados para hacerlo. Para entonces, se habrá seguido perpetrando una flagrante injusticia social.

La desigualdad es fruto, entre otras cosas, de las abusivas cuotas masculinas del pasado (a veces hasta del 100%) que se aplican todavía en una gran parte del mundo (ante el silencio cómplice del resto) y que han vetado a las mujeres tanto en el ámbito educativo como en el profesional. Dado que los prejuicios impiden restituir a las mujeres los derechos de los que han sido históricamente despojadas, las cuotas son una idónea herramienta correctora que, por cierto, no debería ser percibida como un demérito como pretenden los que han encontrado en esto un nuevo motivo de escarnio contra las mujeres en lo que no es más que la penúltima trampa del machismo.

Es un juego perverso: las mujeres no son promovidas y las que lo consiguen resultan ser, con toda la carga peyorativa posible, mujeres-cuota. «Yo fui una mujer-cuota. Matilde Fernández y yo entramos en el Gobierno en 1988 como cuota», me dice Rosa Conde sobre ello. «Nunca lo vi como algo negativo, sino como resultado de una lucha por la igualdad que dio mayor visibilidad a las mujeres».

Y 23 años después, con el 97% de las empresas europeas en manos de gestores masculinos, es demasiado pedir que las mujeres sigan esperando a que la igualdad caiga por su propio peso

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