Rafa Rodríguez
El surgimiento del capitalismo desde los siglos XV y XVI es consecuencia de la interacción de múltiples factores, entre ellos, la construcción de los estados; nuevas estructuras financieras y económicas; expansión comercial (protoglobalización); avances tecnológicos y científicos; mayor utilización de la energía exosomática y de nuevos materiales y alimentos; concentración urbana; cambio en las mentalidades (renacimiento, protestantismo); revolución en los flujos de información (invención de la imprenta), etc, pero también de la fabricación de herramientas conceptúales para representar la nueva realidad social.
Entre estas herramientas destaca las pertenecientes a la familia de conceptos contractualistas de naturaleza liberal construidos por filósofos de la naciente economía política durante los siglos XVI, XVII y XVIII (especialmente Bodino, Hobbes, Locke, Montesquieu, Hume y Smith) a medida que perciben a la economía y al Estado como realidades sociales autónomas, producto del desarrollo de procesos impersonales y anónimos (Cartelier, Cataño) frente a las viejas instituciones basadas en lazos personales en los que los elementos de la economía y la política estaban integrados en instituciones sociales (Polanyi).
Estos intelectuales contribuyen a crear una imagen racional del proceso social a partir de conceptos que responden a un mismo sistema central de abstracciones basado en el individualismo metodológico: primero los individuos (a los que se caracterizan como aislados, racionales, utilitaristas y descontextualizados socialmente) en estado de naturaleza (ausencia de Estado, sin jerarquías ni estructuras de poder) que pactan y se relacionan entre sí (negando la existencia previa de cualquier institución social estuviese por encima de los individuos) mediante un contrato social y el trueque (negación del dinero, teoría del valor de cambio y enfoque “real” del proceso económico) para conformar la sociedad civil a través del mercado (institución base de la relación económica) y de la nación (institución base de la relación política que legitima al poder político) y que, si bien presentan al mercado y a la nación como conceptos independientes, se conectan a través del ámbito territorial del Estado, con todo lo que ello conlleva en sus relaciones con la unidad de mercado y la soberanía monetaria.
Así que la primera hipótesis es el que el concepto de nación (o el pueblo que se utiliza indistintamente dependiendo de la zona geopolítica) surge como una idea abstracta pertenecientes a la familia de conceptos liberales contractuales necesarios para la racionalización institucional e ideológica del capitalismo que van a ser plenamente operativos tras el ciclo de revoluciones liberales, que tienen como modelos canónicos a la revolución norteamericana (1787) y francesa (1789-1791). Hay que resaltar que la primera Constitución, elaborada por la Convención Constitucional de Filadelfia (republicana y federal) y luego ratificada por convenciones en cada uno de los trece estados en el nombre de «Nosotros el Pueblo», recoge al mismo tiempo la tradición política americana de lucha por la independencia y la liberal británica.
La nación fue entendida originariamente como el conjunto de ciudadanos con derecho a voto (generalmente propietarios masculinos, blancos y adultos -el 3 o 4% de la población-) para fundamentar la soberanía como legitimación del poder frente al origen divino de la monarquía absoluta que exigía la forma de un gobierno parlamentario censitario a través de una Constitución (la nación se constituye mediante un proceso político de transformación del Estado aunque en la elaboración idealizada la nación sea producto de un pacto entre los individuos anterior al Estado).
El concepto de nación resultó un hallazgo de alta potencia porque en su formulación latían fuerzas de muy diversa naturaleza que al conectarse han dado lugar a una nueva energía política que está presente en todos los procesos políticos contemporáneos y que ha demostrado una enorme capacidad evolutiva y adaptativa a los cambios económicos, sociales y de mentalidades.
El concepto de nación es poliédrico:
- Jurídicamente se relaciona con el concepto de igualdad exclusivamente en el interior del Estado por lo que por una parte desuniversaliza el concepto liberal de igualdad y por otro propicia el tránsito desde los regímenes liberales parlamentarios a los democráticos (sufragio universal). Por lo tanto, sobre el concepto de nación se ha fundado las democracia modernas.
- A pesar de ser un concepto abstracto, tiene también una naturaleza comunitaria que conecta con las matrices culturales colectivas, por lo que se ha convertido en el imaginario de solidaridad básica en las sociedades de mercado monetario (sustituyendo a los sentimientos de reciprocidad –antipepenthos- que se generaban en las instituciones de las sociedades de “status” cuando la economía no estaba separada de ellas – como han explicado Carlyle, Toennies, Weber o Polanyi-), proporcionando la idea de una comunidad imaginada (B. Anderson) aunque no inventada (construcción epistemológica).
- Le da un significado político al territorio y al tiempo (los que fueron, los que son y los que serán en un territorio) a medida que se va separando del concepto de pueblo (generaciones vivas).
- Genera mecanismos de cohesión para amplios grupos sociales que no tienen relación directa entre si, facilitando sentimientos pertenencia, identidad, singularización, reconocimiento y autoestima a través de una nueva gramática de símbolos, emocionalidad colectiva y referencias culturales, pero también facilita la exclusión del “otro”.
- En definitiva, es un componente imprescindible en los procesos políticos en las sociedades fragmentadas del capitalismo al proporcionar un imaginario común en torno a las estructuras estatales, haciendo posible un equilibrio entre las partes (en conflicto social) y el todo (la convivencia ciudadana).
Por ello, la nación ha sido un componente básico tanto en la revolución liberal como, durante el siglo XX, en la construcción de las democracias y la estabilidad de las mismas pero también en los movimientos revolucionarios y en las contrarrevoluciones totalitarias. Su asociación con el Estado (el Estado – Nación) ha servido para impulsar procesos de homogenización cultural pero también para legitimar procesos de independencia.Así la segunda hipótesis es que la nación es un concepto político de alta potencia en el conflicto social al lograr conectar fuerzas de muy distinta naturaleza con una enorme capacidad evolutiva y adaptativa a las transformaciones económicas, sociales y políticas.
En todo caso hay que constatar que:
- No hay proceso político sin un componente nacional (lo que ha marginado de la realidad política a la izquierda que no ha entendido la incorporación del territorio y la cultura –el espacio y el tiempo político – como las dimensiones que definen y singularizan la realidad y el conflicto social contemporáneo, tal como ha explicado E. P. Thomson).
- Para un proyecto político emancipador no vale acríticamente cualquier concepto de nación porque es necesario despojarlo de su carácter ontológico y mítico (alienante). La concepción etnicista, organicista, idealista o romántica de la nación es incompatible con los fundamentos democráticos y republicanos y solo sirve, directa o indirectamente, a proyectos totalitarios y a peligrosos mesías. Los derechos son siempre de titularidad individual y nunca de un ente abstracto.
- Hay que volver a conectar la democracia con el concepto universal de igualdad, por lo que el concepto de nación (nivel político) no puede estar determinado ni por el concepto de Estado (nivel jurídico – político) ni por la matriz cultural popular (nivel sociológico). Estos tres niveles están relacionados pero son autónomos entre si: ni son determinantes ni se pueden fusionar o confundir.
- El proyecto nacional hay ponerlo al servicio de la defensa de la democracia en la crisis actual de la globalización capitalista para:
- Una nueva valorización del territorio y la cultura como factores básicos para el cambio económico y social (que conecta con la transición ecológica)
- Convertirlo en un instrumento de la hegemonía de “los sin parte” (como diría Ranciere) (que conecta con la tradición de izquierda),
- y para un fortalecimiento del espacio estatal publico a través del principio federal (que conecta con la tradición democrática y republicana).
Así, la tercera hipótesis sería que todo proceso político contemporáneo necesita un componente nacional pero que la naturaleza de ese componente nacional determina el contenido del proceso político.