“… por cualquier nombre, o por cualquier rito, o cualquier gesto y cara que sea lícito llamarte, tú, señora, socorre y ayuda ahora a mis extremas angustias…”
Pilar González. En contra de lo que pueda parecer, la cita que da comienzo a este texto no es una oración cristiana, sino un fragmento de la única novela latina que nos ha llegado completa: La metamorfosis de Apuleyo, conocida como El asno de oro. Escrita en el siglo II de nuestra era, es un relato satírico, irreverente, cómico, con explícito contenido sexual, que aborda un tema tan serio como las condiciones de vida de los esclavos en la antigua Roma. Ha interesado a muchas personas a lo largo de la historia. Incluso Maquiavelo, el padre de la ciencia política, escribió su propia versión.
Y es que la religión y la política son dos formas de poder siamesas ya desde los tiempos de Apuleyo, en concreto, en el caso del cristianismo, desde la celebración del Concilio de Nicea en el 325, presidido, por cierto, por Osio, obispo de Córdoba.
Es una unión tan estrecha que pervive hasta nuestros días sin dioses. Como muestra, la intensa polémica sobre la concesión de la medalla de la ciudad de Cádiz a la Virgen del Rosario.
Me gustaría hacer tres apuntes a este debate.
- Sobre las diosas.
Soy muy de diosas. Ellas fueron antes que los dioses. Ya en la Prehistoria, la sociedad humana fue inicialmente matriarcal. Las mujeres eran la única fuente de vida y el aumento de miembros de la tribu era la única garantía de supervivencia, por eso el dominio de las diosas, de la diosa madre especialmente, era una consecuencia natural. Eran deidades lunares, porque la luna marcaba el ciclo de la vida, de la siembra, de la cosecha y de la batalla.
Estas sociedades primitivas no eran teocráticas puesto que las diosas no dictaban leyes ni exigían obediencia a las mismas. El vínculo con la diosa era un medio de proteger a la tribu contra el mal.
En un momento posterior, a partir del segundo milenio a.C., las divinidades femeninas fueron paulatinamente sustituidas por dioses masculinos. Y la Humanidad salió perdiendo, porque el poder masculino instaura el patriarcado y genera una sociedad teocrática: el dios masculino dicta leyes y exige obediencia, es arbitrario y no tiene nada que ver con la naturaleza..
Pero especialmente en el Mediterráneo pervivió el vínculo popular con la diosa madre, con el nombre de Astarté llegó hasta Andalucía. Ningún dios pudo vencer o desarraigar este vínculo entre otras razones porque se basaba en los ritmos de la vida y eso es siempre más real que cualquier abstracción espiritual.
En todas las mitologías, pese a ser desplazadas de la supremacía en beneficio del patriarcado, aparecen las diosas.
En contra de lo que se creía hasta hace poco, los mitos no son relatos de la edad infantil de la Humanidad, sino anotaciones serias de costumbres o acontecimientos religiosos antiguos, y son tan fiables como la historia una vez que se comprende su significado y se tienen en cuenta los errores en la transcripción. Entender el lenguaje poético de la mitología tiene sus dificultades, pero si la filosofía revela, la poesía desvela el conocimiento del ser humano y del mundo.
El cristianismo bebe de la fuente de las religiones de oriente próximo. El propio Jesucristo nació en el solsticio de invierno, como Mithra, el dios solar, y, como él, es hijo de un Dios patriarcal. Cuando empezó a expandirse, el cristianismo fue incorporando otros mitos que ya existían para suplir así sus carencias, entre ellos el de la diosa madre.
He aquí el origen de la variedad de “Madres de Dios” que existe en el cristianismo.
- Sobre las vírgenes
Las diosas madres no eran vírgenes, obviamente. La sociedad matriarcal vinculada a la naturaleza no tenía ningún problema con el estado del himen de ninguna mujer ni de ninguna diosa. Es más las bacantes, las hetairas y algunas sacerdotisas que practicaban sexo entre ellas e iniciaban a los hombres, eran figuras sagradas.
Son las sociedades patriarcales y teocráticas las que transforman a la diosa madre en una doncella que engendra de manera mágica al hijo de un dios. Es al patriarcado al que debemos el intento de controlar la sexualidad de las mujeres a partir de semejante precepto estrafalario.
Y luego podemos seguir sonriendo al pensar en la fiabilidad de los mitos.
- Sobre la política
Mientras la religión siga siendo un poder, o parte del poder, en las sociedades democráticas, está en disputa como todos los poderes. Quienes defendemos la separación entre las iglesias (todas) y el Estado podemos decidir no disputar ese poder y aceptar que corresponde a la derecha. Podemos pensar que es mejor no entrar en asuntos religiosos. Pero tengamos por cierto que la religión seguirá entrando en nuestros asuntos (véase inmatriculaciones de espacios y edificios públicos). Por eso, si alguien con legitimidad democrática decide disputar ese poder, no merece, a mi juicio, tan laicista condena. Mientras la religión no sea asunto privado (que sería lo deseable), no deja de ser asunto público. Y quien más claro lo tiene no son los intelectuales de izquierda sino la propia ciudadanía, la gente, las y los de abajo.
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Hay ciertamente una desproporción entre la importancia del tema de la medalla y la intensidad del debate. De ello tienen buena muestra aquí mismo, en Paralelo 36. Lo curioso no es el debate en sí, que contiene una rica y diversa argumentación: lo simbólico, lo popular, el laicismo, el precio de la coherencia, la magnitud de los errores… sino el hecho de que se produce entre personas de izquierda, tolerantes, no dogmáticas y tampoco sectarias (aunque como para Sartre el infierno, para los sectarios, los sectarios siempre son los otros)
Cuánta tinta y cuánta inteligencia vertida para desentrañar la culpa. Y no es que el alcalde de Cádiz haya manejado el asunto de manera muy laica, como ha venido a decir el líder de su partido, que se apellida Iglesias. Es mucho más sencillo, es que el alcalde de Cádiz es de Cádiz. Y es que la cultura andaluza tiene un bagaje ancestral, que visto a ojos contemporáneos muy ortodoxos pudiera parecer contradictorio. Como si la propia vida no lo fuera. Es, también, que en Cádiz hubo algunas afrancesadas pero no hubo Revolución Francesa.
Y en forma de letrilla popular, convertida en mito, nos llega la valentía de las gaditanas, que se hacían tirabuzones con las bombas de los fanfarrones. No me extraña. Eran las hijas de Astarté. Las ha protegido siempre la diosa, que no virgen. Las sigue protegiendo con cualquier nombre, con cualquier rito, con cualquier gesto y rostro que sea lícito llamarla ahora.
PD La diosa de la foto es la Ceres original que apareció en otro templo de la heterodoxia: el teatro romano de Mérida.