David Martínez | [Este texto fue publicado en el diario provincial Jaén el 3 julio de 2005, durante la dura ofensiva de la derecha nacional-católica española contra las reformas civiles democráticas del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. La reciente sanción del tribunal Constitucional me ha animado a recordarlo]
El reconocimiento legal del matrimonio homosexual por el gobierno y el parlamento español ha supuesto un peldaño más en el trascendente cambio sociológico, iniciado en el mundo occidental a principios del siglo XX, de sustitución de la familia nuclear patriarcal por la familia democrática. Los procesos de secularización y de construcción de la ciudadanía del ochocientos lo propiciaron al poner las bases para la superación de una concepción institucional de la familia. El respeto a la individualidad alumbrado por los valores de igualdad y libertad inherentes al concepto de ciudadanía coadyuvaron a que ya en el siglo XX la estructura intervenida, por la Iglesia o el estado, de la familia quedase arrumbada ante la emergencia de la familia democrática. Desde entonces los derechos, deseos y necesidades individuales de los niños, hombres y mujeres que la integraban, y no las doctrinas escatológicas de las iglesias o el afán intervencionista de los estados, conformarían los mimbres del espacio familiar. En este proceso de profundización democrática la familia dejaría de ser un ámbito intervenido institucionalmente (por las iglesias o los estados) para erigirse en espacio de libertad e igualdad donde los individuos, en función de preferencias sexuales, afectivas, culturales, ideológicas o religiosas, optaran por una forma íntima de vida: en solitario, emparejándose, proyectándose a veces hacia la reproducción a través de la paternidad y la maternidad, etc…
Pero la legalización de la familia homosexual no sólo supone un avance hacia una sociedad libre y democrática, representa también un acto de justicia, de igualdad, al facilitar el reconocimiento de derechos a familias de hecho que, al estar integradas por dos personas del mismo sexo y el hijo o los hijos de una de ellas, se instalaban, a menudo involuntariamente, en un limbo jurídico y civil al que no alcanzaban derechos civiles, sociales y económicos reconocidos para al resto. La sociedad española, identificada ampliamente derredor de valores de tolerancia e igualdad, ha acogido con serenidad y esperanza la reforma del código civil en lo que al matrimonio se refiere. Un talante contrastado con la virulenta reacción desatada por la jerarquía de la Iglesia católica y sus turiferarios mediáticos y políticos, para quiénes la medida no sólo es inoportuna por excéntrica y radical sino ilegítima, contra-natura… La distancia entre el discurso católico y el sentir general de la sociedad española en este asunto, aunque llamativa, no deja de situarse en un horizonte de inteligibilidad histórica. Desde luego rememora antagonismos suscitados en el pasado alrededor de la sinuosa historia de la relación entre la iglesia y la sociedad en nuestro país: tal fue el surgido con la aprobación de la Ley del divorcio por el gobierno de la UCD o, más alejados en el tiempo, los conflictos generados en torno a las distintas medidas de modernización, económica (desamortizaciones y exclaustraciones) o civil (el registro y sanción estatal del nacimiento, casamiento y defunción), que ilustrados y, sobre todo, liberales impulsaron en los siglos XVIII y XIX. De nuevo la jerarquía católica se resiste a abandonar el monopolio del discurso y la normativización de aspectos que corresponden abordar al conjunto de la sociedad española. Una sociedad, dicho sea de paso, cada vez más heterogénea y tolerante donde los valores religiosos, cada vez más circunscritos a la intimidad, son vividos con superficialidad cuando no ignorados por una amplio segmento de ella.
Tan numantina postura quizás sea entendible a partir de consideraciones históricas. Una de ellas tiene que ver con la secular perduración del poder de la Iglesia. Tras la desaparición del imperio romano, las formaciones sociales medievales se articularon complejamente bajo el dominio de un conjunto de poderes entre los que sobresalía el eclesial; los cristianos, que habían dejado de ser secta en la etapa “tardo-imperial”, lograron convertirse como Iglesia en el punto cenital de la sociedad medieval. El poder eclesial, que de una u otra forma, perduraría a lo largo del medievo, sufrió la erosión de los esfuerzos de centralización política y administrativa implementados por las monarquías absolutistas; además, la reforma protestante del siglo XVI, en aquellas zonas donde se impuso, asentaría un duro golpe al mismo. En los países católicos, pese a todo, el poder económico, civil y social de la Iglesia católica se mantendría hasta el siglo XIX; los procesos de secularización del estado que las reformas liberales y democráticas impulsaron en estos países terminarían por completar la separación entre iglesia y estado. Las características de la construcción del estado liberal en España y las bases sociales e institucionales que sostuvieron el sistema de la Restauración preservaron un importante papel social a la Iglesia. Las efímeras experiencias democráticas de nuestro país en el pasado y, sobre todo, el régimen tradicionalista que el franquismo restablecería tras 1939, coadyuvaron a que el intervencionista papel de la Iglesia llegara incólume a los años de la transición democrática. En la inestabilidad de aquel periodo se pergeñaría un pacto de no agresión estado/iglesia -los acuerdos entre el Gobierno español y el Vaticano de 1976 y 1979- que legitimó la persistencia del poder eclesiástico en ámbitos propios del poder civil y político. Desde entonces hasta hoy las iniciativas gubernamentales -divorcio, matrimonio homosexual, reformas educativas, financiación de la Iglesia, etc.- que han procurado desatascar el proceso de secularización se han enfrentado con la intransigente oposición de la mayor parte de la jerarquía eclesiástica.
La tesis de la continuidad del poder eclesial adquiere consistencia al considerar un componente básico del mismo: la axialidad de la familia patriarcal heterosexual para el poder eclesial. La incapacidad que el integrismo católico muestra a la hora de admitir la diferenciación entre iglesia y sociedad, entre su escatológica cosmología social y el imaginario social colectivo, entre sus normas y el marco legal civil y político, en un asunto capital para la reproducción social como es el de la familia, está relacionada con una actitud defensiva. El largo proceso de emergencia de la familia democrática, jalonado por una serie de cambios demográficos, sociales e institucionales -la separación entre pulsión sexual, reproducción biológica y reproducción social y afectiva, la legalización del divorcio, la defensa de los derechos del niño y la mujer en el seno de la familia, etc.- que, en su conjunto, han desdibujado a la familia patriarcal heterosexual como única opción de vida y de reproducción social, llega con la legalización del matrimonio homosexual a una importante cota. El reconocimiento de distintas formas de convivencia íntima, la relativización del matrimonio y la familia nuclear tradicional -sobre la cual edificó la Iglesia su poder social y económico como puso de manifiesto el antropólogo Jack Goody en su brillante libro sobre La evolución de la familia y del matrimonio en Europa– y, por ende, la democratización de las formas de familia -de la cual el matrimonio y la familia homosexual representa una opción ya existente de hecho-, han contribuido a poner en manos de la sociedad, de los hombres y las mujeres que optan de acuerdo con sus creencias e ideologías por una forma de emparejamiento y familia, el control de aspectos reproductivos tan importantes como la sexualidad, la afectividad y la estructuración familiar. Este progreso social choca, necesario es recordarlo en el momento actual, con la concepción patrimonial y monopolista que la Iglesia ha esgrimido a través de los siglos sobre la familia y la sociedad. La reacción de organizaciones e instituciones católicas como el Foro de la Familia o la Conferencia Episcopal ante la iniciativa gubernamental y parlamentaria de extender derechos sociales y cívicos a los miembros de las familias homosexuales, no sólo parece nutrirse del dogmatismo que los credos religiosos proyectan sobre el imaginario cultural, sino también de la sensación de pérdida de ascendencia social.
David Martínez López (Miembro de Los Verdes de Andalucía)