Rafa Rodríguez
La gran crisis de la globalización ha arrojado al neoliberalismo, junto con la socialdemocracia, a la historia de las ideas políticas como corrientes ideológicas que fueron determinante en el siglo XX.
Sin nuevo marco ideológico, las élites del poder económico global están siendo incapaces de articular una agenda reformista que lidere la gestión de la crisis hacia otro tipo de globalización. Por el contrario estamos asistiendo a un movimiento de bunquerización sobre todo en los Estados anglosajones más influyentes (EE.UU. y Reino Unido) que, paradójicamente, fueron los territorios desde los que se creó todo el imaginario liberal (filosófico, político y económico) con tal potencia que ha sido el filtro dominante desde el que se ha interpretado la realidad social durante los últimos siglos.
Esta crisis de la globalización ha instaurado una nueva etapa del capitalismo sin horizonte progresista por lo que la distopia se ha adueñado del futuro como si se tratara de un espacio abandonado. El avance del deterioro ecológico, que tiene en el cambio climático a su principal abanderado (2016 el año más caluroso de la historia, por ejemplo); el deterioro de la capacidad política de los Estados; la destrucción de las relaciones laborales o el crecimiento de la desigualdad, están generando una dinámica vertiginosa en el plano económico y social que contrasta con la lentitud de los cambios políticos dirigidos a contrarrestar esta aceleración de la entropía.
Sabemos, sin embargo que el cambio ha vuelto porque el conflicto está presente en todos los ámbitos. No se trata de un cambio con un horizonte disruptivo tal como preveían los grandes relatos de las utopías decimonónicas sino de cambios evolutivos a través del empoderamiento de la democracia.
La opción resistencialista de Trump y del Brexit, el enrocamiento en los mensajes insolidarios y particularistas de “lo nuestro lo primero” y el intento de levantar muros físicos y morales para defender posiciones de fuerza y de privilegios frente a las consecuencias de la crisis de la globalización, recuerda la imagen de blindar la primera clase en un avión que ha perdido el control.
Por eso, desde las posiciones políticas que defienden a la mayoría (las clases, los sectores sociales y los territorios no privilegiados cuyos intereses concretos se identifican con los intereses universales) sabemos que solo queda tiempo para ganar y que cualquiera batalla política es tan importante que puede cambiar la dinámica global.
El Estado español, el sur de Europa, la Unión Europea son espacios políticos interrelacionados y determinantes. En España, la izquierda ha dado un paso de gigante y ha abierto puertas que parecían blindadas a la influencia de la opinión pública. La victoria sobre el bipartidismo, la comprensión de la naturaleza plurinacional del Estado o la reivindicación democrática de poder optar por una estructura federal y republicana han sido avances sobresalientes.
En estos momentos, después del impasse que ha supuesto la repetición de elecciones generales, se plantea un proceso decisivo en los dos principales partidos de la izquierda: Podemos y el PSOE. Como es lógico esos procesos tienen conexión: una victoria de las posiciones que defienden en Podemos la necesidad de que gobierne la izquierda, con la complicidad de los sindicatos y los movimientos sociales, y de acabar con la era del PP sería, a su vez, un refuerzo importante para los que defienden en el PSOE el entendimiento con Podemos y el rechazo a la colaboración con el PP. Sabemos que esa es la única vía para defender los intereses populares y también que los publicistas de la derecha tratan por todos los medios de difuminar en el imaginario de los votantes de izquierda el objetivo nítido de llegar al poder en el Estado.
Sin embargo, no basta con que triunfen en Podemos y en el PSOE las tesis de una alternativa de izquierda al PP. Es necesario también un consenso sobre la estructura territorial de Estado que está condicionado por la presencia política de los territorios, por la correlación de fuerza entre ellos. Sin la incorporación de los partidos nacionalistas y sin un consenso territorial progresista, no puede haber gobierno alternativo.
Es por lo que también sabemos que sin Andalucía como sujeto político con fuerza y legitimidad no será posible ese consenso. Andalucía puede poner en la agenda política dos cuestiones estratégicas: el consenso federal y la desigualdad territorial como problema de Estado.
Solo el protagonismo de Andalucía puede generar una vía de equilibrio entre los soberanistas estatales y subestatales para la defensa del principio federal, que desborde los límites del encapsulamiento estatal, en donde de quiere debilitar a la democracia, para romper la subordinación de los poderes públicos con respecto a los poderes económicos desde múltiples niveles dotados de cosoberanía porque ya no existe un soberano único y todopoderoso capaz de reducir la realidad social y encerrarla dentro de sus fronteras, por muchos muros que pretendan construir.