Manuel González de Molina, David Soto y Antonio Herrera
Universidad Pablo de Olavide
(A José Luis Serrano, in memoriam)
Dos reflexiones cabe hacer a la vista de esta relectura de nuestro pasado que pueden resultar de especial utilidad en este momento en que se inicia (es lo que esperamos) un nuevo periodo de transición democrática y que esperemos ayuden a Podemos (o al menos a su Secretario Político, Íñigo Errejón) a reconsiderar algunos de sus planteamientos. La victoria del PSOE y del PCE se puede entender como el comportamiento lógico de una población andaluza rural, envejecida y escasamente preparada para el cambio, que se dejó inocentemente engañar por los cantos de sirena de un partido capaz de hacer cautiva su voluntad política; o pensar simplemente que el mundo rural y la comprensión de sus problemas (hoy distintos que entonces) han sido y siguen siendo claves para el éxito de cualquier cambio democrático. En cualquier caso, las últimas investigaciones no dejan lugar a dudas. El mundo rural lejos de constituir un ámbito retardatario del cambio político, fue un espacio de participación clave en el desarrollo de la democracia, insistimos, con sus virtudes y sus defectos. Pensar políticamente en Andalucía dejándose llevar por prejuicios escasamente fundados y alejados de la realidad puede llevar a un error político de enorme envergadura.
Una posición como esta, efectivamente sembrada de prejuicios, muestra un desconocimiento muy significativo de lo que realmente ocurre en el mundo rural y de sus verdaderos problemas. No es este el lugar para desarrollar en profundidad un asunto tan importante. Pero sí quisiéramos tocar, aunque sea de pasada, el comportamiento aparentemente clientelar de los habitantes del medio rural andaluz y que se ha argumentado como la clave de bóveda de la continuidad del PSOE en el poder. En realidad, el pretendido clientelismo político que sostiene al PSOE es una estrategia de utilidad reproductiva de los habitantes del medio rural, que buscan compensar la escasa renta que perciben con “salarios” indirectos a través de transferencias públicas (pensiones, desempleo, PER, subvenciones PAC, etc.). La actividad agraria, que sigue siendo, pese a todo, la principal fuente de riqueza en el mundo rural y de la que dependen casi todas las demás actividades, hace ya tiempo que dejó de ser rentable y de constituir una fuente estable de empleo. Los agricultores perciben un 62% de la renta media que percibe el resto de ciudadanos en las demás actividades económicas. Esto explica la diferencia que en términos de riqueza y de acceso a los servicios y bienes de consumo sigue existiendo entre el campo y la ciudad. Estas diferencias se compensan parcialmente a través de los servicios e incluso de las ayudas directas que prestan los ayuntamientos y algunas consejerías del gobierno andaluz, haciendo posible alcanzar un mínimo nivel de suficiencia económica. Aquellos que no entienden esta situación o la achacan simplemente al comportamiento clientelar, no han entendido el papel vital que juegan estas transferencias públicas de renta para la mayoría de los habitantes del medio rural y jamás podrán tener implantación en un medio político tan decisivo. Aquella fuerza política que sea capaz de presentar un programa mejor en este sentido gozará del apoyo de los ciudadanos. La victoria continuada del PSOE no es producto de una estructura clientelar, sino de programas y acciones de gobierno que conectan con las necesidades reales de los ciudadanos del medio rural.
Se trata, en definitiva, de elaborar un programa que mejore (y por tanto sustituya) la gestión y los programas del PSOE. Desgraciadamente, Podemos carece de una propuesta para el medio rural en este sentido. Al contrario, su programa oscila entre estrategias de fomento de la competitividad de las producción agroalimentaria (más de lo mismo) y la reforma agraria. Ambas reivindicaciones muy alejadas de las necesidades reales de los agricultores andaluces y en general de los vecinos del campo. Es, pues, urgente la tarea de elaborar un programa ajustado a las necesidades reales de los habitantes del medio rural.
El análisis de Errejón contiene, finalmente, un error de apreciación que puede tener consecuencias muy negativas para Andalucía, al identificar la plurinacionalidad del Estado Español con las legítimas reivindicación nacionalistas de Galicia, País Vasco y sobre todo Cataluña. Esto explica el escaso papel que se ha otorgado al Andalucismo en la constitución de Podemos en Andalucía. Quizá se piense que Andalucía no tiene ningún papel que jugar en la nueva articulación territorial del Estado español, ya que no parece tener una identidad diferenciada de la española ni existe en este momento una reivindicación de autogobierno como la que se da en Cataluña, más bien lo contrario. Pero, de nuevo Errejón de equivoca, mostrando una escasa comprensión de las manera en que la identidad cultural de los andaluces y andaluzas se trasmuta en identidad política y deseo de mayor autogobierno.
Ningún proyecto político que, desde la izquierda, haya querido afrontar los problemas sociales y económicos en el último siglo y medio ha tenido éxito sin abordar al mismo tiempo la cuestión territorial. Podemos ha sabido afrontar el problema sin caer en las categorías políticas al uso. No es el primer partido de ámbito estatal que reconoce el carácter plurinacional del Estado. En la transición por ejemplo todos los partidos de izquierda incluyeron este reconocimiento en sus programas políticos. No está de más recordar por ejemplo, que el PSOE lo hizo explícitamente en fecha tan temprana como el congreso de Suresnes de 1974, aunque esto tanto los actuales como los históricos dirigentes del PSOE lo hayan olvidado. Pero Podemos es el partido con vocación de gobierno en el conjunto del Estado que ha llegado más lejos, como lo demuestran las candidaturas de confluencia y la propia conformación del grupo parlamentario. Ha sido también el único en afrontar la confrontación España-Cataluña proponiendo algo diferente a las posiciones maximalistas de uno y otro lado. Es pronto para decir si este planteamiento valiente le pasará alguna factura electoral, pero sin duda ofrece un espacio de solución imposible desde los planteamientos del PP y del PSOE.
Pero como hemos dicho, Podemos ha cometido un error muy importante que puede tener consecuencias muy negativas para Andalucía y que identifica la cuestión territorial en España con la reivindicación nacionalista de Galicia, País Vasco y sobre todo Cataluña, identificando la plurinacionalidad con estas nacionalidades. No hay novedad en este discurso. Durante los primeros años de la transición a la democracia la inmensa mayoría de los partidos de la izquierda antifranquista hacían exactamente la misma caracterización del problema. Pero es llamativo que Podemos no haya sabido aprovechar la experiencia del proceso autonómico andaluz, que condujo a un reconocimiento expreso de la existencia de Andalucía como sujeto político en la articulación territorial del Estado, para superar esta identificación abusiva. El argumento es tan simple como falaz. Andalucía no tiene peso en las reivindicaciones nacionalistas porque, entre otras cosas, no tiene una identidad diferenciada de la española. Es cierto que durante la campaña se realizaron algunos guiños a la reivindicación de Andalucía como sujeto político (las bien orientadas, pero históricamente erróneas palabras de Pablo Iglesias en del debate a cuatro sobre el significado del 4 de diciembre). Desde luego, Susana Díaz con sus declaraciones, ignorantes del papel del socialismo en la conformación de la identidad andaluza durante la transición y más propias de la derecha nacionalista española, no ayuda en absoluto a pensar lo contrario. El problema no se reduce a una mala interpretación del pasado reciente, sino a que políticamente es enormemente complicado tener éxito en Andalucía sin entender a las particularidades del problema territorial.
Esta interpretación del carácter plurinacional del Estado, que se traduce en el reconocimiento de la existencia exclusivamente de cuatro grandes espacios nacionales (Cataluña, Galicia, Euskadi y la propia España), es extremadamente simplificadora, ya que entiende el nacionalismo únicamente como ideología que pretende equiparar comunidad política con comunidad étnica. Desde esta concepción, muy extendida pero en absoluto única, del nacionalismo, el que una comunidad pueda constituirse como sujeto político depende esencialmente la existencia de rasgos étnicos, culturales y/o lingüísticos comunes. Pero esta identificación es, al mismo tiempo, paradójica e ineficaz. Paradójica porque resulta teóricamente incompatible con la defensa, desde una concepción radical de la democracia, del derecho a decidir como solución política al conflicto. Si la nación existe por rasgos etnoculturales, independientemente de la voluntad política de los ciudadanos que la componen, entonces el derecho a decidir es irrelevante. Pero esta concepción es además ineficaz para buscar soluciones, lo menos conflictivas posibles, al problema territorial. La existencia de una nación española históricamente dada (opinión cada día más extendida entre la clase política española) se vuelve incompatible con la existencia de naciones como la catalana, la vasca o la gallega también históricamente dadas y viceversa, el reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado sería en esta concepción incompatible con la existencia de España como nación.
Pero esta opinión no es compatible ni con la investigación más extendida sobre el nacionalismo ni con la evolución del problema territorial en España desde la transición, ejemplificado especialmente en el caso andaluz. El nacionalismo no sólo no ha defendido siempre una identificación exclusiva entre la identidad étnica, definida por marcadores de naturaleza racial, histórica o cultual, y la comunidad política, sino que además esta forma de entender la nación no fue históricamente la primera en aparecer. La construcción de las naciones europeas desde finales del siglo XVIII se hizo con criterios esencialmente políticos y territoriales o económicos. La pertenencia a las naciones se sustentaba en la condición de ciudadano y, por tanto, en la voluntad explícita de pertenencia a una comunidad política soberana (soberanía individual ejercida colectivamente frente a la soberanía del rey). Solo a partir de finales del siglo XIX la pertenencia a una nación dejó de pivotar mayoritariamente en la voluntad política, y empezó a hacerlo en la identidad adquirida por la existencia de rasgos aparentemente objetivos. La defensa de criterios políticos no significa que la cuestión nacional se ajena a la existencia de elementos culturales y lingüísticos. Por el contrario estos pueden ser muy importantes. Pero la existencia o no de una comunidad política no puede sostenerse, en una sociedad democrática, sobre estos rasgos, sino exclusivamente sobre la voluntad colectiva de erigirse en sujeto político.
¿Qué papel juega Andalucía en esta discusión? Las palabras de Pablo Iglesias en las que equiparaba el proceso autonómico andaluz con el derecho a decidir, aunque equivocadas en lo concreto, acertaban en lo esencial. Las manifestaciones del 4 de diciembre de 1977 y el referéndum del 28 de febrero de 1980 significan indudablemente la reivindicación de la existencia de Andalucía como sujeto político, aunque no incompatible con la existencia de España. Estas reivindicaciones tuvieron el suficiente impacto como para alterar el modelo de articulación territorial del Estado diseñado en la constitución de 1978, que en origen consagraba una articulación asimétrica entre autonomías de primera y de segunda. Pero lo más relevante de todo es que este reconocimiento surge no de pactos entre élites sino de una movilización popular tan exitosa que sorprendió a sus propios convocantes (las organizaciones políticas de la izquierda) y las obligó a reconceptualizar el significado de la identidad andaluza. Efectivamente el 4 de diciembre de 1977 aparece como el momento de emergencia, a modo de ciclogénesis explosiva, de una identidad andaluza con una fuerza política insospechada. Hasta ese momento la inexistencia sobre todo de una lengua diferenciada era prueba suficiente de la inexistencia de una identidad andaluza políticamente relevante. Como mucho en Andalucía era posible hablar de un regionalismo moderado. Esto cambió después de 1977, pero lo interesante es que la identidad política andaluza que se configuró en ese momento no se sustentaba en rasgos culturales (por mucho que estos existan y sean muy fuertes). Efectivamente la identidad andaluza que emergió en la transición y que apareció como mayoritaria en las encuestas de opinión hasta hoy, entiende la defensa de Andalucía y de la autonomía no como un resultante automático de la existencia de rasgos étnicos diferenciadores, sino de la idea de la marginación social y económica de Andalucía en el modelo de Estado centralista mayoritario en la España contemporánea. Conquista de la autonomía (autogobierno pleno y equiparable a cualquier otro territorio del Estado), construcción de la democracia y solución de los problemas económicos de Andalucía se convierten en los tres ejes del discurso político de consenso que ayuda a explicar, entre otras cosas, el éxito electoral entre 1977 y 1982 de los partidos de la izquierda que asumen ese discurso. Este interpretaba la situación de Andalucía como de subdesarrollo respecto al resto del Estado y entendía que la solución a estos problemas sólo llegaría de la autonomía y de la democracia. Esta identificación entre democracia, autogobierno y solución a los problemas sociales y económicos constituyó un poderoso instrumento movilizador.
La inexistencia de partidos nacionalistas fuertes en Andalucía se aduce normalmente como prueba inequívoca de la debilidad identitaria en Andalucía. Pero el fracaso político del nacionalismo andaluz (culminado con la desaparición del PA) se debe vincular, entre otras cosas, precisamente al abandono, entre 1979 y 1982, de esta identificación entre andalucismo y reivindicaciones políticas y a la defensa de un nacionalismo étnico muy poco extendido entre los andaluces.
Entendido como la voluntad de autogobierno y democracia, el andalucismo es mucho más amplio de lo que reflejan los resultados electorales de los partidos nominalmente nacionalistas. El éxito del 4 de diciembre mostró la fuerza de esta idea compartida de Andalucía y acabó arrastrando a la mayoría de los partidos de la izquierda a modificar en clave andaluza su práctica política y su discurso. Esto lo hicieron tanto el PCE como los partidos de la izquierda extraparlamentaria, pero quien tuvo más éxito electoral en este sentido fue el PSOE, quien fue capaz de hegemonizar políticamente la defensa de la autonomía plena. Que después de 1982 el PSOE andaluz desde el gobierno autonómico no haya hecho ningún esfuerzo por potenciar esta identidad, y que incluso en los últimos tiempos se haya erigido en adalid de una visión profundamente centralista de la nación española, no anula el hecho de que aún hoy sea percibido como el defensor de los intereses de Andalucía (algo que tiene además, una explicación material como hemos indicado con anterioridad). Quien pretenda luchar contra el PSOE por la hegemonía electoral en Andalucía desde la izquierda debe por lo menos entender esto. Un problema no menor para asumir esta tarea es la inexistencia de un actor autónomo, al estilo de Anova, Compromís o ICV. Pero sin asumir explícitamente la herencia de este andalucismo democrático, abandonado por el PSOE, difícilmente se podrá luchar conseguir la hegemonía de la izquierda.
La recuperación del discurso andalucista democrático y de izquierdas es esencial para el futuro de Andalucía. Pero además ofrece un marco conceptual desde el que entender la construcción de soluciones equitativas a la cuestión territorial en España. En la actualidad, a pesar del lenguaje de enfrentamiento frontal, existe la posibilidad real de que la solución al conflicto España-Cataluña se derive hacia la recuperación del proyecto asimétrico frustrado en 1978. En este sentido la reivindicación del máximo nivel de autogobierno para Andalucía, bien ejemplificado en el lema “Andalucía como la que más”, no debe ser entendido como un freno a las reivindicaciones de catalanes, vascos y gallegos, sino por el contrario como un instrumento político para avanzar en la construcción de un modelo territorial verdaderamente plurinacional, de soberanía compartida y compatible con la solidaridad territorial.